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William Ospina - La herida en la piel de la diosa

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William Ospina La herida en la piel de la diosa
  • Libro:
    La herida en la piel de la diosa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2003
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La herida en la piel de la diosa: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima el 2 de marzo de 1954 Poeta ensayista y - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima el 2 de marzo de 1954). Poeta, ensayista y traductor colombiano. Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Santiago de Cali y trabajó como publicista y periodista entre 1975 y 1990.

Ha dictado conferencias y realizado lecturas de su obra en distintas capitales del mundo, y publicado varios libros de ensayo, entre los que se destacan Es tarde para el hombre (1992), Un álgebra embrujada (1996), ¿Dónde está la Franja Amarilla? (1997), América Mestiza, el país del futuro (2000), Los nuevos centros de la esfera (Aguilar, 2001) y La decadencia de los dragones (Alfaguara, 2002).

La cruz y la medialuna

H ay un cuadro de Altdorfer que representa la batalla de Isa, donde se enfrentaron los ejércitos de Alejandro de Macedonia y de Darío de Persia. Aquel choque fue menos multitudinario que la posterior batalla de Arbela, en la que según la leyenda guerrearon más de un millón de hombres, pero el cuadro nos deja la curiosa impresión de que en ese temprano enfrentamiento entre Oriente y Occidente está en conflicto toda la humanidad, y que hasta los elementos se han contagiado de su discordia: allí parecen combatir las tierras y los mares, las nubes y los cielos, el Sol y la Luna. Esa sensación de un drama cósmico, de un choque de universos incompatibles, es la que suele dejarnos el recuento de los conflictos entre el cristianismo y el islam a lo largo del tiempo.

Antes de aquellas batallas entre macedonios y persas hubo otra guerra que miraba hacia Oriente, la muchedumbre de los navíos griegos asediando la ciudad de Troya. Pero en esos tiempos remotos todavía no existían Oriente y Occidente como los concebimos hoy; aqueos y teucros, atacantes y defensores, compartían los dioses, los rituales, la lengua, las pasiones y hasta la cortesía con los enemigos. Tampoco en tiempos de Alejandro esos mundos resultaron incompatibles: el propio rey se enamoró del Asia, jugó a convertirse en un persa, se casó con una hija de su antiguo enemigo, casó a sus generales con princesas de Oriente, se puso la corona de Mitra y aceptó ser llamado «La Presencia», como los reyes persas, un título que habría indignado a su maestro Aristóteles, quien lo educó en la sobriedad y en la vocación de helenizar al mundo.

Lo que Altdorfer representa es más bien un hecho de su tiempo, la conciencia de que las culturas de Oriente y de Occidente se hacían cada vez más hostiles, cada vez más incompatibles. ¿Pero cuándo comenzó ese conflicto? La historia de la humanidad es una antiquísima tradición de migraciones y de diásporas. Pensamos que los pueblos pertenecieron desde siempre a su territorio, y olvidamos que la historia estuvo llena de tribus humanas avanzando hambrientas y desesperadas sobre regiones despobladas o populosas; sucesivos invasores arrebatando a los otros sus tierras y sus sembrados, sus ciudades, sus hijos. Algunos pueblos, como el chino, siempre parecieron más dispuestos a defender su tierra que a atacar la ajena, y en vez de rutas para invadir inventaron murallas para aislarse, pero sus vecinos, los mongoles, midieron el mundo conocido con cabalgatas monstruosas, los griegos ocuparon el Mediterráneo, los persas llenaron de ciudades el Oriente Medio, los macedonios fueron hasta los confines del Indo y los romanos llevaron sus águilas de bronce desde las brumas de Inglaterra hasta las fuentes del Nilo y desde los olivares de España hasta las playas últimas del Ponto Euxino. Esas invasiones antiguas se hacían sin otro argumento que las armas, y Roma misma fue destruida por el avance en sentido contrario de los pueblos asiáticos, de los visigodos, de los hunos, a los que había dado el nombre de Bárbaros. Se diría que los invasores procuraban dominar los reinos y no las conciencias, ya que siempre era posible aceptar a un dios más en los panteones, y a veces los conquistadores eran seducidos por la belleza o el esplendor de la religión de sus víctimas. Roma, que invadió a Grecia, sucumbió ante su cultura y sus dioses.

