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Moyes Jojo - Musica Nocturna

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Moyes Jojo Musica Nocturna

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MÚSICA NOCTURNA

Jojo Moyes

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Dedicado a Charles Y a todo aquel que se haya planteado meterse en obras - photo 2

Dedicado a Charles

Y a todo aquel que se haya planteado

meterse en obras

Es un dragón que nos ha devorado a todos: estas casas obscenas, escoriadas, este insaciable esfuerzo y afán de poseer, poseer siempre y a pesar de todo, esta necesidad de ser propietario, no fuera a ser que se apropiasen de nosotros.

D. H.LAWRENCE

En realidad, nunca pertenecimos a la Casa Española. Supongo que técnicamente fuimos sus propietarios, pero la propiedad implica algún grado de control, y nadie que nos conociera, o conociese la casa, podría haber insinuado que tuvimos algún control sobre lo que sucedió.

A pesar de lo que estaba escrito en los papeles, nunca tuvimos la sensación de que la casa nos perteneciera de verdad. Desde el principio, daba la sensación de estar atestada. Prácticamente se podían palpar los sueños que otras personas habían proyectado en ella; se percibían las oleadas de envidia, desconfianza o deseo que impregnaban sus paredes. Su historia nada tenía que ver con la nuestra. Nada, ni siquiera los sueños, nos unía a ella.

De pequeña, creía que una casa tan solo era una casa. Un lugar donde comíamos, jugábamos, discutíamos y dormíamos; cuatro paredes entre las cuales nos ocupábamos de vivir. Nunca me había planteado lo contrario.

Tiempo después supe que una casa podía ser mucho más: la culminación de los deseos de alguien, un reflejo de cómo se ve a sí mismo, de cómo le gustaría verse; una casa podía hacer que la gente se comportara de maneras que la deshonraba o avergonzaba. Supe que una casa, un simple conjunto de ladrillos, cemento, madera y un pequeño pedazo de tierra quizá, podía ser una obsesión.

Cuando me marche de casa, me iré de alquiler.

Capítulo 1

L

aura McCarthy cerró la puerta trasera, sorteó el adormilado perro que babeaba tranquilamente en la grava y atravesó presurosa el jardín en dirección a la valla posterior. Manteniendo en equilibrio una bandeja llena, la abrió, se deslizó con agilidad por la abertura y se adentró en el bosque en dirección al arroyo, que a finales de verano volvía a estar seco.

Solo eran precisos dos pasos para cruzar los tablones con los que Matt había cubierto la zanja un año atrás. No tardaría mucho en llover, y volverían a estar resbaladizos y serían peligrosos. El año anterior ya había perdido el equilibrio en varias ocasiones al cruzar, y en una de ellas el contenido entero de la bandeja terminó en el agua: un festín para alguna criatura que no consiguió ver. Laura llegó al otro lado, con la tierra húmeda pegada a las suelas de los zapatos, y se dirigió hacia el claro.

El sol vespertino calentaba todavía donde no había sombra, bañando el valle de una luz balsámica, cargada de polen. A lo lejos vio un tordo, y oyó el peculiar y áspero gorjeo de los estorninos mientras se elevaban como una nube para posarse luego sobre un bosquecillo distante. Enderezó la tapa de uno de los platos y dejó escapar sin querer un intenso aroma de tomate que la obligó a acelerar el paso hacia la casa.

No siempre había estado tan desvencijada, ni había sido tan insolentemente lúgubre. El padre de Matt le había contado a su hijo historias de partidas de caza reunidas en los prados, de atardeceres de verano en los que emergía música de las blancas carpas mientras las parejas, vestidas con elegancia y sentadas sobre los muros de piedra caliza, bebían ponche, acalladas sus risas por el bosque. Matt recordaba la época en que los establos daban cobijo a magníficos caballos, a veces solo para el disfrute de los invitados de fin de semana, y un cobertizo para botes a orillas del lago para aquellos a los que les gustaba remar. En el pasado solía explicarle estas historias; era su modo de equipararla a la casa familiar de ella, de sugerirle que el porvenir que les aguardaba sería similar al que ella renunciaba. Quizá fue un modo de imaginar lo que podría depararles el futuro. A Laura le encantaban esas historias. Sabía exactamente el aspecto que tendría la casa si hacían a su manera las cosas; no había ni una sola ventana a la que no hubiera puesto cortinas mentalmente, ni un palmo de suelo que no hubiera alfombrado. Ya sabía el aspecto que tenía el lago desde cada una de las habitaciones orientadas al este.

Se detuvo en la puerta lateral y, como acostumbraba hacer, se metió la mano en el bolsillo en busca de la llave. Antes cerraban todos los días, pero ya no tenía sentido; la gente de los alrededores sabía que no había nada que robar. La casa se hundía, la pintura se desconchaba como si encontrara absurdo reflejar siquiera su suntuoso pasado. En la planta baja faltaban cristales, que habían sido sustituidos por plafones de madera. Escaseaba la grava y estaba cubierta de ortigas, que picaban con inquina sus espinillas.

—Señor Pottisworth, soy yo... Soy Laura.

Esperó hasta oír un gruñido procedente del piso de arriba. Era mejor avisar al anciano de su llegada; en el umbral todavía había marcas de disparos de las ocasiones en que había olvidado hacerlo. Por suerte, como le había comentado su marido, el viejo desalmado siempre había tenido mala vista.

—Le he traído la cena.

Laura aguzó el oído a la espera del gruñido de respuesta y después subió la escalera haciendo crujir la madera bajo sus pies.

Estaba en forma y apenas necesitó recobrar el aliento tras varios tramos empinados. Sin embargo, aguardó unos instantes antes de abrir la puerta del dormitorio principal. Un instante fugaz de renuncia la asaltó, pero acabó accionando el pomo.

La ventana estaba un poco abierta; aun así, el hedor a anciano desaseado le sobrevino directa y crudamente, junto con los habituales olores subyacentes de los polvorientos y frágiles muebles: alcanfor y cera de abeja rancia. Había una vieja escopeta apoyada en la cama, y en una mesilla estaba el televisor en color que le habían comprado dos años antes. El paso del tiempo y la dejadez no lograban disimular las elegantes dimensiones de la estancia, el modo en que las ventanas en saledizo partían en dos el ambiente. Sin embargo, la atención del visitante nunca tenía oportunidad de detenerse demasiado en las cualidades estéticas.

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