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Terenci Moix - Extraño en el paraíso

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Terenci Moix Extraño en el paraíso
  • Libro:
    Extraño en el paraíso
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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Extraño en el paraíso: resumen, descripción y anotación

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En 1962 la sociedad española empieza a evolucionar El niño de El peso de la - photo 1

En 1962 la sociedad española empieza a evolucionar. El niño de El peso de la paja tiene ya veinte años y, como tantos jóvenes de su generación, rechaza la educación recibida bajo el franquismo y se lanza a conocer mundo. Vive con los beatnik americanos en París, se ve sumido en el torbellino de Chelsea dentro de lo que se dio en llamar el swinging London y conoce una serie de asombrosas experiencias relacionadas con su descubrimiento de la libertad. Este auténtico aprendizaje de la vida se centra en la búsqueda de la identidad sexual y la experiencia cultural, concretada, como siempre en Moix, en el cine y la literatura. Las innovaciones de un período histórico crucial, que abarca hasta el año 1966, constituyen un telón de fondo magníficamente descrito ante el cual va desfilando una pléyade de personajes que influyen poderosamente en la vida del autor y en el devenir de su época. Situada entre la novela iniciática y la picaresca, el libro es, por encima de todo, la desesperada búsqueda del amor absoluto.

Terenci Moix Extraño en el paraíso El peso de la paja - 3 ePub r10 Titivillus - photo 2

Terenci Moix

Extraño en el paraíso

El peso de la paja - 3

ePub r1.0

Titivillus 23.04.15

Título original: Extraño en el paraíso

Terenci Moix, 2003

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A Pedro Manuel Víllora un recuerdo leopardiano Oimé quanto somiglia Al tuo - photo 3

A Pedro Manuel Víllora,

un recuerdo leopardiano:

Oimé, quanto somiglia

Al tuo costume il mio!

Forzoso es que pida perdón a la historia de la literatura, porque la belleza de Alexander me llevó a reincidir en la poesía. El pecado de obstinarme en seguir los pasos de los grandes encuentra su penitencia en la comprobación de mi pequeñez. Aunque sólo dos años atrás solía mecanografiar con la vieja Underwood del abuelo mis descabelladas imitaciones de Byron y Shelley, no había adquirido pericia técnica ni gusto poético ni la necesaria distancia entre mi ego y algo remotamente parecido a la disciplina. Cierto que es atrevida la ignorancia e insolente la juventud. Cuando me salía un verso medianamente aceptable era el peor Zorrilla. Cuando malo, un Minou Drouet de segunda mano. De haber sacado el fusilamiento de algún obrero, tal vez habría salido en alguna publicación del Ruedo Ibérico; de haber perseverado en la modernidad, tal vez habría aparecido en la futura antología de Castellet Nueve novísimos; pero como estaba frecuentando la Comedie Française, decidí que mi verdadero lugar estaba en el neoclasicismo, triste empeño de un autodidacta pretencioso cuya sola justificación, la única digna de inspirar un poco de simpatía, eran sus arrebatos románticos.

Estos errores demuestran cuan equivocados pueden estar los autodidactas, en su afán por asimilar todas las fórmulas culturales, incluso las que se oponen a su verdadero espíritu. Que el niño del Peso de la Paja encontrase digerible el acartonamiento del prestige francés es algo que, en la actualidad, escapa a mi comprensión. ¿Sería su desmesurado afán de conocimientos o una nueva pose de pedantuelo? Lo que fuese era antinatural.

Al idealizar a Alexander por vías poéticas partía de la copia de la copia: mi musa era de papel carbón. Los espectros más caducos reaparecían para dar un tono a quien menos lo necesitaba. Él fue en mis versos todos los mitos que encerraban a su vez mis anhelos antiguos: el compañero, el hermano, el amante y todas las fuerzas benignas de la creación encarnadas en la camaradería masculina. Fue Apolo Citereo, Orestes y Aquiles. Quedaba, sin embargo, un papel que no le atribuía. Era el de Ulises. Y es que sabía que cuando Néstor me llamase para salir, todo mi universo quimérico volvería a dar un giro radical para devolverle el papel del gran padre, y a mí el de un Telémaco jamás correspondido.