Pero la era en que vivimos está marcada por el triunfo del monoteísmo como principio religioso, y a partir de ese triunfo, los imperios encontraron en la religión su principal argumento para invadir el mundo. Parece lógico que toda religión monoteísta tenga vocación imperial: si no hay más que un Dios, quienes están protegidos por él se sienten autorizados a ocupar el mundo y a forzar a los otros a aceptarlo. Pero el triunfo del monoteísmo es obra de Israel, un pueblo al que no le gusta compartir a su Dios, y fue a partir de los sueños y de las profecías de ese pueblo como nacieron algunas de las creencias más apasionadas de los últimos 20 siglos, algunas de las guerras más sanguinarias de la historia humana.

Jerusalén parece ser a la vez la primera ciudad de Oriente y la primera ciudad de Occidente. Es difícil hallar otro lugar en el mundo que tenga el carácter de ciudad sagrada para tres religiones distintas. Ahora bien, qué tan distintas son esas religiones es lo que nos falta por responder. Judíos, musulmanes y cristianos profesan la fe en un Dios único, y puede afirmarse que en las tres religiones ese Dios creador es el mismo. Tiene los mismos atributos en la Torah, que es básicamente el Pentateuco, el libro sagrado de los judíos, en la Biblia cristiana que recoge por igual los libros del Antiguo Testamento, las biografías de Cristo y los hechos de sus apóstoles, y en el Corán, el libro sagrado que Mahoma recibió de un ángel y que recogieron en 114 suras o capítulos sus discípulos. Y esto nos lleva a una segunda afinidad: las tres religiones de Jerusalén son las más clásicas religiones del libro, son hijas de la Escritura, todas tienen un libro sagrado, han conferido a ese libro un carácter eterno y sobrenatural, y conservan en él una tradición, unos preceptos y una fe.

Hasta el año I antes de nuestra era, ese Dios de la cuenca del Mediterráneo, que en vano había intentado erigirse en Dios único mediante la gran rebelión de Akenatón en Egipto, sólo era venerado por los judíos en la orilla este del mar. Vino entonces la prédica de Jesús de Galilea, a quien los judíos no aceptaron como Mesías, y la convergencia del monoteísmo hebreo, de la filosofía griega y de la vocación de universalidad del Imperio Romano, para formar el cristianismo; y hacia el año 610 Mahoma empezó a predicar sus visiones y las revelaciones dictadas por el arcángel Gabriel, y estremeció a los pueblos árabes con el anuncio de que no hay otro Dios que Alá, también llamado al-Rahman (el misericordioso), al-Rahim (el compasivo), y todos los nombres restantes que constituyen «los 99 nombres más hermosos», según la tradición musulmana.

La idea de un Dios único es poderosa: hacia el siglo VIII Europa estaba casi completamente cristianizada; se veneraba a Cristo en el país de los francos, en los fiordos de Noruega y en el cerco de olivos de la Toscana, en los conventos irlandeses y junto a las ruinas del templo de Apolo en Corinto; y al mismo tiempo el islam, que significa el Rendirse (a la voluntad de Dios), dominaba los corazones desde la periferia de la China y la India por el Oriente hasta el norte de África y casi toda la península ibérica. Dos religiones habían unificado una parte considerable del viejo mundo, que ahora profesaba la fe en el Dios único. El monoteísmo se había abierto camino y era el signo de los tiempos en un amplio reino de caballeros de hierro y en un extenso país de turbantes.

Pero la fe en un Dios único es también manantial de desencuentros y de discordias. En su seno todos quieren ser la encarnación de la ortodoxia, tener la interpretación correcta del texto, y el texto es toda una fuente de confrontaciones. Siempre habrá alguien que pretenda tener una interpretación más ajustada y piadosa de la verdad sagrada, y el cristianismo vio aparecer innumerables interpretaciones, descalificadas de inmediato como herejías por la autoridad de la Iglesia. Todos los siglos de la instauración del cristianismo en Europa fueron siglos de feroces persecuciones, y la Iglesia tuvo que triunfar primero sobre ejércitos paganos, después sobre grandes grupos disidentes de la verdad oficial, y finalmente sobre incontables individuos sospechosos de herejía, a los que se les aplicó su dosis de tortura y de castigo.

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