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Yasmin Crowther - La cocina del azafran (Nuevos Tiempos) (Spanish Edition)

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Yasmin Crowther La cocina del azafran (Nuevos Tiempos) (Spanish Edition)

La cocina del azafran (Nuevos Tiempos) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Índice

La cocina del azafrán Para mis abuelas Eleanor Powell y Khadijeh Assadi - photo 1
La cocina del azafrán

Para mis abuelas,

Eleanor Powell y Khadijeh Assadi Moghadam,

y para Ella y Ali

¡Ah, amor, seamos fieles

el uno al otro! Porque el mundo que parece extenderse

frente a nosotros como una tierra de ensueños,

tan variado, tan hermoso, tan nuevo,

no ofrece en realidad alegría alguna, ni amor, ni luz,

ni certeza, ni paz, ni alivio en el dolor;

y estamos aquí como en un valle cada vez más oscuro

que azotan las confusas alarmas de refriegas y huidas,

donde ejércitos ignorantes se enfrentan al caer la noche.

Matthew Arnold, Dover Beach

En el noreste de Irán, en las llanuras de Khorasán, hay un pueblo llamado Mazareh. Es un panal de muros de barro de color pardo donde las llanuras lindan con las estribaciones de las colinas, lejos de la ciudad más cercana, Mashhad, con sus cúpulas doradas y minaretes. Acoge a cuarenta familias o más, cuyas generaciones han labrado la tierra y han cuidado los rebaños de la otrora poderosa familia Mazar, que dio su nombre al pueblo.

Pero Mazareh tiene su propio significado –pequeño milagro–, y también muchas estrellas que surgen de la tierra al anochecer. Es una tierra de supersticiones, aunque la gente es devota. Si vas allí ahora, verás que a un extremo del pueblo están construyendo una nueva casa de oración de ladrillo rojo en sustitución del ruinoso santuario. Si miras con un poco de atención detrás del viejo santuario en un día de verano, puede que veas flores silvestres, amapolas hechas jirones depositadas al pie de una piedra que el liquen ha veteado de amarillo.

Mira con más atención aún y verás que no se trata de una piedra sino de dos, cuerpo y torso, una mujer de piedra que ha estado allí mucho más tiempo del que nadie lograría recordar. Puedes pasar de largo y no darte cuenta de su presencia, pero en la oscuridad de la noche el viento sopla a través de los agujeros de su cuerpo y se la oye suspirar. Vigila el paso del tiempo. Sigue allí ahora, mientras el planeta gira. Sus corrientes chapotean a través de ella. Tempestuosas o mansas, las ráfagas y los vendavales de las estaciones y los siglos la hacen cantar aunque no tenga boca, lengua o voz propias.

Ésta es su historia, la que podría contarte si estás dispuesto a escuchar.

Londres

En una soledad de mil leguas de calado

Se apoya el lecho en el que yacemos, querido mío;

Aunque te amo, tendrás que saltar;

Nuestro sueño de seguridad debe desvanecerse.

W. H. Auden

Es extraño no saber que estás vivo, o siquiera que estás a punto de morir. Así tiene que haber sido para mi hijo aún no nacido. Mi primito me había dado una patada en el vientre cuando lo cogí para impedir que saltara desde la verja del puente a las frías aguas verdes que se precipitaban hacia el mar. El grito de mi madre mientras corría hacia nosotros resonó en mis oídos y el mundo se detuvo: la agitación del Támesis en marea alta, el estruendo del tráfico al cierre de los colegios y el temblor del puente. En ese momento, mi hijo empezó a morir.

Después, el mundo reanudó su movimiento. Los coches siguieron circulando como si nada hubiera pasado, y mi primo Saeed y yo seguíamos aferrados el uno al otro tras caer en la acera. Cuando mi madre nos alcanzó por fin, puso a Saeed de pie de un tirón, lo zarandeó con fuerza y gritó en farsi de tal manera que no me habría extrañado que Saeed intentara volver a tirarse al ávido río. Pero el río ya se había cobrado una vida aquel día. Saeed se miró los pies. Mi madre sacudió las manos abiertas hacia él, hacia el cielo, y preguntó qué habían hecho ella o la madre muerta de Saeed para que éste se tomara su vida tan a la ligera. Sólo cuando hizo una pausa para recobrar el aliento se dio cuenta de la mancha de sangre que se extendía poco a poco por mi falda azul pálido.

