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Joan Solé - Levinas

Aquí puedes leer online Joan Solé - Levinas texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2016, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Joan Solé Levinas
  • Libro:
    Levinas
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Levinas: resumen, descripción y anotación

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El pensamiento de Emmanuel Levinas (1906-1995) ha tenido una enorme repercusión en la cultura contemporánea, y no solo en la filosofía, sino que se ha extendido a ámbitos tan diversos como la antropología, la teología, la sociología y la crítica y teoría literarias. Su enfoque revolucionario puede concretarse en dos principios básicos: la dimensión ética del ser humano debe ser el punto de partida de toda la reflexión filosófica, y esta dimensión se manifiesta en el encuentro con lo Otro (lo que no puede ser reducido a pensamiento, a concepto) y con el Otro (el prójimo irreductible a idea). Este núcleo ético de su pensamiento, tan necesario en nuestra desdichada época, encierra la posibilidad de construir un nuevo modo de vivir y convivir. Según el destacado filósofo Jean-Luc Marión, Levinas tiene rango de filósofo esencial porque ha formulado cuestiones que nadie antes había visto ni pronunciado. Sin él, no pensaríamos como hemos pensado en adelante.

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Todos somos responsables de todos los demás, pero yo soy más responsable que cualquier otro.

Aliosha, en Los hermanos Karamázov

La realización no voluntaria de mi identidad personal es mi responsabilidad ética por el otro. Esta identidad no puede extinguirse. […] ¿Cómo podría extinguirse si la ética es una óptica espiritual, si el aliento de su vida es el aliento que se exhala en una llamada no simplemente a abrir mis ojos, a solidarizarme y a universalizar en el gozo aún autosuficiente de la buena voluntad, sino a dar de comer y vestir al desconocido croata, a la viuda serbia, al huérfano somalí y al exiliado palestino o israelita a quienes nadie está dispuesto a resguardar del calor o el frío del desierto? La ética es una óptica solo en la medida en que la óptica es operación, praxis o, en lo que respecta a la «ética fundamental» de Levinas, protopraxis, previa a la oposición entre conocimiento y acción, óptica sin opción.

J. Llewelyn

La huella del otro

Robinson lleva ya dieciocho años de soledad en su isla desierta. Desde que su barco naufragó y él fue arrojado por el oleaje a la orilla, ha perseverado en sobrevivir. Recogió cuanto pudo de las provisiones, las armas y las municiones que halló en el cargamento del navío semihundido. Construyó una despensa para guardar esos alimentos, y una empalizada para protegerlos y protegerse de las bestias salvajes. Ha explorado y recorrido la isla hasta conocerla minuciosamente. Su actividad, su empeño, ha consistido en aplazar la muerte: la tarea cotidiana de subsistir, el esfuerzo de sobreponerse al miedo, a la desesperación, al agotamiento, han llenado sus días. Coloniza parte de la isla, cultiva la tierra, domestica animales y caza. Su vida se rige por principios que, bien mirado, también conducen las vidas de mucha gente: instinto de supervivencia, satisfacción de necesidades, búsqueda de comodidad y de una quimérica seguridad. Desearía salir de la isla, de su soledad (la isla de Robinson es la soledad de todos), y su imaginación ha urdido ya mil tramas para regresar a su Inglaterra natal. De pronto es arrancado de su ensimismamiento con la misma violencia con que el oleaje lo arrojó a la orilla.

Ahora llego a una nueva escena de mi vida. Sucedió un día, a eso de las doce; cuando me dirigía hacia mi bote quedé indeciblemente asombrado ante la huella de un pie humano descalzo, que se veía con toda claridad en la arena. Permanecí inmóvil, como alcanzado por un rayo, o como si hubiera visto una aparición. […] había exactamente la huella de un pie: dedos, talón y todas las partes de un pie.

Una sola huella en la arena, una mera impresión de centímetros en el vasto e ilimitado universo, significa para Robinson un vuelco en su existencia, «una nueva escena de mi vida». Un semejante, otro, ha irrumpido en su mundo. La huella en la arena es la promesa (y la amenaza) de la proximidad de un ser parecido a él. El hallazgo de esa única huella trastoca todo su ser, le causa noches de insomnio y angustia, de tremendas oscilaciones entre la esperanza de encontrar un prójimo amistoso y el temor de ser atacado por un enemigo hostil. La manifestación del otro le cambia por completo la vida, su mundo.

