Joan M. Oleaque - En éxtasis
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- Libro:En éxtasis
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2017
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En éxtasis: resumen, descripción y anotación
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En éxtasis y la historia del bacalao: luces y sombras de una subcultura local
Prólogo de Kiko Amat
. Durante un tiempo, es innegable, salimos de fiesta. Pero nunca salimos «por salir», como hacían los de las tejanas bolsudas y el Sport bajo el brazo: para ligar, babear, buscar greña; como algo que hacer hasta que el deber llamara, y entonces apechugar con los michelines y el escalafón. No: nuestro desfase era ilustrado, y era militante, y era absoluto. Salimos de fiesta para escapar de la normalidad, para apostatar de nuestras obligaciones civiles, para —sin duda— perder la razón mediante insólitas combinaciones narcóticas; pero existía un fin. Celebrábamos algo que tenía que ver con lo efímero, lo audaz y no-normal.
Salimos de fiesta para, entre otras cosas, cancelar la posibilidad de ser como nuestros padres. Para protestar: contra el televisor encendido, y los padres que nunca se besaban, y los gritos en la mesa, y el miserable dique seco de sus vidas. Salimos de fiesta porque, aunque aquel sombrío escenario era lo que el destino nos deparaba por clase social (obrera y media-baja) y emplazamiento geográfico (el culo del planeta: extrarradio urbano de los ochenta), queríamos, qué menos, exprimir el Gran Momento. Ride the wild surf. Que al menos no pudiéramos jamás, como decía aquel bardo barbudo, mirar atrás y darnos cuenta de que no habíamos vivido. Thoreau habló de vivir deliberadamente, y la clavó. Nuestro salir de fiesta iba de arrancarle un propósito a la noche, fuese este danzar al ritmo de discos ensordecedores o probar si los supositorios subían o saltar de vehículos en marcha. La marcha como sabotaje al futuro. Salir para aplastar la insipidez y la intemporalidad y el viste-el-partido-ayer. Y unos salíamos aquí de ese modo y otros salían allá de aquel otro, y durante un instante —pues las músicas sonaban distinto y los flequillos se atusaban hacia polos opuestos— parecía como si estuviésemos saliendo por cosas enfrentadas, cuando la realidad era que todos estábamos saliendo por lo mismo. Todos queríamos, como dice Joan Manuel Oleaque en el libro que están a punto de leer, «escapar de la vida».
2. Mentiría si les dijese que me afilié a la causa del bacalao tras la primera cita. Fue durante mi servicio militar, en la Base de submarinos de Cartagena, mientras yo barría con calculada indolencia el patio de armas del cuartel (llevaba dos semanas arrestado por falsificar el libro de permisos). Un «curso» de Rubí, también arrestado, me incrustó de golpe en la oreja un grasiento auricular de Walkman, tras dejar caer la escoba y anunciar de modo asaz solemne que se trataba de una cinta de «bacalao» que le habían grabado «unos valencianos». No hicieron falta muchas más explicaciones. Había muchos valencianos haciendo la mili en Cartagena, y un notable porcentaje de ellos parecía afiliado a un extraño nuevo culto llamado «bacalao», del que no existía traza alguna en Barcelona (era 1990) y del que en mi cuartel se hablaba en reverenciales susurros (o alcoholizados alaridos), como si se tratase de alguna secta secreta, semejante a los primeros cristianos o los satanistas del XIX.
¿Qué había en aquella cinta? Me temo que no puedo ayudarles, pues era una BASF podrida y regrabada sin carátula ni créditos, y tampoco la escuché el tiempo necesario para captar todos los matices. Pero, fuese lo que fuese, era oscuro, era machacón, era electrónico (aunque aderezado con guitarras corta-azulejos) y mezclaba cosas dispares o antagónicas, como si el pinchadiscos sufriese un grave déficit de atención. Aquello fue lo que más me sorprendió: que, tras algo que sonaba como si cinco orcos arrugaran botellas de plástico Font Vella dentro de un extractor de cocina (enchufado), empezó a sonar el reconocible riff inicial de «Ziggy Stardust», y de ahí pasamos a algo que recordaba a un tanque pánzer y una cornamusa copulando en un lecho de papel de plata, lo que a su vez cedió el lugar a algún tipo de canción pseudo-folkie con acordeón. El patrón de la cinta me confundió, como lo hicieron también los esotéricos nombres de los templos donde se practicaban los ritos de la tribu (Chocolate, Spook, ACTV, Espiral, Barraca), nombres que los susodichos valencianos grafiteaban en petates y paredes de urinarios a la menor oportunidad, como si se tratase de escudos dinásticos: murciélagos rampantes en un campo de mescalina; el inquietante logo de Sisters of Mercy bajo una afable palmera tropical, tomando el sol junto a una cápsula enorme.
