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Jojo Moyes - París para uno y otras historias

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Jojo Moyes París para uno y otras historias
  • Libro:
    París para uno y otras historias
  • Autor:
  • Editor:
    LIBRANDA RANDOM
  • Genre:
  • Año:
    2017
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París para uno y otras historias: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Para mi madre, Lizzie Sanders

S on las cuatro de la tarde y el Café Cheval Bleu está a rebosar, pero la camarera encuentra una mesa dentro para Fabien. Nell tiene la sensación de que es uno de esos hombres que siempre consiguen una buena mesa dentro. Él pide un café solo, y ella dice: «Para mí lo mismo», porque no quiere que oiga su horrible acento en francés.

Hay un silencio corto e incómodo.

—Es una buena exposición, ¿verdad?

—Yo no suelo llorar por un cuadro —contesta ella—. Ahora que estoy fuera me siento un poco tonta.

—No. No, era muy conmovedor. Y la multitud, y la gente, y las fotografías...

Fabien empieza a hablar de la exposición. Dice que conocía la obra de la artista pero que no sabía que le fuera a emocionar tanto.

—Lo siento aquí, ¿sabes? —dice, golpeándose el pecho—. Tan... poderoso.

—Sí —responde ella.

Nell le comenta que no conoce a nadie que hable como él. La gente que conoce charla de la ropa que llevaba Tessa en el trabajo, o de la serie Coronation Street, o de quién se cogió una cogorza el fin de semana pasado.

—Nosotros también hablamos de esas cosas. Pero... No sé... Creo... que me ha inspirado. Quiero escribir como ellos pintan. ¿Tiene sentido? Quiero que alguien lo lea y sienta como... bouf!

Nell no puede evitar sonreír.

—¿Te parece gracioso? —Parece ofendido.

—No, no. Es por cómo has dicho bouf.

— Bouf?

—En Inglaterra no tenemos esa palabra. Es solo que... yo... —Niega con la cabeza—. Es una palabra graciosa. Bouf.

Se queda mirándola un instante, y suelta una carcajada.

— Bouf!

Y el hielo se rompe. Llega el café, y Nell le echa dos azucarillos para que no se le tuerza el gesto al beberlo.

Fabien se lo toma en dos tragos.

—¿Qué te parece París, Nell de Inglaterra? ¿Es la primera vez que vienes?

—Me gusta. Lo que he visto. Pero no he ido a ninguno de los sitios turísticos. No he visto la Torre Eiffel ni Notre-Dame, ni ese puente donde todos los amantes ponen candaditos. No creo que me dé tiempo ya.

—Pero volverás. La gente siempre vuelve. ¿Qué vas a hacer esta noche?

—No sé. Tal vez buscar otro sitio para cenar. O tal vez me quede en el hotel. —Se ríe—. ¿Trabajas en el restaurante?

—No. Esta noche no.

Ella intenta esconder la decepción.

Fabien mira su reloj.

— Merde! Le prometí a mi padre que iría a ayudarle con algo. Tengo que irme. —Levanta la vista—. Pero esta noche he quedado con unos amigos en un bar. Si te apetece, serás bienvenida.

—Eh, eres muy amable, pero...

—Pero ¿qué? —Su expresión es abierta, alegre—. No puedes pasar tu noche en París metida en la habitación del hotel.

—En serio. Estaré bien.

Oye la voz de su madre: No se sale con hombres desconocidos. Podría ser cualquiera. Lleva la cabeza rapada.

—Nell, por favor. Deja que te invite a una copa. Solo para darte las gracias por la entrada.

—No sé...

—Considéralo una costumbre parisina.

Tiene una sonrisa increíble. Nell siente que titubea.

—¿Está lejos?

—Nada está lejos. —Se ríe—. ¡Estás en París!

—Vale. ¿Dónde nos vemos?

—Te paso a buscar. ¿Dónde está tu hotel?

Se lo dice y añade:

—¿Y adónde vamos?

—Donde nos lleve la noche. Al fin y al cabo, ¡eres la Chica Impulsiva de Inglaterra! —La saluda con la mano y desaparece, arrancando de una patada su moto y rodando calle abajo.

Nell vuelve a su habitación, con la cabeza todavía bullendo con todo lo que ha ocurrido durante la tarde. Ve los cuadros en la galería, las manos grandes de Fabien alrededor de la tacita de café, los ojos tristes de la diminuta mujer del cuadro. Ve los jardines junto al Sena, amplios y abiertos, y el río fluyendo más allá. Oye el silbido de las puertas del metro al abrirse y cerrarse. Siente como si cada cachito de sí misma estuviera vibrando. Se siente como un personaje de libro.