Robinson descubre que la isla es visitada por habitantes de alguna otra cercana, caníbales que ejecutan sacrificios humanos en el mismo pedazo de tierra emergida que pisa él. En una primera reacción teme por su propia seguridad; después se compadece de los desdichados sacrificados, e imagina modos de salvarlos. Pero en su pragmatismo se limita a hacer lo que está en su mano: toma medidas para protegerse, levanta una segunda empalizada alrededor de la que ya tenía, carga pistolas y mosquetes. Sobrevive (aplaza la muerte) seis años más. Un día avista desde su «castillo» (como él llama a su morada-fortaleza) a un grupo de caníbales que ha llegado a una parte de la costa muy cercana a su reducto, como nunca antes se habían aproximado. Baja a la costa, donde solo encuentra restos de sacrificio, huesos, sangre, partes de carne no devorada. Pasa quince o dieciséis meses más sumido en el horror, en la angustia, en el odio. En el año veinticinco de su estancia en la isla, oculto en una colina, observa cómo los caníbales arriban a la costa con dos presos. Uno de ellos consigue zafarse de sus captores y huir. Oye los primeros sonidos humanos en un cuarto de siglo, unos sonidos que no entiende. Después de matar a los dos hombres que perseguían al fugitivo, Robinson y el «salvaje» (así le llama) marchan juntos a la guarida del primero.

Llegamos al punto en que la peripecia de Robinson adquiere toda la relevancia en cuanto al pensamiento de Emmanuel Levinas. Salido de su encierro en sí mismo, enfrentado al otro, un otro que es palmariamente distinto —alto, robusto, de piel cetrina, hablante de una lengua desconocida—, Robinson tiene básicamente dos opciones. Puede admitir la extraña alteridad de su compañero respecto a sí mismo, la abismal distancia y exterioridad que le separan de él, y respetar esa distancia, al Otro en tanto que Otro. O bien puede prescindir del abismo existencial que media entre ellos y dominar y reducir a ese otro, someterlo a su voluntad, colonizarlo desde el punto de vista del conocimiento. Robinson hace lo segundo. No pregunta por el nombre de aquel hombre: cuando se cansa de referirse a él con la genérica denominación de «salvaje», le llama Viernes porque ese es el día en que le parece que le ha salvado, y le enseña a llamarle a él «amo». Le viste y lo toma como sirviente, crea de inmediato una relación vertical, de amo y esclavo, en ningún momento se preocupa por la naturaleza real de «Viernes». No le deja ser. Doblega su alteridad, no respeta el hecho de que es otro. «Trata bien» a su sirviente: lo convierte al cristianismo arrancándolo de la barbarie y el salvajismo en que lo cree sumido —y que no se toma molestia alguna en conocer—, lo instruye en el cultivo de la tierra y en los usos británicos y, llegado el momento, se lo lleva consigo a Inglaterra, a la civilización. Lo encierra en una jaula de oro.

Sabemos que esto es lo que ha hecho el hombre desde la noche de los tiempos: dominar al otro. Asimilárselo y, cuando la asimilación no ha sido posible, destruirlo físicamente (Robinson habría matado a «Viernes» si este se hubiera resistido a la domesticación). Los romanos pasaban por las armas a los ocupantes de los territorios que codiciaban sin preguntar siquiera por su nombre. Los primeros españoles que llegaron a América llamaron «indios» a los nativos centro y sudamericanos porque creían haber alcanzado las Indias orientales con las que querían comerciar (después procedieron a ejecutar el genocidio). En el norte de América, la multitud de pueblos nativos fueron reducidos al mismo vocablo «indios», y (los que quedaron) a reservas ignominiosas. El pueblo judío al que pertenecía Levinas fue humillado, ofendido y en buena medida exterminado. Parte de este mismo pueblo judío, organizado en el Estado de Israel, castiga con violencia y crueldad a sus vecinos musulmanes. Todas estas atrocidades, vejaciones conceptuales, terminológicas y físicas tienen un mismo origen: la reducción del otro en el «Te llamarás Viernes». Levinas ha detectado y denunciado esta pulsión dominadora y destructora: «Toda civilización que acepta el ser —con la trágica desesperación que contiene y los crímenes que justifica— merece el nombre de “bárbara”» (De la evasión, 127).

