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Christine Nöstlinger - Historias de Franz

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Christine Nöstlinger Historias de Franz

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Historias de Franz

Christine Nöstlinger

Título original: Geschichten vom Franz

© Verlag Friedrich Oetinger, Hamburgo, 1984

© Ediciones S.M., 1986

ISBN: 84-348-1928-7


Franz sale del atolladero

Franz tiene seis años, pero como es bajito mucha gente piensa que es más pequeño. Que tendrá cuatro años. Tampoco hay mucha gente que crea que Franz es un chico.

Franz va a comprar una manzana y la frutera exclama:

—¡Buenos días, mocita!

Franz va a comprar el periódico y el hombre del quiosco le dice:

—¡Toma las vueltas, señorita!

Todo porque Franz tiene el pelo lleno de rizos rubios, los ojos como la flor del trigo, la boquita de cereza y las mejillas muy sonrosadas. Por eso la mayoría de la gente le ve como a una nena y cree que es una nena.

El papá de Franz también parecía una nena cuando era niño. En cambio, ahora es un señor alto y gordo y a nadie se le ocurre confundirle con una señora.

Muchas veces papá y Franz se ponen a ver fotos viejísimas y papá le dice:

—Mira, mira. Ése que parece una nena, ése soy yo. Y esta foto, ésta es de dos años más tarde y nadie me tomaba ya por una nena. ¡A ti te pasará igual!

Oyéndole, Franz se siente un poco mejor. Pero le sigue dando rabia eso de parecer una nena porque muchos chicos no quieren jugar con él.

Cuando va al parque a jugar al fútbol y quiere ser portero, los chicos gritan:

—¡Fuera! ¡No queremos nenas en el equipo!

Franz dice que no es una nena, pero nadie le cree y todos se ríen de él.

—¡No mientas! ¡Se te nota en la voz! ¡Esa vocecita de flauta es de nena!

Y no es que Franz tenga voz de flauta. Se le pone de flauta cuando se excita. Y se excita muchísimo si los demás le toman por una nena y no le dejan jugar.

Un domingo, Franz miraba por la ventana de la cocina, y en éstas vio a un chico andando por el patio. Uno al que nunca había visto por allí. Un extraño.

El chico daba vueltas por el patio y silbaba. Y daba patadas a una lata. La lata rebotaba en diagonal y el muchacho iba tras ella y seguía dándole patadas.

—Mamá, ¿quién es ese chico que está abajo? —preguntó Franz a su mamá.

Mamá se acercó a la ventana de la cocina y miró al patio.

—Ése debe de ser el sobrino de la señora Berger —dijo—. Habrá venido de visita con su madre y estará aburrido de estar en casa.

Franz lo entendió perfectamente. Él también se aburría mucho cuando iba de visita a casa de su tía.

Franz se metió en los bolsillos del pantalón cuatro canicas, tres chicles, dos ranitas de metal y un pañuelo de papel y le dijo a mamá:

—Oye, ¡que voy al patio!

A mamá le pareció una idea estupenda.

—¡Pero pórtate bien! ¡La parentela de la señora Berger es de lo más tiquismiquis! —le dijo.

Franz no tenía ni idea de lo que era una parentela, ni tampoco sabía qué significaba «tiquismiquis». Pero como andaba con prisas, no se detuvo a pedir aclaraciones sobre aquellas palabras desconocidas.

Antes de salir al patio, Franz fue al sótano para buscar su bicicleta. Era una bicicleta casi nueva. Estaba pintada de rojo y tenía una gran bocina de goma en el manillar. Franz estaba orgullosísimo de su bicicleta y pensó: «Ese chaval se va a quedar con la boca abierta. ¡Nunca habrá visto una bici igual!».

Franz salió al patio empujando la bici, se montó en ella y se puso a dar vueltas alrededor del chico. Franz daba las vueltas cada vez más cerradas y al mismo tiempo tocaba la bocina.

El chico paró de silbar y le llamó:

—¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas?

Franz frenó y bajó de la bici.

—Me llamo Franz —dijo.

El chico se rió.

—¡Una nena no se puede llamar Franz! —dijo.

—Claro que no —dijo Franz—, pero es que yo no soy una nena.

Se le había aflautado un poco la voz. Quien acostumbra a meterse en líos los huele a distancia.

El chico le miraba incrédulo.

—Soy un chico. Palabra de honor. De verdad de la buena —dijo Franz.

