Annotation
A los cinco años, Peekay es arrancado de su hogar para comenzar una nueva vida en un internado de Transvaal del Norte. Siendo el único niño inglés, se convierte en el blanco preferido de una patota de afrikaners neonazis, y su único amigo resulta ser un viejo y maravilloso gallo, por él bautizado Abuelo Chook. En el internado Peekay aprende la primera lección de la potencia de uno: la supervivencia. En el viaje en tren de regreso a su casa en las Montañas del Este aprende la segunda lección: la fuerza. Hace amistad con Hoppie, el exuberante revisor del tren y campeón de boxeo de los ferrocarriles, cuyas palabras de lucha y sabiduría suscitan en Peekay la ambición fervorosa, que le durará toda la vida, de llegar a ser campeón mundial de peso welter. La guerra europea se hace sentir en el pueblecito de Peekay, donde éste encuentra un amigo en el excéntrico profesor alemán de música y experto en cactus, Doc. Las autoridades encarcelan a Doc como enemigo extranjero y Peekay halla el modo de infiltrarse en el mundo de la prisión para no separarse de su amigo. En el ambiente deshumanizado de la prisión Peekay encuentra su mejor entrenador de boxeo en la persona de un astuto negro llamado Geel Piet, hombre de todo quehacer. Así nace la leyenda del «Ángel Renacuajo» la leyenda de un pequeño boxeador invencible que encarnará la causa del pueblo africano contra el desalmado poder de los boers. Situada en los años ’40 en Suráfrica, esta auténtica epopeya de la supervivencia es la historia apasionante de un niño que libra y gana, por sus propios medios, una larga batalla contra la crueldad y la soledad.
A los cinco años, Peekay es arrancado de su hogar para comenzar una nueva vida en un internado de Transvaal del Norte. Siendo el único niño inglés, se convierte en el blanco preferido de una patota de afrikaners neonazis, y su único amigo resulta ser un viejo y maravilloso gallo, por él bautizado Abuelo Chook. En el internado Peekay aprende la primera lección de la potencia de uno: la supervivencia. En el viaje en tren de regreso a su casa en las Montañas del Este aprende la segunda lección: la fuerza. Hace amistad con Hoppie, el exuberante revisor del tren y campeón de boxeo de los ferrocarriles, cuyas palabras de lucha y sabiduría suscitan en Peekay la ambición fervorosa, que le durará toda la vida, de llegar a ser campeón mundial de peso welter.
La guerra europea se hace sentir en el pueblecito de Peekay, donde éste encuentra un amigo en el excéntrico profesor alemán de música y experto en cactus, Doc. Las autoridades encarcelan a Doc como enemigo extranjero y Peekay halla el modo de infiltrarse en el mundo de la prisión para no separarse de su amigo. En el ambiente deshumanizado de la prisión Peekay encuentra su mejor entrenador de boxeo en la persona de un astuto negro llamado Geel Piet, hombre de todo quehacer. Así nace la leyenda del «Ángel Renacuajo» la leyenda de un pequeño boxeador invencible que encarnará la causa del pueblo africano contra el desalmado poder de los boers.
Situada en los años ’40 en Suráfrica, esta auténtica epopeya de la supervivencia es la historia apasionante de un niño que libra y gana, por sus propios medios, una larga batalla contra la crueldad y la soledad.
Bryce Courtenay
La fueza de uno
Título original: The Power of One
Bryce Courtenay, 1989
Traducción: José Manuel Álvarez-Flórez
Para Maude Jasmine Greer y Enda Murphy.
Éste es el libro que os prometí
hace mucho tiempo.
UNO
Esto es lo que pasó.
