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José Ovejero - La seducción

Aquí puedes leer online José Ovejero - La seducción texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2016, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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José Ovejero La seducción

La seducción: resumen, descripción y anotación

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Imagina que te piden ayuda para una venganza personal. No quieres hacerlo -para qué te vas a meter en líos- pero eres un ídolo para David, ese chico al que acaban de dar una paliza por motivos poco claros. Desde que era niño busca tu consejo, te has convertido en una especie de mentor suyo. Eres su modelo. Tú te sientes algo responsable de él y también halagado por su admiración. ¿Lo vas a decepcionar? Y además te interesa, vamos a decirlo así, su amiga Alejandra, que es demasiado joven para ti. Está preocupada por David, no quiere que lo dejes solo, porque él necesita el apoyo de alguien como tú. Podrías seducirla. De hecho, ya estás seduciéndola. ¿Por qué no? Aunque más mayor, eres un hombre atractivo, enérgico.
La realidad es tan resbaladiza como la ficción. Nada es lo que parece y todos ocultamos quiénes somos de verdad. Ariel lo sabe, es escritor, en crisis pero escritor. Tan sólo necesita una inyección de realidad, dejar la pantalla del ordenador y vivir, vivir de verdad. Arriesgar. Desollarse los nudillos en la pelea si es necesario. Lo que no tiene claro es si se está metiendo en la pelea adecuada. Hay algo en esa venganza que no le convence, como si David no fuese ya la persona que él conocía, como si el rencor lo hubiese transformado. Y sin embargo: hacía mucho que Ariel no sentía tanta excitación. Hacía mucho que había dejado de sentirse protagonista. Además, de lo que está pasándole podría salir un buen libro. O al menos una aventura con Alejandra. Ariel no sabe cuál de las dos cosas le gustaría más.

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La seducción — leer online gratis el libro completo

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Imagina que te piden ayuda para una venganza personal. No quieres hacerlo –para qué te vas a meter en líos– pero eres un ídolo para David, ese chico al que acaban de dar una paliza por motivos poco claros. Desde que era niño busca tu consejo, te has convertido en una especie de mentor suyo. Eres su modelo. Tú te sientes algo responsable de él y también halagado por su admiración. ¿Lo vas a decepcionar?

Y además te interesa, vamos a decirlo así, su amiga Alejandra, que es demasiado joven para ti. Está preocupada por David, no quiere que lo dejes solo, porque él necesita el apoyo de alguien como tú. Podrías seducirla. De hecho, ya estás seduciéndola. ¿Por qué no? Aunque más mayor, eres un hombre atractivo, enérgico.

La realidad es tan resbaladiza como la ficción. Nada es lo que parece y todos ocultamos quiénes somos de verdad. Ariel lo sabe, es escritor, en crisis pero escritor. Tan sólo necesita una inyección de realidad, dejar la pantalla del ordenador y vivir, vivir de verdad. Arriesgar. Desollarse los nudillos en la pelea si es necesario. Lo que no tiene claro es si se está metiendo en la pelea adecuada. Hay algo en esa venganza que no le convence, como si David no fuese ya la persona que él conocía, como si el rencor lo hubiese transformado. Y sin embargo: hacía mucho que Ariel no sentía tanta excitación. Hacía mucho que había dejado de sentirse protagonista. Además, de lo que está pasándole podría salir un buen libro. O al menos una aventura con Alejandra. Ariel no sabe cuál de las dos cosas le gustaría más.

Violencia gratuita

No recordaba el portal así de cochambroso, ni los escalones de madera tan desgastados, sobre todo en el centro de la huella, que había que subir mirando dónde poner el pie para no perder el equilibrio; restregones en las paredes, esquinas desconchadas. Olor a lejía y a polvo anticucarachas. Me parecía haber entrado en un túnel del tiempo, porque yo había visto casas así cuando era niño, eran las casas de algunos parientes, de alguno de esos amigos del colegio que estaban allí gracias a una beca y de los que nos reíamos porque llevaban coderas en los jerséis, y sólo faltaba que oliese a col y que una vecina conversase con otra a gritos mientras tendía en el patio monos de trabajo con manchas indelebles de grasa y bragas XXL color carne. Había borrado de mi memoria que el piso de Eduardo y Rosa estuviese en un edificio tan estropeado, y probablemente no era así cuando yo los frecuentaba, sino que se había ido degradando y ninguno de los vecinos estaba dispuesto a pagar su cuota para hacer los cambios que habrían devuelto al presente ese portal y esas escaleras. Imaginaba detrás de las puertas que iba dejando a mi derecha mujeres en bata, con rulos en la cabeza, algunas de ellas con el esmalte de las uñas saltado, y hombres en camiseta de tirantes, sin afeitar, siempre con un gargajo atorado en la garganta.

Me consoló no ver cucarachas mientras subía (quinto piso, sin ascensor, de eso sí me acordaba, ¿cómo subís la compra hasta aquí, las botellas?, ¿por qué no os mudáis a un piso más cómodo?).