Lo que hace de Emmanuel Levinas (1906-1995) uno de los más decisivos e innovadores filósofos del siglo XX no es solo la denuncia de la barbarie humana, que salta a la vista de cualquier persona medianamente informada de la historia y la actualidad. No es solo, tampoco, haber señalado con precisión que el olvido o la inconciencia de la alteridad (de lo que se encuentra más allá de la representación y la voluntad propias) abre el camino a la violencia sobre lo otro. La grandeza de Levinas, la innovación fundamental de su pensamiento, que incluye estas dos denuncias, se sitúa de entrada en el plano específicamente filosófico y presenta un aspecto negativo o crítico, y otro positivo o constructivo: por un lado, rechazo del sesgo ontológico y esencialista de la tradición filosófica occidental; por el otro, creación de un pensamiento que ya no parte de la definición de la realidad esencial (ontología), sino del hecho ético básico de la relación humana. La vertiente crítica consiste en mostrar que toda la filosofía occidental, con toda su enorme construcción, incurre en el mismo error y abuso de base que Robinson con el hombre al que convierte en el salvaje Viernes: apropiarse mediante la razón de lo que en realidad no pertenece a esa razón, sino que la trasciende o está más allá de ella. En la acción de pensar lo real, la filosofía ha pretendido colonizarlo y dominarlo en todas sus dimensiones, desde la naturaleza (entendida como algo pasivo y mecánico) hasta el prójimo: el sujeto pensante que se representa al otro se cree dueño no solo de esa representación, sino del ser representado. La pulsión de la razón por iluminar, el principio del conocimiento del que tan orgulloso está Occidente, es una violencia que se ejerce sobre lo que no pertenece a ese pensamiento, se aplica para someter y doblegar lo que está más allá de él. Parménides y los eleatas definieron en el siglo V a. C. lo que era el ser —lo inteligible— y negaron realidad, ser, a lo no inteligible, a lo no pensable. Platón cifró la realidad plena en las Formas ideales, de las que nuestro mundo sensible no era más que un pálido trasunto carente por tanto de realidad plena. Aristóteles acercó las Formas al mundo sensible, pero siguió imponiéndole las categorías conceptuales: el ser se seguía definiendo por el pensamiento. La lógica creada por el propio Aristóteles permitió pensar el mundo, y enseguida se pretendió dominarlo («El conocimiento es poder», afirmó explícitamente, en el siglo XVII, el filósofo Francis Bacon). No hay nada que justifique, pues, la beata visión de la filosofía como un saber objetivo y desinteresado, de la voluntad de comprensión como actitud teórica sin más. Esta voluntad de pensar, de sacar a la luz e iluminar, es una manifestación (y de las más violentas) de lo que Nietzsche denominó voluntad de poder, la fuerza universal que empuja a los seres a afirmarse a sí mismos a costa de lo exterior. En su deseo de dominar y reducir la realidad, a lo largo de la historia la razón ha sido metafísica, dogmática, empírica, dialéctica, histórica, analítica, crítica, estructural… Pero en todo momento, dice Levinas, la ha animado el mismo impulso básico de apropiación y dominio que llama Viernes a lo distinto. El principio de no contradicción (una proposición y su negación no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo, nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido), el principio de identidad (todo ente es idéntico a sí mismo: yo soy yo, tú eres tú), el principio del tercio excluso («es de día o no es de día», «es imposible que lo mismo se dé y no se dé en lo mismo a la vez y en el mismo sentido») y otros principios lógicos configuraron un modo de pensar característico que, junto con la tecnología, le dio a Occidente la hegemonía material en el mundo. El conocimiento es poder. Poder es imponerse a lo diferente, a lo otro.

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