Juan Sevillano - Memoria del Paraiso
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- Libro:Memoria del Paraiso
- Autor:
- Genre:
- Año:2013
- Índice:4 / 5
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Memoria del Paraiso: resumen, descripción y anotación
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Memoria del Paraíso
de Juan Sevillano
Cuaderno de notas de un adolescente:
Retratos con paisaje
Portada: Ignacio Martínez-Jorcano
“Recuerdos”
Registro de la Propiedad Intelectual
Núm. Solicitud: M-000925/2013
Núm. Expediente: 12/RTPI-000967/20134
ISBN-13: 978-1482626759
ISBN-10: 1482626756
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A Giselle, a quien tanto esperé
amando a la deriva.
Los chupones de hielo comienzan a fundirse.
¿Revivirá el rosal, una vez más?
Su muerte siempre me seca el alma.
(De un Poemario infantil)
Nunca tuve claro, y ahora mucho menos, si el tiempo, cual poderosa lima, desgasta los recuerdos hasta hacerlos desaparecer o los va sepultando bajo capas sucesivas de olvido, que convierten la memoria en un llano, a la espera del arqueólogo tenaz que los devuelva a la luz.
De niño leí un relato, o alguien me lo contó, o quizás lo soñé y tal relato no existe más que en mi imaginación, en el que la memoria era una cárcel enorme y sofisticada, donde los recuerdos cumplían condena como reclusos. Al igual que en las prisiones humanas, algunos de estos reos cumplían cadena perpetua confinados para siempre, mientras que otros, con condenas más leves, salían libres una vez saldada su deuda. Entre los reclusos condenados a penas mayores los había que no se resignaban a estar encerrados y, a fuerza de intentarlo, lograban escapar en busca de la ansiada libertad. La mayoría de ellos tenía éxito y no se les volvía a prender por más que se les persiguiera. Otros eran de nuevo capturados y volvían a su celda fuertemente vigilados para impedir una nueva fuga.
En todo caso, y al margen de fábulas y agudezas de ingenios diletantes, la memoria salva y redime estableciendo su propio orden caprichoso. Pero ¿qué hace elegir a la memoria los recuerdos que, salvando los escollos del olvido, sobreviven al tiempo? ¿Y, cómo sobreviven? Porque, lo que está claro, es que el recuerdo nunca nos trae el hecho intacto; la memoria quita y pone a su desleal antojo, a veces con taimada sutileza…
Hacía exactamente tres semanas de la muerte de mi amigo cuando recibí la llamada de su hijo Rodrigo. Conozco a Rodrigo desde hace bastantes años por lo que su inteligencia y buen juicio están para mí fuera de toda duda. Intentar explicar el estado de perplejidad en que me dejó sumido cuando me pidió que nos viéramos porque tenía que darme un recado que le había encargado su padre, me parece fútil y totalmente prescindible. Sólo diré que los dos días de espera hasta la cita acordada los pasé en un estado de ¿inquietud?, ¿miedo?, ¿ansiedad?, ¿todo a la vez?, como en muy pocas ocasiones me he encontrado a lo largo de mi vida. ¿Qué podría ser lo que mi amigo le hubiera encargado a su hijo transmitirme que él mismo no pudiera haber hecho en vida? ¿Querría algo de mí que no se atreviera a pedirme personalmente?
Por más vueltas que lo daba no conseguía nada más que aumentar mi desasosiego. Por fin llegaron día y hora, y Rodrigo, un tanto cortado, supongo que la situación era tan embarazosa y le sobrepasaba tanto como a mí, me hizo entrega de un cd y un sobre que su padre le había encargado entregarme tan pronto él falleciera. La verdad es que todo aquello me parecía de un artificio tan novelesco, (en el peor sentido), que no sé si mi actitud durante el tiempo que duró la entrevista pudo ofender o decepcionar al pobre Rodrigo. (Después he hablado con él varias veces sobre este asunto y, no sólo está tranquilo y despreocupado, sino que deja a mi exclusivo criterio el uso que yo quiera hacer del contenido del cd y de la documentación que lo acompaña).
