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Sara Ventas - Historias de mi contraluz

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Sara Ventas Historias de mi contraluz

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Historias de mi contraluz

Sara Ventas

Introducción

Este es un viaje al lugar donde todo comenzó y contiene una selección de relatos que la autora escribió cuando inició su aventura en el mundo de las letras. Dentro encontraréis historias de parejas que se conocen de manera insólita como es el caso de una que a pesar de llevar trabajando años en el mismo edificio, coinciden gracias al botón de un abrigo; o la de otra que viaja en metro y por casualidades del destino se descubren en la otra punta del mundo; o aquellos que se conocen a través de la red y deciden citarse. También está la historia de Lino, un gato singular que cuida de un anciano y se cuela en la terraza de su vecina; o la de un niño que perdió su sombra y no es Peter Pan. Una tras otra van componiendo las 23 paradas que conforman este entrañable viaje al pasado.

Índice:
Fondo de armario

Discutían acaloradamente el vestido rojo y la falda de vuelo azul, siempre estaban a la defensiva y era el top de seda negro quien mediaba en sus discusiones. Le hubiera gustado ponerse de parte de la falda azul, ya que existía muy buena relación entre ellos, acostumbrados a combinar juntos. Pero esta vez, a pesar de que no soportaba al engreído vestido rojo, no le quedaba otra que darle la razón. Lo que contaba era cierto, existía una crisis fuera del armario. Escuchó la conversación entre su vecino de armario, blazer negro —un tipo en apariencia bastante estirado pero que en las distancias cortas mostraba su lado amable y cercano— y el vestido rojo. Ambos eran grandes compañeros de fiesta; y por todos era sabido que cuando salían juntos, amanecían revueltos. Pues bien, blazer negro contaba que, días atrás, salió de fiesta con un vestido en tono dorado de encaje que le había dejado muy tocado. El vestido rojo, al escuchar su confidencia y pese a que blazer juró y perjuró que no hubo nada entre ellos, se encendió de ira y dejo de hablarle; reacción normal para un vestido acostumbrado a ser el centro de atención en el armario. Pero tras recuperar la calma y recomponerse, decidió que tenían que hacer algo. No podían permitir que tanto blazer negro como el resto de sus vecinos de al lado, fueran obligados a mudarse a otro armario, lejos de aquella casa, y menos a uno donde se encontraba un rapaz y presumido vestido dorado de encaje. Atando cabos, llegaron a la conclusión de que todo aquello no pintaba bien. Últimamente se escuchaban demasiadas discusiones fuera del armario y, algo aún peor, ella ya no los usaba. Desde que nació el bebé se había obsesionado con un par de faldas horribles que no le sentaban ni bien, por no hablar de aquellos pantalones anchos que lavaba y se ponía, casi sin darle tiempo a guardarlos, y que se habían hecho con la popularidad del armario porque era su uniforme para estar en casa. Aunque, a decir verdad, fueron las braguitas de encaje las primeras en dar la voz de alarma. Ellas, siempre tan discretas, nunca se las oía en el cajón, aparecieron una noche disgustadas porque estaban invadiendo su lugar unas horrendas bragas sin costuras, de unos colores que dejaban mucho que desear, y con unas conversaciones y modales tan ordinarios que las tenían acobardadas al fondo del cajón. Y lo cierto era que, si se paraban a pensarlo, a ella llevaban mucho tiempo sin verla, tan solo de refilón y con prisa por las mañanas: abría el armario y cogía lo primero que pillaba (siempre era una de las anodinas faldas y una blusa) para llevar al pequeño a la guardería. Ya no se recreaba en el armario, revisando y probándose modelitos con cierta coquetería para salir de cena con él o con sus amigas, ni usaba lápiz de labios ni colorete. Sin embargo no habían notado ese abandono en él los vecinos de al lado. Conclusión: algo estaba fallando y necesitaban un buen plan.

