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Alina Bronsky - Los platos más picantes de la cocina tártara (Nuevos Tiempos)

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Alina Bronsky Los platos más picantes de la cocina tártara (Nuevos Tiempos)
  • Libro:
    Los platos más picantes de la cocina tártara (Nuevos Tiempos)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2012
  • Índice:
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Los platos más picantes de la cocina tártara (Nuevos Tiempos): resumen, descripción y anotación

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Los platos más picantes de la cocina tártara Para Stephan Como en toda - photo 1
Los platos más picantes
de la cocina tártara

Para Stephan

«Como en toda lengua, también en tártaro hay expresiones bastante ordinarias. La comprensión de las palabrotas hace más fácil reconocer situaciones y dominarlas. Las siguientes palabras no están por tanto pensadas para uso propio, sino simplemente para la comprensión de una situación.»

«Palabrotas y maldiciones», en El tártaro, palabra a palabra

La aguja de hacer punto

Cuando mi hija Sulfia me dijo que estaba embarazada, pero que no sabía de quién, me contuve todo lo que pude: erguí mucho la espalda y puse las manos dignamente sobre el regazo.

Sulfia estaba sentada en un taburete de la cocina. Tenía los hombros levantados de forma horrible y los ojos rojos porque no dejaba que las lágrimas le cayeran sin más, sino que encima se frotaba los ojos con el dorso de la mano. Y eso que desde pequeña había aprendido cómo se llora sin que resulte desagradable, y cómo se sonríe sin comprometerse demasiado.

Pero Sulfia no era inteligente. Se podría decir incluso que era bastante tonta. Aunque fuera mi hija. Peor aún: era mi única hija. Pero cuando contemplaba cómo estaba sentada en la silla, con la espalda encorvada y la nariz chorreando como si fuera un periquito, tenía sentimientos encontrados. Me habría gustado gritarle: «¡Pon la espalda recta! ¡No te sorbas los mocos! ¡Mira qué pinta de boba tienes! ¡Intenta no poner los ojos bizcos!».

Pero también me daba pena. A pesar de todo no dejaba de ser mi hija. No tuve ninguna más, tampoco un hijo, porque hacía años que mi cuerpo estaba vacío por dentro y había dejado de ser fértil, como si fuera arena del desierto. Y esta hija mía era un poco amorfa y no se parecía nada a mí. Era muy baja: sólo me llegaba a los hombros. No tenía buen tipo, los ojos demasiado pequeños y la boca torcida. Y además, como ya he dicho, era tonta. Había llegado ya a los diecisiete, y no se podía esperar que fuera a ganar en inteligencia.

Sólo quería que su bobería atrajera a un hombre lo suficiente como para que no se diera cuenta de lo zambas que eran sus piernas hasta que no saliera del Registro Civil.

Hasta entonces no se habían cumplido mis esperanzas. Sulfia sólo tenía dos amigas en el bloque, y la última vez que habría hablado con un chico había sido diez años atrás, al poco de empezar el colegio. Ese día freí pescado en aceite (era el año 1978 y en un gran laboratorio de nuestra ciudad había habido un escape de ántrax), y Sulfia se tapaba la nariz con la mano y vomitó cuatro veces en el baño.

De todo ello se dio cuenta hasta la bruja de Klavdia, que tenía un cuarto en nuestro piso comunal. Klavdia era comadrona en la clínica de maternidad, o eso era lo que decía, aunque yo no la creyera. Como mucho, era señora de la limpieza. En nuestro piso, en una casa antigua, bonita y en el centro, había dos zonas: dos habitaciones para nuestra familia, una para Klavdia; el cuarto de baño y la cocina eran de uso común.

Cuando Sulfia se sentó en el taburete de la cocina, donde la interrogué, y me dijo que su repentino embarazo sólo podía deberse a que una noche había soñado con un hombre. La creí enseguida. Un hombre de carne y hueso nunca se acercaría a Sulfia, a no ser que fuera miope o un pervertido. Las calles estaban llenas de chicas guapas con minifaldas.

Miré a Sulfia con severidad y preocupación, pero ella sólo miraba sus pies pequeños. Sabía que a veces se daban casos así. Una mujer virgen soñaba con un hombre y, nueve meses después, traía un bebé al mundo. De hecho conocía un caso mucho peor, mi prima Rafaella: encontró a su hija en la flor de una planta de interior grande y exótica, cuyas semillas había traído del sur. Me podía acordar perfectamente de lo confundida que estaba la pobre entonces.