–Oh, Sara –se arrodilló en la acera–. Saeed, busca su móvil –empujó mi mochila hacia él y el resto de mi vida se derramó sobre el puente: los ejercicios escolares por corregir, redacciones sobre Otelo y Desdémona de los alumnos de los últimos dos cursos; una manzana, un frasco de cápsulas de ácido fólico, protector labial de fresa, mi diario, un pequeño álbum de fotos y, debajo de todo eso, mi móvil. Uno de los dos llamó al 999 y sentí que Saeed me rodeaba con su anorak, vi sus brazos delgados y morenos, la piel de gallina y los cardenales de los matones del colegio. Apoyé la cabeza en la rodilla de mi madre mientras los espasmos se apoderaban de mi cuerpo y lloré por la vida perdida que no había llegado a conocer; por Julian, mi marido, que estaba en algún sitio sin saber nada de lo ocurrido; y por mí misma.

«¿Qué estoy haciendo aquí?», había preguntado mi madre llorando un poco antes, ese mismo verano, en plena limpieza de su inmaculada cocina, meneando la cabeza mientras volvía a pasar el trapo por las encimeras, cambiaba de sitio el frutero y se negaba a sentarse.

Su hermana pequeña, mi tía Mara, había muerto, y mi madre no la había visto desde hacía más de un año. Cuando yo pensaba en Mara recordaba, sobre todo, su risa, que borboteaba como una cascada desde su boca. Todo en ella había sido generoso. Incluso cuando estaba en silla de ruedas, con el pelo muy corto e hinchada por las drogas, era guapísima. Y mi madre y ella no habían podido despedirse. Más o menos cinco décadas y dos continentes, París, Berlín, Viena, Praga, Bucarest, Estambul, Baku, Mosul, Kirkuk y Tabriz se extendían entre la vida de mi madre en Londres y la muerte de su hermana en Teherán.

No ayudó en nada que el marido de Mara se volviera a casar de inmediato. Mi madre había llorado y gritado por teléfono contra la traición, movida por su propia culpabilidad. Los dos hijos mayores de Mara ya estaban crecidos, pero el más pequeño, Saeed, sólo tenía doce años. Era alto y delgado, con la piel oscura de su padre, una cara solemne y angulosa y grandes ojos verdes sobre los que raras veces bajaban las densas pestañas. Llegó a casa de mis padres a principios de aquel otoño y se instaló en mi antigua habitación, apretujando sus cosas en los huecos que mi madre había hecho entre los vestidos viejos, libros, juguetes y fotos que yo había dejado o guardado allí desde que me había ido, quince años antes.

El fin de semana siguiente cogí el coche y fui desde mi casa en Hammersmith hasta la casa de mis padres. Era domingo por la mañana y me había despertado temprano; la ventana vibraba en el marco por culpa de un viento seco que ya había soplado antes desde el Sahara y Arabia, dejando arena en los alféizares y en los capós de los coches, doblando los viejos y acartonados árboles de Londres durante la noche. Cuando desperté, Julian estaba hecho un ovillo a mi lado, con la mano en mi vientre, que seguía creciendo; ráfagas de aire cálido entraban por la ventana.

–Ven a comer con nosotros, así conocerás a Saeed –rodé hacia él.

–La próxima vez –me acarició la espalda–. Vienen unas semanas de mucho trabajo. Haz tus honores iraníes, yo me encargaré de todo por aquí.

–Bueno, pero prométeme que vendrás pronto a saludarlos.

–Prometido –me besó en el cuello–. Voy a echar de menos las comidas de tu madre.

Mis padres tenían una casa en Richmond Hill, grande y apartada de la carretera, lejos del resto del mugriento Londres. Los pinos de la entrada siempre eran los primeros en darme la bienvenida, con el aroma a limón de sus hojas y el recuerdo de los veranos de la infancia, cuando gateaba hasta las copas de los árboles, a menudo huyendo de las discusiones de mis padres, para sentarme en paz entre las motas de polvo con los tobillos ensangrentados. Recorrí el cuidado sendero de baldosas negras y blancas que llevaba a la puerta. Mi padre la abrió antes de que llamara.

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