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Cristina González - Te reservo mis derechos

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Cristina González Te reservo mis derechos

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Te reservo

mis derechos

Cristina González © 2013

Portada © Cora Müller - Fotolia.com

Para Perry.

Índice

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14:

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16:

EPÍLOGO

CAPÍTULO 1

Álvaro había forrado con folios blancos las dos novelas que habían llevado a la escritora Irene Leblanc a hacerse famosa por sus textos de romance.

El joven profesor había leído ambos libros con verdadera adicción y los había releído varias veces en ocasiones posteriores.

No obstante, no quería que su hermano se enterase de que era un apasionado de las novelas románticas de Irene Leblanc. En general, prefería no revelarle a nadie su ferviente interés por aquellas historias de amor y pasión que eran tan populares entre el género femenino.

Por eso ocultaba las portadas tras la opacidad del papel.

Álvaro se incorporó sobre el escritorio de su gran despacho. Abrió su portátil y se preguntó a sí mismo si no estaba llevando aquella obsesión demasiado lejos.

Sin esperar la respuesta, tecleó el nombre de su escritora favorita en el buscador de Google.

Unas cuantas entradas de blogs de novela romántica bombardearon la pantalla.

Tendría que asegurarse de borrar el historial antes de que Jesús se apoderase del portátil.

Su hermano era el editor de Irene Leblanc. Y aún así Álvaro todavía no había tenido la oportunidad de conocerla en persona.

Él, a diferencia de su hermano, había preferido dedicarse a la docencia universitaria.

Estaba orgulloso de haber adquirido una plaza como catedrático con tan sólo treinta y dos años.

Suspiró. Sólo un pequeño flexo de luz anaranjada alumbraba el escritorio.

Deslizó el puntero hacia el buscador de imágenes de Google. Tenía cierta curiosidad por saber cómo era ella físicamente.

Quería comprobar que su imaginación volaba acorde con la realidad.

– Vaya – musitó en el silencio de su solitario apartamento.

Su hermano no mentía.

Irene era una mujer particular.

Álvaro había dado con una imagen de ella de cuerpo entero, sentada sobre un taburete y vestida con un bonito traje de raya diplomática.

La fotografía pertenecía a una entrevista que le habían realizado un año atrás.

Él sabía perfectamente que Irene tenía veintiocho años, había leído su biografía unas cuantas veces.

Lo que más le llamaba la atención era que Irene estaba licenciada en medicina. Y, sin embargo, ella había dejado de ejercer para escribir.

Desde luego, la profundidad de aquellos ojos grandes y castaños debía de proceder de algún lugar.

Tenía el aspecto de ser una mujer compleja. La curva de sus labios finos mostraba a una Irene melancólicamente sonriente.

Álvaro sacudió la cabeza. Era consciente de que elucubraba demasiado acerca de ella.

A medida que había ido leyendo sus libros, había forjado una imagen de la escritora en su cabeza.

Por eso no había querido ver las fotos de Irene Leblanc antes de imaginársela a su manera.

Y ahora que por fin la tenía frente a sus ojos, no le quedaba más remedio que reconocer que no le defraudaba.

Tal vez le hubiese gustado que tuviera el cabello más corto. No se esperaba aquella melena tan espesa y oscura.

– Está bien así… Es como tiene que ser – dijo él.

Con una sonrisa de triunfo, apagó el ordenador y se dirigió a la cocina para cenar algo de verdura cruda.

Mientras rayaba un trozo de zanahoria para añadirlo a su ensalada mixta, su Iphone comenzó a vibrar sobre la encimera.

– Siempre en el mejor momento… – susurró para sí mismo mientras se secaba las manos rápidamente con el paño de cocina.

Descolgó y contestó.

– Diga.

– Abre la puerta – dijo su hermano al otro lado del teléfono.

Colgó y caminó hasta la entrada. Al abrir dijo:

– Los timbres no están hechos para ti.

– Es cierto, sobre todo cuando no suenan – dijo su hermano.