Si la compañía de Alexander iba derivando hacia las desmadradas fabulaciones a que siempre fui proclive, su conversación, con la constante recurrencia al tema judío, me introducía en un nuevo culto a la quimera, nada casual por otra parte, antes bien anunciada en lo más lejano de mi propia biografía. En realidad me remitía a los aspectos legendarios de mi infancia, a los fantásticos relatos del matrimonio judío de la calle de Ponent; relatos, imágenes, símbolos que, lejos de olvidar, se habían visto vigorizados por el cine de los sábados, y, una vez más, nunca el mejor aunque sí el más agradecido. Muy borde sería mi espíritu si no volviese a agradecer el éxtasis que me producían los delirios cromáticos de Sansón y Dalila; muy prosaico quedaría si no recordase con ternura el inolvidable caudal de universos kitsch que forjé cuando Lana, convertida en la primera sacerdotisa rubia de la historia de Babilonia, ejerció sus embrujos Max Factor para apartar al Hijo Pródigo del recto camino. Como sea que ese vástago ingrato era un trasunto de lo que yo aspiraba a representar, no es extraño que tomase la parábola al revés, considerándole sabio cuando dilapidaba su fortuna y tonto de remate cuando regresó a un aburrido hogar provinciano para complacer a su tedioso papá. Es el problema de las historietas moralizantes: para un joven inquieto siempre tendrá razón el hijo malo y quedará como un pobre panoli el que permaneció labrando en el hogar.

Así andaban mis conocimientos hasta que un día quiso la impertinente madurez que toda esta verbena de quimeras en technicolor fuese sustituida por la historia de Anna Frank, contada en blanco y negro (fatalidad inevitable, por otro lado). No es de extrañar que también en este caso los aspectos más dramáticos de la historia contemporánea llegasen a través de la ficción. El calvario de la niña judía gozaba de gran predicamento en aquella época; en realidad, la boga databa de los últimos años cincuenta. Yo había conocido su Diario con el título Las habitaciones de atrás que publicó la editorial de María Fernanda Gañán, madre de Elisenda Nadal; después llegó la obra teatral, representada en el desaparecido Calderón por la compañía Lope de Vega. Recordaba como un impacto visual —lo más moderno entre lo moderno— un decorado corpóreo que reproducía dos plantas de la casa de Amsterdam donde se esconden las dos familias judías fugitivas de los nazis. Y entre esta caterva de provocaciones históricas y estéticas reaparece constantemente la frase de la pequeña Anna que cierra el diario: «Siempre he creído en la bondad de los humanos».

Estas palabras, pronunciadas por uno de los actores que regresa del campo de exterminio para informar de la muerte de la niña, me produjeron un profundo estremecimiento que tardó mucho tiempo en borrarse. Por él supe que los amados mentores de mi infancia habían sufrido un calvario parecido antes de encontrar asilo en una calle de menestrales; entendí que tenían a sus espaldas historias mucho más pavorosas que las que solían contar a un gordito fantasioso. Igual ocurría con Alexander y, además, de manera muy pintoresca. En sus intentos por convencerme de los grandes valores del judaísmo, pasaba de sus logros culturales más importantes a una exhaustiva enumeración de nombres pertenecientes al gran negocio del espectáculo. Y es que el galán era muy astuto. Intuía que los nombres de políticos y científicos no me dirían absolutamente nada. En cambio, despertaba completamente mi atención cuando me hablaba de ídolos cinematográficos que se habían visto obligados a cambiar su nombre judío para triunfar en Hollywood: Kirk Douglas, Norma Shearer, Judy Garland, Tony Curtis, Lauren Bacall, Jeff Chandler, Jerry Lewis…

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