Se da una ducha y se lava el pelo. Mira entre la poca ropa que ha traído —a Pete no le va mucho lo de arreglarse— y se pregunta si alguna de las prendas es lo bastante parisina. Aquí todo el mundo tiene mucho estilo. No visten como los demás. Como las chicas inglesas no visten, desde luego.

Baja a recepción. La recepcionista está revisando unos números y alza la vista, con su cabello lustroso columpiándose como la cola de un poni de competición.

—Disculpe, ¿sabe dónde podría comprar un vestido bonito? ¿Que parezca francés?

La mujer espera un segundo antes de contestar.

—¿Que parezca francés?

—Puede que salga con unas personas esta noche, y me gustaría estar un poco más... francesa.

La recepcionista deja el bolígrafo sobre el mostrador.

—Quiere parecer francesa.

—O al menos no llamar la atención.

—¿Por qué no quiere llamar la atención?

Nell respira hondo, y baja la voz.

—Solo quiero..., mire, nada de mi ropa vale, ¿de acuerdo? Y no sabe lo que es ser una no-francesa rodeada de francesas super- chic. En París.

La recepcionista se queda pensando un momento, y entonces se inclina sobre el mostrador y mira lo que Nell lleva puesto. Luego vuelve a erguirse, garabatea unas palabras en un papel y se lo entrega.

—Está a un paseo por la rue des Archives. Dígale a la dependienta que va de parte de Marianne.

Se queda mirando el papel.

—Ay, gracias. ¿Es usted Marianne?

La recepcionista arquea una ceja.

Nell se vuelve hacia la puerta. Levanta una mano.

—¡Vaaaaale! ¡Gracias..., Marianne!

Veinte minutos más tarde, está delante de un espejo probándose un jersey amplio y unos vaqueros negros ajustados. La dependienta —una mujer con el pelo artísticamente alborotado y el brazo lleno de pulseras que tintinean al moverse— le echa un pañuelo al cuello, y lo pone de un modo que a Nell le parece indefiniblemente francés. La tienda huele a higos y sándalo.

— Très chic, mademoiselle —dice.

—¿Parezco... parisina?

—Recién salida de Montmartre, mademoiselle. —La mujer lo dice con una expresión sospechosamente seria. Nell diría que se está riendo de ella, aunque no cree que a estas mujeres les vaya el humor. Probablemente te salgan arrugas.

Respira hondo.

—Bueno, supongo que son cosas que me volveré a poner. —Se encoge con un escalofrío de emoción—. Podría llevar el jersey al trabajo... Vale, ¡me lo llevo!

Mientras está de pie delante del mostrador, pagando e intentando no pensar demasiado en cuánto cuesta, sus ojos se van detrás de un vestido del escaparate, un modelo veraniego de corte años cincuenta, de un ridículo verde esmeralda con piñas. Lo vio al pasar por delante de la tienda por la mañana, con su seda shantung brillando sutilmente bajo el sol acuoso de París. Le hizo pensar en las viejas estrellas de Hollywood.

—Me encanta ese vestido —dice.

—Iría muy bien con su color de piel. ¿Quiere probárselo?

—Uy, no —contesta Nell—. No es realmente mi...

Cinco minutos más tarde, Nell está delante del espejo con el vestido verde. Apenas se reconoce. El vestido la transforma: realza el color de su pelo, le estrecha la cintura. La convierte en una versión más sofisticada de sí misma.

La dependienta le pone bien el dobladillo, se yergue y tuerce las comisuras de los labios hacia abajo en una expresión francesa de aprobación.

—Le queda perfecto. Magnifique!

Nell contempla a la nueva Nell en el espejo. Parece incluso tener una postura distinta.

—¿Quiere llevárselo? Es el último que nos queda. Tal vez podamos ajustar el precio.

Nell mira la etiqueta y recobra el juicio.

—Uy, pero no me lo pondría nunca. Me gusta comprarme ropa según el coste-por-puesta. Este vestido probablemente me saldría a... unas treinta libras por puesta. No. No puedo.

—¿Nunca hace nada simplemente porque le hace sentirse bien? —La dependienta se encoge de hombros—. Mademoiselle, necesita pasar más tiempo en París.

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