—Pues no te creo —contestó el otro, negando con la cabeza.

En ese momento se abrió la puerta y salió Gabi con un cubo de basura. Fue al vertedero y lo vació. Gabi es amiga de Franz. Vive en la casa de al lado. Generalmente le quiere mucho, pero aquel día ni le miró siquiera. Porque Franz había reñido con ella el día anterior. Le había pisado las puntas de los pies y hasta le había escupido. Sólo porque Gabi le había ganado cinco veces seguidas jugando a «un, dos, tres, Carabás».

El chico le hizo una seña.

—¡Oye tú! ¡Ven aquí! —le gritó.

Gabi dejó en el suelo el cubo vacío y fue hacia ellos.

—¿Qué quieres? —le preguntó. A Franz ni le miró.

El chico señaló a Franz.

—Éste dice que es un chico. ¿Es verdad?

Gabi miró a Franz. Al principio enfadadísima; pero luego sonrió, aunque sin dar confianzas. Y dijo:

—¡Qué va! Es Francisca. Está loca. Siempre va diciendo por ahí que es un chico.

Gabi se dio media vuelta, recogió el cubo y se fue a su casa muerta de risa.

—¡Gamberra! —le gritó Franz—. ¡Mentirosa! ¡Mala! —la voz se le había puesto aflautadísima de puro nerviosismo.

—¡Huy! —exclamó el chico—. ¡No debes decir esas cosas! ¡Y menos a una chica!

—¡Ha mentido! —pió Franz—. ¡De verdad! ¡Ha mentido porque habíamos reñido! ¡De rabia!

El chico negó con la cabeza y se llevó el dedo índice a la frente.

—¡Créeme! —pió Franz.

El chico metió las manos en los bolsillos, suspiró y se dio media vuelta.

—¡Eres un poco tonta para mi gusto!

Franz enseñó los puños. Parecía un boxeador. Le miró con ira salvaje.

—¡Si no me crees, te hago pedazos! —pió.

El chico dijo sin volver la cabeza:

—¡Yo no voy por ahí pegándome con niñas pequeñas!

Franz dejó caer los puños de desesperación. Le entraron ganas de llorar.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y dos de ellas rodaron por sus sonrosadas mejillas.

El chico se dio la vuelta.

—¡Pero bueno! ¿Por qué las niña tenéis que estar siempre llorando?

Entonces a Franz no se le ocurrió nada mejor que desabrocharse los pantalones y dejarlos caer.

Después se bajó los calzoncillos hasta las rodillas.

—¡Eh, tú, mira! —chilló con una voz que había dejado de ser aflautada—. ¿Me crees ahora?

El chico miró con asombro la parte del cuerpo que Franz había dejado al descubierto. Fue a decir algo pero no pudo.

La señora Berger apareció en el patio a todo correr y cayó sobre Franz como un rayo.

Chillaba:

—¡Cerdo! ¿Es que no te da vergüenza?

La señora Berger le subió los calzoncillos y los pantalones, le agarró por el cuello de la camisa, le condujo dentro de la casa y lo arrastró escaleras arriba hasta tocar el timbre de la puerta del piso de Franz.

Cuando mamá abrió, la señora Berger tronó:

—¡No le vuelva a dejar bajar al patio! ¡Es un cerdo que va por ahí corrompiendo a los niños decentes!

Entonces la señora Berger soltó el cuello de la camisa de Franz; Franz se vio catapultado al recibidor y acto seguido la mujer se marchó con paso marcial.

Desde entonces la señora Berger no le ha vuelto a mirar a la cara. Y aunque Franz la salude cortésmente, no le devuelve el saludo.

Franz se quejó a su madre y ella le contestó:

—¡Pues claro, Franz! Ya te dije que la parentela de la señora Berger era muy tiquismiquis.

Franz empieza a intuir algo tras las desconocidas palabras: seguramente las parentelas tiquismiquis no son partidarias de que las verdades salgan a la luz.


Franz se pierde

Franz tiene un hermano: José. José le dobla la edad. Es grande y fuerte. Tiene el pelo como la estopa, las orejas como las asas de un jarrón, calza un cuarenta y sus manos son dos paletas de ping-pong. A José nadie le ha tomado nunca por una nena. Franz le quiere mucho. Muchísimo.

A veces, cuando le preguntan: «¿A quién quieres más en el mundo?», Franz contesta: «¡A José!». Y sólo al cabo de un rato añade: «Y a mamá, a papá y a la abuela, también».

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