Eduardo me esperaba arriba, asomado a la barandilla. Yo no llevaba nada en las manos, ni un ramo de flores, ni una botella, ni, por supuesto, la cena. Alcancé jadeando el último rellano y me sentí incómodo al saludar a Eduardo con la sensación de inferioridad de quien tiene que apoyarse en la pared y recuperar el resuello. Las putas escaleras, yo ya no tengo edad para esto.

Sí, vivir en un quinto es una maldición. Entra, entra. Se habló de poner un ascensor, uno pequeño, pero los del bajo y el primero se negaron a contribuir y al final el plan se fue olvidando, no habría estado mal, Rosa también se queja, todos los días, y bajar la basura da una pereza..., te acuerdas de la casa, ¿verdad?, eso, al salón, Rosa no está, me dijo que no tenía ninguna gana de verlo de nuevo, que lo habíamos visto al menos diez veces, y es verdad, pero yo no puedo parar, ya sabes cómo son esas cosas, diez veces y lo miro una y otra vez, como los atentados del 11S, ves el avión clavarse en la torre, o la gente tirándose por la ventana o la torre implosionando y ya te lo sabes de memoria, conoces cada detalle, pero quieres volver a verlo, más bien, no es que quieras, es que no puedes evitarlo, ¿qué tomas?

Mientras Eduardo preparaba el gin-tonic en la cocina, examiné el salón; no aburriré con detalles innecesarios: lo que más me llamó la atención fue que en la estantería había varias obras de Eduardo, quince o veinte ejemplares de al menos diez libros distintos; me pareció que estaban ordenados por fecha de aparición, porque reconocí los primeros cinco o seis de la izquierda y después ninguno más, y aquella orgullosa exhibición era la crónica involuntaria de una decadencia: si los primeros estaban publicados en editoriales conocidas, Alfaguara, Seix Barral, Destino... Luego hubo una fase que imagino de justificaciones, de vestir los rechazos con críticas al mercado editorial y a esos editores que cada vez entienden menos de libros, una pequeña editorial independiente es mucho mejor para el tipo de literatura que hago, yo no soy un autor de masas, justificaciones que se tienen en pie hasta que también los pequeños editores empiezan a rechazar tu obra, no la ven en su colección, no encaja en el programa, quizá la próxima, no te desanimes, y más tarde tienes que conformarte con ediciones llenas de erratas, en papel de escasa calidad, con cubiertas de mal gusto, oh, no, oh, no, y esa última novela autoeditada que ilustra el descenso hasta el último círculo, cuando ya no te publican ni siquiera editoriales minúsculas que sólo sobreviven gracias a subvenciones públicas.

Ya ves, dijo Eduardo a mis espaldas, no he parado de escribir. ¿Y tú, por qué ya no escribes?

Un perro entró en el salón agitando el rabo y se acercó a saludarme como si me conociese, levantando la cabeza para mirarme a la cara. Es un beagle, ¿no?

Sí, Rosa quería tener un perro y este no es demasiado latoso. En los aeropuertos de Estados Unidos los utilizan para descubrir a quien lleva productos agrícolas en el equipaje, ¿no los has visto? Aunque a lo mejor ya no los usan, hace siglos que no voy a Estados Unidos.

Nos sentamos en dos sillones frente al televisor y el perro también vino a sentarse delante de la pantalla, entre nosotros, un espectador más.

Se llama Monchi, me dijo mientras nos sentábamos.

Enarqué las cejas.

El perro, digo, que se llama Monchi. Le gusta la televisión. La ve todas las noches con nosotros. Primero se queda dormida Rosa, después el perro, después yo. El que más ronca es el perro. ¿Tú nunca has tenido un animal doméstico?

No; nunca me gustaron, y Alicia era alérgica.

Ahora podrías tener uno.

Sí, para que parezca que estoy menos solo.

Monchi ladró dos veces como reclamando que empezase el programa, o más que ladró aulló, porque fueron dos sonidos agudos y prolongados como si entonase una melodía que no se sabía bien. Eduardo le acarició la cabeza.

Lo han detenido, dijo con voz afectuosa; por un momento creí que estaba hablando con el perro.

Supongo que te refieres a David.

Claro, a David. El perro se tumbó boca arriba, con las patas en el aire, y nos miró sucesivamente invitándonos a rascarle la barriga.

¿Qué ha hecho?

Es raro, hace tiempo yo hubiese preguntado lo mismo, pero mira, mira esto. De una mesita de IKEA que estaba junto al sillón tomó el mando a distancia; la pantalla se iluminó y el perro se giró rápidamente y se sentó sobre las patas traseras. Eduardo se acercó a gatas al televisor, tecleó en un ordenador conectado a él y abrió un archivo de vídeo. El perro creyó que se trataba de una invitación a jugar y fue a ponerle las patas delanteras sobre la espalda. Intentó lamerle la nuca. Eduardo le dio un empujón malhumorado. Regresó al sillón, bajó el volumen dirigiendo el mando a distancia hacia el televisor con un énfasis que habría hecho pensar que llevaba en la mano una espada de rayos láser.

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