Antes que comenzara propiamente mi vida, hice los lloriqueos y chupeteos habituales, que en mi caso se produjeron con un par de pechos negros, suaves e inmensos. De acuerdo con la tradición africana, seguí mamando a lo largo de mis primeros dos años y medio, tras lo cual mi nodriza zulú se convirtió en mi niñera. Era una persona hecha para la risa, el afecto y la dulzura, y me estrechaba entre sus pechos y acariciaba mis bucles dorados con una mano tan enorme que parecía abarcar toda mi cabeza. Me aliviaba las penas con una canción de un joven y valeroso guerrero que cazaba un león y con un canto de mujeres que hablaba de lavar la ropa en la gran peña junto al río, donde al oscurecer los babuinos bajaban de las lomas para beber.
Mi vida propiamente dicha comenzó a los cinco años, cuando mi madre tuvo la crisis nerviosa. Me arrancaron de los brazos de aquella encantadora niñera negra de gran sonrisa blanca y me enviaron interno a un colegio.
Se inició así un período de trozos amarillos de calabaza, ennegrecidos y chamuscados y amargos por los bordes; puré de patata de grumos vidriosos; carne bordeada de cartílago en salsa gris; zanahorias cortadas en taquitos; col caliente, aguada y flatulenta; camas que se mojaban solas por la mañana; y una sensación completamente nueva llamada soledad.
Fui durante dos años el niño más pequeño del colegio, y sólo hablaba inglés, la lengua corrompida que se había extendido como una peste por la tierra sagrada y había infectado las aguas dulces y puras de la africaneeridad[1].
La guerra de los bóers había creado una gran hostilidad contra los ingleses, contra los rooineks. Era un odio que había penetrado en la sangre y marcado el corazón y la mentalidad de la generación siguiente. Para sus hijos descalzos yo era el primer ejemplo vivo del odio congénito que profesaban a mi especie.
Hablaba el idioma en que se habían pronunciado las sentencias que habían acabado con sus abuelos y enviado a sus abuelas a los primeros campos de concentración del mundo, donde habían muerto como moscas, de disentería, malaria y fiebre del agua negra. Para los inflexibles granjeros calvinistas, los pecados de los padres se transmitían a los hijos hasta la tercera generación. Yo estaba infectado.
Como nadie me había advertido previamente de mi malvada condición, ésta constituyó para mí una sorpresa aterradora. Estaba lloriqueando solo en el dormitorio de los pequeños y de pronto dos muchachos de once años me sacaron a rastras de debajo de una manta horrorosa que olía a alcanfor y me llevaron al dormitorio de los mayores, para hacerme comparecer ante el consejo de guerra.
Mi juicio fue, naturalmente, una parodia de la justicia. ¿Pero, qué podía esperar? Había sido capturado muy por detrás de las líneas enemigas, y todo el mundo, hasta un niño de cinco años, sabe que eso significa sentencia de muerte. Allí estaba yo farfullando, incapaz de entender el lenguaje del estentóreo juez de doce años, ni el motivo de la hilaridad general cuando se dictó sentencia. Pero me imaginaba lo peor.
Ignoraba qué era la muerte. Sabía que era algo que ocurría en el matadero, a los cerdos y las cabras y, de vez en cuando, a una novilla. Los chillidos de los cerdos eran tan horrorosos que yo sabía que no se trataba de una experiencia demasiado agradable, ni siquiera para ellos.
Y estaba seguro de algo más: la muerte no era tan buena como la vida. Y estaba a punto de sucederme antes de que pudiese realmente cogerle el gusto a la vida. Procuré contener las lágrimas mientras me sacaban de allí a rastras.
Debía de haber luna llena aquella noche, porque el cuarto de las duchas estaba bañado de luz azul. Las ásperas paredes de granito de los entrantes de las duchas destacaban en ángulos firmes contra el mojado suelo de cemento. Yo nunca había estado en unas duchas, y aquel lugar se parecía al matadero de la granja. Incluso olía igual, a orina y a jabón fénico azul, así que pensé que iba a ser allí donde iba a tener lugar mi muerte.
Tenía los ojos un poco hinchados de llorar, pero pude ver el sitio en el que debían colgar los ganchos de la carne. Cada plancha de granito tenía una tubería que sobresalía de la pared con una protuberancia en la punta. Me colgarían de un tubo de aquéllos y estaría muerto, igual que los cerdos.