Gloria Losada - Una historia sin final
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- Libro:Una historia sin final
- Autor:
- Editor:Asociación Alfil
- Genre:
- Año:2015
- Índice:4 / 5
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Una historia sin final: resumen, descripción y anotación
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Título: Una historia sin final
Diseño de la portada: Marta de Diego
Maquetación: Marta de Diego
Fotografía: Shutterstock, Inc;
Primera Edición:
© 2015, Gloria Losada
© 2015, Asociación Alfil
Web Editorial:
http://asociacionalfil.org/
Obra registrada en el Registro de la propiedad intelectual de Barcelona.
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. Diríjase a Cedro si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Aquella tarde, mientras regresaba a casa en el coche de línea, iba pensando en la suerte que había tenido. Trabajar en la sección de confección femenina de Los Arces, grandes almacenes, era el sueño y la aspiración de muchas chicas de mi edad que, como yo, habíamos decidido colgar los libros. Mis padres se habían llevado mucho disgusto cuando les había dicho que no quería estudiar, que a mí lo que me gustaba era el mundo de la costura y de la moda. Mamá decía que tenía la cabeza a pájaros, pero a mí me dio igual, estaba acostumbrada a oírla refunfuñar y además sabía que, en el fondo, mi madre respetaba mis decisiones. Así que después de dejar el instituto hice un curso de corte y confección y me presenté en Los Arces para trabajar como dependienta, así por las buenas, sin que pidieran gente ni nada. Y les debí de parecer buena porque me cogieron. Y aquel día, de regreso a casa, era el primero de trabajo.
Iba cansada y con los pies doloridos, pero feliz con mi ocupación. Una ocupación que, seguramente, me permitiría ir escalando puestos hasta conseguir mi sueño, diseñar yo misma los vestidos que se vendían en la tienda. Tenía diecinueve años y puede que, como decía mi madre, la cabeza llena de pájaros , pero también de ilusiones.
Mamá me recibió de mal humor. La abuela, que ya era muy mayor y se le estaba yendo la cabeza, había hecho alguna fechoría de las suyas y tenía a mi madre con un cabreo de cuidado. No me importó demasiado. Estaba exhausta, pero feliz, y cuando estaba feliz no tenía ganas de discutir, así que dejé que mamá siguiera refunfuñando y me dispuse a ayudarle con la cena.
—¿Qué tal te ha ido, hija? ¿Estás cansada? — me preguntó finalmente, cuando había conseguido ya que la abuela se acostara.
—Un poco, pero estoy muy contenta, mamá. En los almacenes hay mucho movimiento y he vendido un montón. Siete vestidos y dos pantalones ¿Qué te parece? Y hoy de noche haré unos dibujos y en unos días se los dejaré al jefe de personal. Ya verás como acabo diseñándoles la ropa.
Mamá me miraba y sonreía.
—¡Ay, Nuria! No te hagas tantas ilusiones. Acabas de empezar a trabajar de dependienta, de dependienta, nena. Eso de los diseños son palabras mayores.
—Ya lo sé, mamá. Pero tengo paciencia, todo llegará, ya verás.
Pero no llegó. Yo dibujaba mis diseños y se los entregaba de vez en cuando al jefe de personal. Su respuesta siempre era la misma: “Son muy bonitos. A ver qué podemos hacer”, pero nunca hacían nada. Y como el trabajo era mucho, pues en los almacenes había bastante movimiento, poco a poco me fui olvidando de mis sueños de diseñadora y centrándome en vender. A lo mejor tenía razón mi madre. Ser una buena dependienta era todo a lo que podía aspirar una chica como yo, sin más estudios que el bachiller y sacado con mucho esfuerzo.