Pese a la confusión, de todo aquel batiburrillo de significantes ignotos mi Yo cafre de 1990 acertó a deducir cuatro o cinco cosas: el bacalao despertaba fervor religioso; era un club semi-secreto; iba (como lo mío) de bailar en clubes y drogarse como si se acercase el armagedón; no era, en absoluto, una garrulada (¿Bowie?); y por él circulaban corrientes subterráneas de siniestrez y vanguardia.
Y ahí me quedé. Tuvieron que pasar algunos años más para que yo asimilara del todo de qué iba la cosa, y lo conseguí —como suele sucederme— leyendo libros. El que sostienen en sus manos, En éxtasis (publicado en catalán en el año 2004) y el más reciente ¡Bacalao! de Luís Costa (Contra Editorial), extensión del primero. Hoy, vaya esto por delante, siguen sin encantarme los discos que fueron ingredientes básicos del bacalao vieja escuela (bastante oscuridad de fábrica hay en mi alma para ir a buscar más crepúsculo en los «surcos de los plásticos más duros», muchas gracias), pero hace ya tiempo que comprendí que los bacaladeros y los míos eran, como apuntaba en el primer párrafo, exactamente iguales. Que ambos buscábamos algún tipo de elevación que no fuese un camelo, unidos por la creencia en el poder redentor del pop; en su capacidad de elevarte por encima del miasma cotidiano, hacerte olvidar la alienación, el desamor, el odio, la angustia. Y, lo que era igualmente relevante, ofrecerte una silla en su comunidad: una familia adoptiva, a menudo basada en lazos más recios que la mera consanguineidad. Estas cosas, no hace falta que venga yo a recordárselo al lector, son importantes. Son las importantes. Las que sientan los cimientos de lo que seremos; nuestra verdadera educación (no reglada). Todo lo demás, como decía aquella gran novela inglesa, es solo propaganda.
. El libro de Oleaque es importante, crucial, por una serie de razones. La primera de ellas, que coloco en párrafo separado para subrayar su relevancia, es la época en que apareció: el año 2004. Se antoja innecesario apuntar que en aquel momento, como aduce el propio autor, tratar de dignificar el bacalao era «como decir que los extraterrestres existían». Oleaque, desde su doblemente privilegiada posición (participante y observador; vigía y biógrafo; estudioso del fenómeno pero, posiblemente, también fiestero de media jornada) fue el primero en decir que, eh, esto molaba, nano. Que el bacalao tenía una razón de ser y una enjundia y una profundidad; que no eran solo unos cuantos centenares de levantinos flipados con su mesca-maratón y encaminándose con tremenda aceleración hacia el sepelio tóxico-automovilístico. El coraje subcultural es, después de todo, indivisible del contexto temporal. Era distinto salir a la calle de punk o mod o rocker en 1981 que ahora, como bien distinto era también lucir pintas de new romantic en Catarroja que en el Soho. Por la misma regla de tres, era muy distinto hablar de bacalao y máquina en 2004 que hacerlo hoy, cuando en ambientes electrónicos soplan «vientos de libertad» (que dirían Decibelios). Hace solo quince años, el libro de estilo del crítico musical español dictaba que el bacalao era una especie de napalm auditivo para quinquis y parricidas y gente vil, una cosa barbárica y chusca y superada, como algún tipo de incestuoso rito pre-homo sapiens; y también dictaba que, por lo visto, la pasión electrónica peninsular
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