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Hugo Morel - Hunawhir. Historia de un engaño

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Hugo Morel Hunawhir. Historia de un engaño

Hunawhir. Historia de un engaño: resumen, descripción y anotación

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Prólogo

En aquella tarde de verano, igual a todas las tardes de verano, sucedía lo irremediable: el calor agobiante entusiasmaba el fastidioso canto de las chicharras. No era sin embargo el único sonido que se esparcía flotando sobre las ondas de calor del viejo viento del norte; aún más audible llegaron a mis oídos los gritos desgarradores de una mujer joven, o al menos eso creí, aunque en realidad cuando una mujer grita de esa manera es imposible saber su edad; eran gritos agudos, estridentes, como aullidos prolongados que no decían nada y me estremecieron.

No es nada extraño que la memoria me haga algunas tretas con respecto a lo acontecido aquella sórdida tarde de verano, en efecto, hasta hace aproximadamente un año yo conservaba un recuerdo vívido de lo acontecido.

A pesar de las tretas de mi memoria intentaré recordar lo sucedido. Fue inevitable al oír semejantes gritos que un frío gélido recorriera mi cuerpo desde la nuca hasta el final de la espalda y la parte anterior de los antebrazos erizando los pelos que encontraba en su camino. El aire cálido sumado a mi sobrepeso y a mi hábito de inhalar humo con nicotina parecía aumentar dos veces la fuerza de gravedad, todas las leyes de la física se confabulaban en contra de mi masa muscular en reposo. No obstante descubrí que alguna glándula, de la que desconozco su nombre, segregó suficiente adrenalina para vencer todos los obstáculos y salté de la reposera como impulsado por un resorte gigante; me incorporé sin el irritante esfuerzo que hubiese necesitado en el caso que a alguien se le hubiera ocurrido despertarme de la sagrada siesta veraniega.

Aunque estaba perturbado pero no necesité orientarme demasiado, los gritos provenían del límite sur de mi viñedo que linda con el parque de una enorme mansión habitada por un matrimonio de mediana edad con quienes tenía poca relación social, en realidad ninguna relación, tal vez eso sucedía por mi insoportable manía de no socializar demasiado con los vecinos, aunque debo reconocer que algunos eran en apariencia personas agradables y simpáticas pero de las que yo poco conocía y nunca me interesé en conocer algo de ellas.

Me acerqué caminando lo más rápido que las condiciones meteorológicas y físicas me lo permitían hasta la cerca de jazmines de flores amarillas, ellas al contrario de los seres humanos parecían agradecer la brutal radiación solar. Al otro lado de la cerca se elevaban los grandes y grises troncos de una hilera de árboles nativos que llenaban el cielo suspendido sobre ellos de sombras de color verde oscuro a la vez que se estremecían ligeramente mecidos por un viento infernal que disecaba sus hojas poco a poco. La tarde iba ya derivando hacia el atardecer y las titánicas sombras se alargaban hasta cubrir casi la mitad del paisaje.

Antes de traspasar la cerca, y sin previo aviso, una persona se me adelantó y saltó por encima de ella como un felino, lo seguí no sin gran esfuerzo y notablemente confuso. El laberinto de molles se alzaba tan próximo a la cerca que me vi en problemas para deslizarme entre ellos, pero el felino lampiño parecía conocer a la perfección los secretos del laberinto de troncos grises. Más adelante fui capaz de atisbar un macizo de pensamientos amarillos que crecían vigorosos a la agonizante luz del atardecer. Algo en el hecho de hallarme rodeado y a merced de gigantes rugosos hizo que me sintiese como si estuviera ingresando en un bosque de fábula infantil, era como entrar en un laberinto y doblar a izquierda o derecha sin llegar a encontrar el sendero correcto y terminar siempre bloqueado por cientos de gigantes que se empecinaban en obstruir mi camino.