Él abrió su armario y, sorprendido, encontró ese vestido rojo que tanto le gustaba, mezclado con su ropa. Descolgó la percha, acarició su finísimo tejido y recordó la última vez que se lo vio puesto. Ella entró en ese momento en el dormitorio, con el bebé en brazos, se la veía agotada por la mala noche que había pasado. Le miró extrañada y, acto seguido, le entregó al bebé para coger su vestido. Se miró en el espejo con la prenda aún colgada, cayendo delante de su cuerpo, y, soltándose la coleta, se revolvió la melena. Vislumbró a una mujer que apenas un año y medio atrás lucía aquella prenda en su aniversario; y al fondo, reflejado también en el espejo, encontró la mirada anhelante de él, clavada en ella.

La falda azul, desde la puerta del armario entreabierta, se abrazó al top negro con regocijo; celebrando que ella, por fin, volvería a ser la de siempre.

El plan

Había llegado ese día tan temido, mañana se apagaría el sol. «No creas en esas bobadas —decía su amigo— es solo un eclipse, no se apagará nada». Pero ella nunca había visto uno y lo cierto era que le intrigaban los rumores que corrían por el colegio. Aquella noche le costó conciliar el sueño. Durante la tarde, impulsados por los temores de ella, no habían parado de darle vueltas a todas las cosas que aún les quedaban por hacer y a cómo disfrutarían sus últimos momentos:

—¿Cuánto tardaría la tierra en congelarse? —le preguntó ella.

—No lo sé… tal vez días, supongo.

—¿Por qué no trazamos un plan?

—¿Qué tipo de plan?

—¿Que te gustaría hacer en estas últimas veinticuatro horas de sol?

—Yo es que no creo que vayan a serlo.

—Pero imagina que lo son.

—Pues… no sé… atiborrarme de dulces hasta vomitar, ver pelis que no me dejan por la edad, coger la moto de mi hermano… ¿y tú?

—No iría a clase mañana, le quitaría la tarjeta a mi madre, sacaría todo el dinero que pudiera y compraría un billete de avión para volar a una playa de ensueño… Allí aprovecharía hasta el último rayo de sol.

—Tu plan no es muy realista… Eres menor de edad, te pillarían nada más entrar en el aeropuerto, menudo desperdicio de plan es ese.

—Bueno… en ese caso aún estaría a tiempo de ir a tu casa y atiborrarme de tus chucherías hasta vomitar.

—Imposible, pasarías el resto de tu vida castigada por el hurto y tu intento de huida. Suerte que sería el castigo más corto de tu vida gracias al apagón.

Aquella mañana se despertó con un plan: no robaría la tarjeta a sus padres, pero se encargaría de que ese día fuera el más especial de toda su vida. Cogió su abrigo y su mochila, y se despidió de sus padres de una forma más efusiva de lo habitual en ella. Al salir por la puerta echó un vistazo a su casa, convencida de que esa sería la última vez que la vería en el esplendor de aquella luz. Paró en la de su amigo, como hacía siempre para ir al colegio, y en el camino le contó su plan. Este le puso una excusa tras otra: el examen de ecuaciones, ese fin de semana celebraba su cumpleaños y ya se había salvado del castigo por la pelea en el partido de la semana anterior; no quería tentar a la suerte. Además el profesor iba a llevar unas gafas especiales para que pudieran observar el eclipse. Ella se despidió de él sin escuchar sus intentos de persuasión para abandonar el plan, y cambió de dirección.

Aterrizó en el parque donde solían quedar. En aquel momento se encontraba solitario y una fuerza irresistible la empujó a balancearse en uno de los columpios. Hacía mucho tiempo que no se subía en ellos, sentía que ya había pasado su edad para usarlos. Iba camino de cumplir trece años. Se impulsó con fuerza y, mostrando su rostro al sol con los ojos cerrados, se dejó bañar por él, deleitándose en la cadencia del movimiento, en el suave murmullo de los engranajes y en el frescor de aquella brisa de primavera. Se sentía regocijada en su plan, imaginaba a su amigo en la aburrida clase de lengua que tocaba a primera hora, donde no estaba ella para pasarle una nota divertida sobre algo que se le acabara de ocurrir, y que él contestaría de la misma forma, disimulando la risa para que no les pillaran.

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