Jesús arrastró su maleta por el pasillo enmoquetado hasta llegar a la habitación de invitados. Un cuarto que en realidad sólo utilizaba él porque su Álvaro no solía invitar a nadie, a excepción de su hermano mellizo.

Álvaro miró el botón del timbre con desconfianza. Tres días. Eso era lo que había tardado en romperse desde que lo cambió.

– Debe ser un mal contacto… – murmuró él con frustración al comprobar que, efectivamente, no funcionaba.

– ¡Asúmelo! – gritó Jesús desde la habitación.

Caminó de nuevo hacia la entrada, a medida que se fue acercando a la puerta principal fue disminuyendo el volumen de su voz

– ¿Sabes? Llamar a un electricista no es algo degradante… Te lo aseguro.

Álvaro lo ignoró y fue a buscar su caja de herramientas. Cuando logró encontrar el destornillador adecuado, regresó junto al timbre averiado, dispuesto a repararlo.

Costase lo que costase.

Jesús se reía entredientes mientras su hermano se peleaba con el primero de los tornillos.

– Lo apreté demasiado… – farfullaba Álvaro.

– Mañana lo arreglas. Ahora quiero que cenemos juntos. Tengo que contarte algo genial. ¡Te va a encantar! – dijo su hermano emocionado.

Álvaro abandonó por un momento al timbre y a sus tornillos y le prestó atención.

– Puedes decírmelo ahora… Mientras intento sacar… Esto… – forcejeaba y forcejeaba con el destornillador.

Con resultados desalentadores.

Jesús decidió soltar la perla para hacer reaccionar a su hermano.

– Mañana te presentaré a la mismísima Irene Leblanc.

Fue rápido. Fue inesperado. Fue doloroso.

– ¡Joder! – gritó Álvaro.

Había hecho tanta fuerza con el destornillador que éste se había escurrido hasta acabar rajándole la palma de la mano contraria.

– Me gusta tu actitud. Es muy emotiva – bromeó Jesús.

Álvaro se incorporó y entró en el piso. Cerró la puerta y caminó hacia el cuarto de baño para rociarse con agua oxigenada.

– ¿Y qué te hace pensar que quiero conocerla?

Por supuesto, Jesús no sabía que su hermano era uno de los lectores más acérrimos de Irene Leblanc.

– Nada en absoluto. Pero te la presentaré de todas maneras.

Álvaro apretó los dientes cuando peróxido de oxígeno comenzó a burbujear sobre su herida. Aún tenía en su mente la sugerente mirada oscura de la escritora.

– ¿Y si no quiero? – se apresuró a decir él.

– Ella necesita un buen egiptólogo para documentarse. Está escribiendo un romance ambientado en la época de Cleopatra.

A Álvaro se le iluminó fugazmente la mirada. Afortunadamente, Jesús pasó por alto aquel gesto.

– ¿Y por qué yo? – preguntó él intrigado.

– Porque eres mi hermano y saldrás más barato.

Álvaro resopló. Entonces Jesús dijo:

– Y porque eres de los mejores que hay en esta ciudad.

Ambos hermanos se miraron con complicidad. Después Álvaro le estrechó a Jesús la mano sana y le dijo:

– Yo la conozco primero. Después ya veré si colaboro.

Jesús se fue a dormir contento. Estaba absolutamente seguro de que su hermano aceptaría el trabajo.

Para Jesús, Irene era una mujer particularmente atractiva. Y estaba convencido de que Álvaro sería incapaz de resistirse a sus encantos.

CAPÍTULO 2

Irene sudaba la gota gorda encima del banco de abdominales. No recordaba cuándo dejó que su madre la convenciera para ir al gimnasio.

– Cielo, yo te quiero, y como te quiero, te digo que se te está empezando a poner fofa la barriga – había dicho ella.

Irene, rezongando y maldiciendo, había llamado por teléfono al gimnasio que había a cinco minutos de su pequeño apartamento.

Y allí estaba aquel lunes por la mañana, recuperando la tonicidad perdida.

Esa tonicidad que parecía importarle más a su madre que a ella misma.

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