Miré a mi hija y pensé qué se podría hacer por su futuro y por mi reputación. Y tuve algunas ideas al respecto.

Fui a la farmacia y compré polvo de mostaza. Después fregué la bañera hasta dejarla limpia y reluciente, y la llené de agua caliente. Tuvimos la suerte de que justo en ese momento hubiera agua caliente en las cañerías, porque durante las semanas anteriores la habían estado cortando una y otra vez.

Sumergí el polvo y lo removí con el mango partido de una pala de quitar nieve. Lo había encontrado el invierno anterior en la calle y me lo había traído; y mira tú por dónde, ya le había dado uso.

Mientras removía, Sulfia, que estaba de pie junto a mí, me miraba y temblaba.

–Quítate la ropa –dije.

Salió precipitadamente de su vestido y sus bragas blancas y se me quedó mirando. Siempre había que explicarle todo.

–Métete –dije.

Levantó con cuidado una de sus morenas piernas zambas y se agarró a mí. Introdujo en el agua el dedo gordo del pie y se quejó porque estaba demasiado caliente.

–El infierno sí que está ardiendo –dije impaciente.

Me miró, intentó sumergir el pie en el agua y lo retiró enseguida, temerosa.

Perdí la paciencia. El agua tenía que estar caliente, no templada, le expliqué. Me miró como un perro abandonado y se dejó caer en la bañera, salpicando.

–¡Estás loca! –grité, y dejé caer agua muy caliente.

Mientras secaba los charcos sobre las baldosas con un trapo, Sulfia gimoteaba en la bañera: que estaba hirviendo..., que la iba a matar escaldándola...

–Eso aún no le ha pasado nunca a nadie –le dije, aunque sabía que no era verdad. Cuando cesó el lloriqueo, eché un vistazo. Sulfia estaba tumbada en la bañera con los ojos cerrados y con la boca abierta de par en par. La levanté de un tirón y la duché con agua fría. Mejor una hija embarazada que muerta, pensé, y Sulfia volvió rápidamente en sí. Su piel estaba roja y enseguida empezó a gemir de nuevo.

Pasé por delante de la cara curiosa de Klavdia, sujetando a Sulfia, en dirección a nuestra habitación, la metí en la cama y le di de beber té de arándanos rojos. Se durmió. Se pasó 22 horas durmiendo, sin parar de moverse constantemente en la cama, lamentándose. Comprobé la sábana bajera: estaba blanca.

Fui al mercado, les compré a mis paisanos una gran bolsa de hojas de laurel e hice con ellas una infusión. Se la di a Sulfia para que la bebiera. A Sulfia empezó a pelársele la piel de todo el cuerpo por el baño de mostaza, pero aparte de eso, no pasó nada. Obediente, se bebió la infusión como una buena hija. Pero después no llegó a tiempo al baño y vomitó varias veces seguidas en el lavabo, ante la mirada curiosa de Klavdia. Como todo lo que entraba en ella salía, era imposible que nada pudiera surtir efecto.

Poco a poco empecé a ponerme nerviosa. Quería evitar mandar a mi hija al médico y que hubiera rumores absurdos en la escuela, donde, desde aquel año, se estaba formando para ser enfermera. No quería que Sulfia tuviera ningún impedimento más, ya de por sí no era la más querida. Y sabía que en los hospitales a chicas bobas y jóvenes en su situación se las trataba como un cacho de carne. Algo que yo le quería evitar.

Nunca habría pensado que Dios fuera a enviarme ayuda precisamente a través de Klavdia, esa pava imbécil. Pero Klavdia mostró iniciativa propia después de haber estado contemplando mis cada vez más desesperados intentos. Me cogió del codo en la cocina común y me susurró que ya había ayudado a unas cuantas, y sabía perfectamente cómo se hacía.

Yo la escuché sin más, y luego asentí. No me quedaba otra. Un día más tarde fuimos a la habitación de Klavdia y colocamos una mesa grande en mitad del cuarto. Klavdia cogió un hule con motivos de nomeolvides y acianos, y yo llevé a Sulfia, que, presa del pánico, recorrió la habitación con sus ojos negros.

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