Una vez salvados los obstáculos ambos salimos a una especie de valle desde la que se llegaba tras bajar cinco escalones hasta un terreno rectangular de césped muy cuidado. Más allá se encontraba un imponente edificio, una mansión estilo germano antiguo que parecía hallarse lejos de todas partes, como un castillo blanco levantado en mitad del país de las hadas. Parecía ser que el flaco y lampiño felino conocía sobradamente el aspecto de la gran casona y no se mostró sorprendido ante semejante grandiosidad. Se dirigió hacia la entrada principal cuya puerta estaba cerrada con llave. Comenzó entonces a rodear la casona hasta que encontró una ventana abierta y tras saltar al interior, se volvió para ayudarme a ingresar en lo que parecía ser una sala de armas. Filas enteras de todas clases de espadas, sables, armas de fuego antiguas y de caza se alineaban contra las paredes.

En las tinieblas ocres de la habitación percibí con nitidez, y por primera vez, el rostro de mi ocasional acompañante, era de baja estatura, su cráneo estaba desprovisto por completo de pelos, su rostro era cómicamente redondo, cuello corto, grueso, con una nariz pequeña y chata que combinada con sus ojos verdes brillantes y agudos, recordaban la apariencia de un gato persa recién afeitado; entonces recordé haberlo visto hacía un tiempo, era otro vecino y su nombre era Luis Spolsky, artesano, bohemio y vecino como yo, de aquella mansión propiedad del próspero empresario Alfredo Giuliani.

La mujer ya no aullaba, ahora reía en otra habitación. Era una risa aterradora y tonta como la de una hiena. Subimos una escalera hasta la segunda planta y corrimos en dirección del escalofriante sonido. El cuerpo de Giuliani estaba tan blanco como la piel de los pechos de una monja suiza de una orden de clausura, como si un bioquímico trastornado le hubiese extraído toda la sangre, su cabeza estaba completamente destrozada y lucía aplastada, sus rasgos eran irreconocibles y estaba cubierta de sangre.

Mi compañero dejó escapar un largo suspiro y permaneció en silencio por un momento, como rumiando algo en su interior. Luego dijo sin más:

— El pobre está completamente muerto —y volvió su cabeza hacia mí como esperando aprobación. El comentario me desconcertó aún más porque yo no tenía dudas de que nadie podía estar vivo con la cabeza destruida.

Luego añadió:— Tal como están las cosas será mejor para nosotros, al menos desde el punto de vista legal, que dejemos el cuerpo como está hasta que llegue la policía. De hecho, creo que lo más adecuado sería que nadie excepto la propia policía fuese informada de lo sucedido. Así que no se sorprenda si le da la impresión de que por ahora intento mantener esto oculto a los demás vecinos de la villa. — Me tomó del brazo y me invitó, sin muchas cortesías, a salir de la mansión y esperar en el parque.

Repasando en lo que sucedió aquella tarde, no estoy en situación de considerarme superior a los investigadores y forenses, como tampoco estoy en condiciones de afirmar que la mujer que aullaba, su esposa Grace, fuera la autora del horrible crimen. También he leído debidamente todas las notas periodísticas de aquella época y me ha impresionado de manera especial la absoluta falta de pruebas que encaminaran la investigación hacia un lado o hacia el otro.

Nada puede decirse de todos quienes habían acusado ligera y frívolamente a Grace Giuliani en aquella ocasión. La mayoría de ellos había dicho que Grace estaba algo chiflada y que su demencia quedaba de manifiesto en su manera escandalosa de vestir, hablar, cantar y bailar entre la hilera de molles del inmenso parque. En realidad no estaban del todo equivocados, aunque habían olvidado el propósito del crimen. Una idea simple, como la posible locura de Grace se había fijado firmemente en sus mentes tal vez por la conocida e irregular convivencia del matrimonio Giuliani. Los que la acusaban creyeron que los locos matan por estar locos y los cuerdos por ser malos pero se olvidaban que nadie es completamente cuerdo ni absolutamente malo.

Ahora bien, si el crimen hubiera sido cometido de una manera menos sórdida y más sutil, aquella sospecha hubiera sido más aceptable, al menos para mí; eso de destrozar el cráneo de su marido con un objeto pesado y desconocido, era difícil de digerir. Era demasiado tosco el recurso del golpe o los golpes en el rostro para una mujer en extremo fina, delicada y con apariencia de ninfa Oréades, ella no hubiera sido capaz de semejante violencia, aunque he leído alguna vez que esa clase de ninfas pueden resultar temibles, vengativas y poderosas.

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