Cuando llevaba un año trabajando murió la abuela. Una noche se fue a dormir y ya no despertó. La pobrecita era muy mayor y a mamá le daba mucho que hacer, así que tengo que reconocer que a pesar de la pena que nos embargó a todos por la pérdida indiscutible de un ser querido, para mis padres fue una liberación. Mi padre acababa de jubilarse y ahora les tocaba disfrutar de la vida. Sin preocuparse de nada, ni siquiera de mi, que era la última hija que les quedaba en casa. A lo mejor era hora de salir. Mi sueldo no era muy abultado, pero seguro que me daba para independizarme. Además me apetecía comenzar a vivir sola y desprenderme de una vez por todas de los lazos maternos.
Encontré un piso muy cerca de mi trabajo en la zona antigua de la ciudad. El piso también era antiguo y los muebles debían de doblarme la edad, pero era lo que me podía pagar y me trasladé a mi nuevo hogar de la manera en que yo empezaba siempre las cosas: con mucha ilusión.
Sin embargo mi recién estrenada independencia no resultó ser, precisamente, un camino de rosas. Pronto descubrí que vivir sola no era tan absolutamente idílico como en un principio había pensado. Me asustaba el silencio de la noche, los sonidos que se me antojaban extraños y que perturbaban la quietud, que igualmente me inquietaba. Con frecuencia me despertaba asustada, y la posibilidad de que alguien intentara aprovechar mi soledad para entrar en mi casa con fines no precisamente honestos se fue convirtiendo en una obsesión absurda, alimentada por los comentarios de las vecinas que, a mis espaldas, cotilleaban sobre aquella chica tan joven que osaba vivir sola, con todo lo que ocurría por el mundo.
Por otra parte, pronto me di cuenta de que pagar el alquiler y los demás gastos de la casa se me hacía muy cuesta arriba y había meses en los que tenía que echar demasiadas cuentas para poder llegar a fin de mes con un duro en el bolsillo. Puede que en ese tema fuera un pelín exagerada, pero siempre fui muy ahorradora, y eso de echar mano al dinero del calcetín hoy si y mañana también, era algo que no me gustaba nada. Como no esperaba una subida inminente de sueldo y la posibilidad de pedirle ayuda a mis padres ni siquiera la había acariciado, a pesar de su insistencia en tal sentido, estaba claro que debía encontrar una solución a mi problema por otros caminos y aunque no me gustara demasiado la idea, se me ocurrió que podía compartir techo con alguna chica que, por un lado me diera la compañía que necesitaba y por otra, colaborara en los gastos domésticos.
Tomada la decisión, puse un anuncio en el periódico y algunos letreros en las tiendas del barrio. Como no especifiqué el tipo de persona que precisaba (simplemente que fuera del sexo femenino) y vivía en una ciudad eminentemente universitaria, la práctica totalidad de las llamadas que se mostraron interesadas en mi propuesta eran estudiantes, y compartir mi casa con una de ellas ni siquiera lo había considerado. Y no es que tuviera nada en su contra, pero yo necesitaba alguien que me aportara compañía, que gozara de cierta estabilidad económica y que tuviera la cabeza bien amueblada alimentada por una buena dosis de sentido común. Si acogía una estudiante en mi hogar corría varios riesgos, entre ellos el de la incomunicación, si resultaba ser una empollona recalcitrante, o el de tener que soportar fiestas intragables, si se trataba de una juerguista.
Mas una tarde, cuando casi no esperaba encontrar a nadie, el timbre sonó con insistencia y apareció él. Acerqué el ojo a la mirilla y cuando le vi dudé si abrir la puerta o no. Al otro lado estaba un muchacho de aspecto un tanto descuidado, vestido con unos pantalones vaqueros medio raídos y una camiseta blanca en la cual se podía leer la leyenda "Porros Arturo". El pelo revuelto, la barba de varios días....no tenía muy buen aspecto, aun así, abrí. Cuando lo hice y estuvimos frente a frente me sonrió y en ese preciso instante su cara me pareció agradable.
—¿Qué quieres? — le pregunté muy seria y con un deje de desconfianza en mi voz
—Vengo por lo del anuncio que vi en la tienda de la esquina, para compartir piso.
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