El sobre llevaba mi nombre, con la letra inconfundible de M** (Me repugna llamarle así, pero pienso que es el recurso menos vejatorio para su memoria, dada mi intención de no desvelar su verdadero nombre. Si él no lo menciona en ningún momento a lo largo de su “ Cuaderno de Notas ”, no seré yo quien lo desvele. Por otra parte, me resisto a darle un nombre supuesto que suplante al propio, ya que soy de la opinión, ingenua sin duda, de que ello también suplantaría de alguna manera su auténtica personalidad. Quede pues su identidad en ese anonimato que, por mi cuenta intuyo, él mismo quiso, sin llegar a pedírmelo).
Ya en mi casa, con el sobre en la mano, el deseo de abrirlo y el temor a hacerlo luchaban dentro de mí, llevando mis nervios a una excitación de vértigo. El sobre, sin lugar a dudas contenía una carta de mi amigo. ¿Me pediría algo en ella? ¿Me revelaba un secreto que en vida no se atrevió a desvelar?
Lo que menos podía imaginarme era que aquella carta y lo que el cd contenía era “ una puerta, abierta de improviso” , como él mismo lo define, a mi niñez preadolescente, con la particularidad singular de que mi retrato y mis vivencias de aquellos lejanos años revivían para mí vistas a través de unos ojos que no eran los míos. El efecto que me causó la lectura, de la carta primero, y después, de las notas contenidas en el cd , (para mí, un Diario en toda regla, diga lo que diga su autor), donde aparezco, junto a otros personajes de muy desigual catadura, observado y descrito por mi mejor amigo, me tienen todavía en una especie de estado de estupor que no consigo sacudirme.
M** ha sido uno de mis mejores amigos, si no el mejor, desde la infancia, con un paréntesis de casi cuarenta años, que no ha sido obstáculo para que volviera a serlo tras nuestro afortunado reencuentro. Juntos empezamos a ir al colegio y desde el principio su amistad se fue haciendo cada vez más fuerte y fiel. Incluso a veces, cuando nos daba por hacer planes de futuro, nos imaginábamos juntos, con nuestro querido Balín , y hacíamos ingenuas cábalas sobre cómo sería nuestra amistad una vez casados y con hijos. Llegamos al S uburbio , como él lo llama, prácticamente a la vez y salimos de él con pocos meses de diferencia. Nuestras respectivas familias nos llevaron a lugares distintos, y distantes, de la gran ciudad, como él muy bien explica en las “notas”. Nos perdimos la pista y no volvimos a encontrarnos hasta treinta y siete años después, de forma totalmente imprevista y ajena a nuestra voluntad.
Fue curioso y sorprendente. Sin saberlo habíamos estado desde el principio trabajando en la misma Compañía, si bien él estaba en una de las filiales más alejadas de la sede central donde yo me encontraba. La crisis económica de los años noventa hizo que la Empresa acometiera una severa reestructuración, cerrando filiales y reubicando personal, lo que hizo que M** (¿ironía concertada entre nuestros destinos, como él mismo me decía después a menudo?), fuera recolocado y empezara a trabajar en el Departamento que yo dirigía. Reconozco que el encuentro no fue lo efusivo que cabía imaginar, y que seguramente él esperaba. Un apretón de manos dándole la bienvenida, una conversación trivial y tópica, de una cordialidad protocolaria y sin verdadero interés, al menos por mi parte, para saber cómo nos había ido la vida a cada uno en todos aquellos años...
Nuestra antigua complicidad no revivió de repente. A fin de cuentas, ninguno de los dos éramos la misma persona que el otro había conocido. Algo fundamental había cambiado, o se había perdido: La necesidad afín , llave maestra de nuestra amistad preadolescente. Ahora, entrados ya bastante dentro de la cincuentena, casados y con hijos de quien preocuparse, resultaba difícil romper el callo con el que el tiempo y la vida habían ido taponando la capacidad afectiva de cada uno.
Tuvieron que pasar meses hasta que se fue restableciendo, poco a poco, la antigua confianza mutua que nos unió. Creo que él lo explica mucho mejor que yo en la carta que me entregó Rodrigo y que a continuación reproduzco, tal cual llegó a mis manos.
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