Una historia inspiradora y profundamente personal de uno de los empresarios más fascinantes de Silicon Valley, quien aprendió a codificar por sí mismo con apenas trece años y se convirtió en una inspiración para miles de jóvenes alrededor del mundo.
Mientras sus padres veían colapsar el negocio familiar a causa de la Gran Recesión, Michael Sayman, entonces de trece años, hizo una búsqueda en Google: “¿Cómo codificar?”. En el lapso de un año lanzó una aplicación para iPhone que generaba miles de dólares al mes, lo suficiente para mantener a su familia a flote en los Estados Unidos. De formación autodidacta, Sayman pasó de la escuela secundaria directamente al mundo profesional, y a la edad de diecisiete años se convirtió en el empleado más joven de Facebook, creando nuevas funciones que cautivaron a Mark Zuckerberg. Tres años después, decidió irse a Google.
En estas memorias sinceras y extraordinarias, Sayman comparte los éxitos y fracasos de su trascendental viaje. Cuenta la apasionante historia de un joven latino que, aun sin llegar a la mayoría de edad, se destacó y triunfó en el despiadado y feroz mundo de Silicon Valley. Además, el libro está lleno de sabiduría práctica, por lo que es una lectura necesaria e inspiradora para aquellas personas que marchan a su propio ritmo.
Michael Sayman es un emprendedor de aplicaciones, diseñador de productos e ingeniero de software latinoamericano, más conocido por crear aplicaciones que encabezaron las listas cuando era adolescente. Con el lanzamiento de 4 Snaps, un juego de fotos por turnos, Sayman llamó la atención de Mark Zuckerberg, convirtiéndose en el “adolescente en residencia” de Facebook y desempeñando un papel fundamental en la creación de las Historias de Instagram. A los 18 años, CNET lo describió como uno de los “20 latinos con mayor influencia en la industria tecnológica”. A los 21 años, Sayman fue reclutado por Google, donde se convirtió en gerente de producto y fundador en residencia, trabajando en una startup de juegos sociales. En la actualidad, divide su tiempo entre Miami, Florida, y Silicon Valley, donde continúa innovando en el espacio de las redes sociales.
Título original: App Kid
Primera edición: septiembre de 2021
© 2021, Michael Sayman
© 2021, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Penguin Random House Grupo Editorial USA, LLC
8950 SW 74th Court, Suite 2010
Miami, FL 33156
Traducción: Melanie Márquez
Diseño de la cubierta: Tyler Comrie
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ISBN 9780525566250
Conversión a formato digital: Libresque
Capítulo 1
El sueño americano
E L SUEÑO DE MIS padres siempre había sido tener su propio restaurante, así que, cuando yo tenía tres años, decidieron hacerlo realidad. El Pollón Grill fue uno de los primeros restaurantes peruanos de pollo asado en Miami: pollo a la brasa, como lo llamábamos. No parecía nada especial desde fuera, solo un pequeño edificio con un letrero de neón en medio de un centro comercial, pero a la gente le encantaba el pollo que mi mamá preparaba.
Aparte de discutir con mi mamá sobre el hecho de que lo único que quería comer era pollo y papas fritas (ella siempre me ofrecía pollo y arroz, empanadas de pollo, ají de gallina, pollo a la plancha, arroz con pollo), no tenía mucho de qué quejarme. Vivíamos en un vecindario típico de los suburbios de Miami, con casas bonitas y césped verde (aunque dudo que alguna de esas viviendas no tuviera una hipoteca). Ahora que tenían el restaurante en funcionamiento, mis padres estaban tratando de incursionar en el negocio inmobiliario. Siguiendo el consejo de nuestros vecinos, que habían tenido un éxito moderado como propietarios, mi papá obtuvo una licencia de bienes raíces, y él y mi mamá pidieron préstamos y compraron varias propiedades para alquilar.
Tenían tarjetas de crédito y las usaban a menudo, no solo para las compras cotidianas, como comestibles, ropa para la escuela y gasolina, sino también para cosas grandes y divertidas, como fiestas, muebles nuevos para la sala y viajes a Disney World.
Cuando se trataba de nuestras fiestas de cumpleaños, mi mamá siempre derrochaba mucho más allá de nuestras posibilidades. Me refiero a algo más que piñatas y pastel. Estoy hablando de que había magos y castillos inflables. Cuando terminaba la celebración diurna y todos los niños se iban a su casa, comenzaba la fiesta de los adultos, con suficiente pollo rostizado y ponche para todo el vecindario. Todo esto se pagaba con las tarjetas de crédito, por supuesto.
Entonces, todo cambió. A mediados de 2006, mis padres empezaron a parecer estresados. Murmuraban durante el café de la mañana acerca de cómo todo “se estaba derrumbando” y estaban teniendo problemas para pagar las cuentas.
Dejamos de viajar y de salir a comer. Incluso los viajes a Disney World llegaron a su fin. A veces mis padres trabajaban en el restaurante hasta las dos o las tres de la madrugada.
Una noche, un par de semanas antes de cumplir los diez años, los escuché hablar en voz baja y preocupada. Mariana y yo bajamos y nos llamaron a la sala.
—Los dos están creciendo —comenzó mi mamá—. Los niños grandes no tienen fiestas de cumpleaños: van al cine con sus amigos y pasan el rato con ellos. Este año, Michael, te estás convirtiendo en un niño grande. En lugar de una fiesta de cumpleaños, vas a ir al cine con tus amigos.
Algo en su rostro preocupado y la forma en que mi padre miraba sus zapatos mientras ella hablaba me hicieron sospechar.
—Está bien, claro, hagamos eso —dije.
En realidad, por mí, estaba bien. De todos modos, nunca había sentido que esas fiestas fueran para Mariana y para mí. Parecían ser más para mis padres.
Por muy mala que haya sido la situación, mi hermana y yo no pensamos mucho en ello. Yo era un niño feliz, conocido por mi enorme sonrisa.
—Tu boca parece un buzón —bromeaba mi mamá con cariño—. Se pueden ver ambas filas de dientes.
Teníamos el control de la casa todos los días después de la escuela y lo aprovechábamos. Desde las tres y media de la tarde hasta que nos cansábamos y encendíamos la televisión (Mariana) y la computadora (yo), nuestro hogar sin padres era el escenario de complicados y ambiciosos juegos. Por lo general, era yo quien tomaba la iniciativa.
Por ejemplo, un día, cuando tenía ocho años, le pregunté a Mariana: