QUIM MONZÓ (Barcelona, 1952). Narrador, articulista y traductor, es una de las figuras más relevantes y representativas de la literatura catalana contemporánea.
Trabaja como grafista y como corresponsal de prensa y en el año 1976 publica su primera novela, L’udol del griso al caire de les clavegueres (Premio Prudenci Bertrana). Pronto destaca en el terreno de la narrativa breve con obras como Uf, va dir ell (1978), Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury (1980), L’illa de Maians (1985), El perquè de tot plegat (1993) o Guadalajara (1996). Estos cinco libros son revisados y reunidos en Vuitanta-sis contes (1999), obra con la que gana el Premio Nacional de Literatura y la Lletra d’Or, en el año 2000. Quim Monzó también es autor de las novelas Benzina (1983) y La magnitud de la tragèdia (1989) y tiene una trayectoria especialmente extensa como articulista. Las obras El dia del senyor (1984), Zzzzzzzz (1987), La maleta turca (1990), Hotel Intercontinental (1991), No plantaré cap arbre (1994), Del tot indefens davant dels hostils imperis alienígenes (1998), Tot és mentida (2000), El tema del tema (2003) y Esplendor i glòria de la Internacional Papanates (2010) son una muestra de la mirada lúcida del autor.
Ha traducido a autores como Truman Capote, Roald Dahl, Ernest Hemingway, Arthur Miller, J. D. Salinger o Mary Shelley, entre otros, y sus obras se han traducido a más de veinte idiomas. En el año 2007 hizo el discurso inaugural de la Feria del Libro de Frankfurt.
En 2002 recibió el premio Jaume Fuster dels Escriptors en Llengua Catalana. En 2018 ha recibido el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, por el conjunto de su trayectoria.
A Maria Grazia Cucinotta
Quim Monzó, 2010
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
El presente libro, más que una mera recopilación de artículos, es el resultado de una cuidada selección de los textos que Quim Monzó escribió entre los años 2001 y 2004 —antes y después de la guerra de Irak— que conforma un libro coherente y unitario, una crítica lúcida y despiadada de la triste, y quién sabe si irremediable, llegada al poder del imperio de la plastilina. Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas es una jocosa denuncia de la incongruencia del gremio político, de la superchería y la impostación de una buena parte de la vida pública, y del dominio de las poses.
Quim Monzó
Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas
ePub r1.0
Titivillus 16.09.2020
2001
NOSTALGIA
DEL FELPUDO
E n tiempos no muy lejanos, la mayoría de la población femenina dejaba que el pelo de su pubis creciese sin problemas. En los años sesenta y setenta, e incluso los ochenta, la nebulosa idea de libertad estaba tan presente que hasta presidía la peluquería púbica. Eran épocas en las que, en el revolcón, tras caer pantalones o faldas, al bajar las bragas el bosque aparecía en todo su esplendor.
Como mucho, para que los pelos no sobresaliesen del bañador o del bikini, se depilaban la zona que se encarama hacia los muslos. Pero —salvo contadas excepciones— eso era todo. La cosa duró hasta hace una década, más o menos, cuando depilarse dejó de ser una excentricidad lúbrica para convertirse en lo habitual. Ya no se eliminaban sólo los pelos que se adentran en los muslos, sino también los del monte de Venus. Dos lustros más tarde, uno se encuentra con formas de lo más diversas. Hemos pasado del jardín inglés al francés, con formas geométricas claramente delimitadas. Se acabó la monotonía de antaño. Ahora la duda se repite en cada ocasión: ¿a ver qué habrá aquí…? Los grandes volúmenes pilosos se ven reducidos a formas estilizadas: un simpático caminito zigzagueante que prolonga la línea de los labios vaginales, una pequeña nubecita, la opción depilado total (con piercing en el labio mayor derecho, pongamos) o incluso un triangulito trazado como con tiralíneas.
Todo eso está muy bien. Pero ¿qué se hizo del entrañable felpudo? Que la nostalgia por el matojo silvestre la comparten muchas personas lo demuestra el hecho de que empieza a haber webs dedicadas a los coños de los setenta. Hay muchas; una de ellas se presenta con un canto de añoranza: «Recuerde usted aquellos años maravillosos: sin el problema del sida, follando todos como condenados, sin enojosas tetas de silicona… Unos años en los que las maquinillas de afeitar eran herramientas que sólo utilizaban los hombres».
¿Esa nueva nostalgia significa que pronto cambiará la moda y volveremos a los abundantes pastos de antaño? Para nada. Harán falta lustros para que empiece a quedar resultón presentarle al partenaire un matojo tupido. En aras de la biodiversidad, lo ideal sería que ambas tendencias conviviesen. En la variedad está el gusto. Pero parece que lo pone difícil el borreguismo implícito en toda moda. Basta recordar lo que sucedió con las axilas. Explican que, en épocas pretéritas, las mujeres no se las afeitaban. Lo creo porque he visto fotos y películas en las que mujeres impresionantes exhiben pelo en las axilas. Pero un día la moda cambió y todas pasaron a depilárselas. Desde entonces, nunca más hemos vuelto a ello, a excepción, en los sesenta y setenta, de algún sector radical del feminismo, que no se depilaba ni las piernas. Desde entonces, los amantes del pelo en el sobaco femenino tienen como máximo consuelo ver de cuando en cuando el vídeo de Arroz amargo, aquella película en la que la espléndida Silvana Mangano mostraba, al levantar los brazos, un sensualísimo chaparro. Sería una lástima que con el pelo púbico pasase lo mismo y las nuevas generaciones tuviesen que conformarse con contemplarlo en las webs nostálgicas.
PUNTOS NEGROS
E l otro domingo, en el noticiario hablaban de lo peligroso que resulta el Eje Transversal, según a qué velocidad van los coches, y oí que el locutor explicaba que había que buscar soluciones para «los tramos de concentración de accidentes, antes conocidos como puntos negros».
Me quedé parado. Nunca lo había oído: «tramos de concentración de accidentes, antes conocidos como puntos negros». ¿Por qué ahora los llaman de otra manera? Mi suposición es que, aplicando la normativa del neopuritanismo, ya no debe uno poder hablar de puntos negros, pues al adjetivo le suponen un matiz racista. Ciertamente, el diccionario da, de «negro», acepciones negativas: «Triste, melancólico, infausto: mi negra suerte, mi negra honrilla»; «Apurado: ésa sí que es negra»; «Tener el alma o la conciencia negra: tenerla sucia, ser malo».
Quizá me equivoque, pero diría que esas acepciones del adjetivo «negro», más que con la cuestión racial, tienen que ver con la ausencia de luz. La noche es oscura y, desde siempre, de noche nos azuza la inseguridad, la indefensión, la angustia. Si los humanos hemos convertido el adjetivo negro en sinónimo de infausto o malo es por las tinieblas, no porque unos tengamos la piel más oscura que otros. En cambio, expresiones como «trabajar como un negro» sí tienen que ver con la explotación y el esclavismo. En la película Ghost world, uno de los hilos es la historia de un restaurante que, décadas atrás, utilizaba la cara de un muchacho negro como marca, y le aplicaba un nombre peyorativo. Con la llegada del neopuritanismo, blanquearon la cara y modificaron el nombre por otro parecido pero sin mácula racista. Parece sensato. Expresiones similarmente dudosas hay muchas: «engañar como a un chino» es aún de uso común, y la compañía Comediants la utiliza sin problema en su última obra, en la que precisamente colabora con chinos.