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Acosta Alberto - Tocando A Las Puertas Del Cielo

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Acosta Alberto Tocando A Las Puertas Del Cielo

Tocando A Las Puertas Del Cielo: resumen, descripción y anotación

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Como duele el amor ausente. Cómo nos sepulta el recuerdo del amor.
Cómo es triste buscarte donde dijiste que podía hacerlo y no encontrarte.
¿De qué sirve volar sobre nuestra pobre alma humana, si la muerte todo lo posee?
¿Qué más da hundirse o elevarse?
¿Qué más da la luz o la oscuridad?
Si el dolor es lo único que puedo palpar.
Si mi llanto es lo único que puedo beber.
¿Dóde estás amor... donde?

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Tocando A Las Puertas Del Cielo — leer online gratis el libro completo

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Luz

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La calle estaba ya solitaria, la niebla pasaba lentamente, trayendo salpicaduras de gélidos reflejos de neón. La música era un eco lejano, el pavimento frío, parecía extrañar, los hasta hace pocas horas, habitantes nocturnos; pero el intenso frío de aquella madrugada había doblegado la férrea voluntad de los bohemios y artistas que solían deambular por allí, abrigados con viejos abrigos. En aquella calle, se encontraba “La Mansión del Sol”, adentro el ambiente era totalmente distinto al exterior, los hombres animosamente devoraban el espectáculo. Las luces rosadas y violeta, se deslizaban suavemente por el cuerpo voluptuoso de Miriam, lentamente ella se quitó el sostén al ritmo erótico de la música, sus blancos y bien torneados senos aparecieron desnudos, siendo recibidos con frenéticos aplausos y silbidos; después de diez minutos de su “show”, una lluvia de billetes fue arrojada por los espectadores. Cuando terminó su espectáculo, corrió hacía su vestidor, se tomó un trago de wisky, se miró al espejo, contempló su bello rostro, se miró fijamente a los ojos durante un segundo, de pronto la puerta de su camerino se abrió y entró precipitadamente Claudia.

—Estuviste magnífica. Todos quedaron delirando por ti.

—¿De verdad?

—Si amiga, hoy parecías una diosa griega.

—¿Viste al tipo que está sentado sólo, al fondo?

—Sí, yo lo atendí, pidió una botella de wisky.

—¿Es lindo verdad?

—No me digas que te interesó.

—Si, Claudia. En realidad bailé solo para él.

—¡Oh, oh! Me parece estar viendo un brillo en tus ojos, un brillo que no conocía.

—Bueno, solo te digo que me pareció lindo. Además, él me miraba con especial interés. Casi me pareció que quería que me acercara a él.

—Si tú lo dices. Pero por favor, sé cuidadosa.

—No te preocupes amiga, sabes que siempre lo he sido.

—No con el señor Armando.

—Armando es un loco obsesivo, él cree que puede comprarme, pero en el fondo es inofensivo.

—Eso dices tú, pero un loco obsesivo enamorado, no me parece inofensivo.

—No te preocupes tanto. Mejor ayúdame a recogerme el cabello, debo darme prisa para ir a su mesa antes de que se me adelanten.

Claudia ayudó a su amiga haciéndole una ligera trenza en su cabello, sosteniéndola con un gracioso gancho. Miriam se levantó de su tocador, con un mohín de fingida seguridad, se despidió de Claudia y luego se dirigió hacia el salón. Tenía puesto un vestido violeta que aunque le ceñía el cuerpo, la hacía parecer distinta a la mujer que hacía tan sólo unos momentos había bailado para el público, se deslizó entre la semipenumbra; las luces intermitentes la aparecían y desaparecían como una bella visión felina. Se acercó lentamente a la mesa, lo miró coqueta, él la observó con gesto complacido. —¿Te puedo invitar un trago?—le dijo cortésmente.

—Por favor.

Él se levantó, tomó una silla y la invitó a sentarse.

—Estoy tomando wisky, pero si lo deseas, podemos pedir otra cosa.

—No, wisky está bien.

Él pidió otro vaso, le sirvió.

—Nunca antes te había visto por aquí.

—Vagaba por la calle y decidí entrar. Tu acto es muy hermoso.

—Por favor, no me hagas sonrojar.

—No. De verdad.

—¿Te gustó?

—Sí, logras transmitir muchas sensaciones.

—¿Qué clase de sensaciones?

—Es como si fueras un pajarillo enjaulado que quisiera volar.

—Disculpa, pero no entiendo.

—Cuando te vi bailar, te imaginé como un ave que está prisionera y busca su libertad, pero que no encuentra la puerta por donde emprender su vuelo. Gira y danza alrededor de su pequeño mundo. Ruega con dulces y melodiosos cantos por su liberación, y su carcelero piensa que aquello es hermoso, y entonces vigila que la seguridad de la jaula sea siempre la correcta para no perder aquel adorno que alegra el aire con sus trinos.

—¿Eres poeta o escritor?

—Quizás solo soy un vagabundo.

—Lo que seas, pero estás equivocado. No soy prisionera de nadie.

—De algún modo, todos somos prisioneros en este mundo.

—Si es así, yo no veo a mi carcelero.

Él alzó su vaso de wisky en actitud de brindar y dijo.

—A veces lo somos nosotros mismos.

Ella lo miró a los ojos; durante un segundo se sintió incómoda.

—Es la primera vez que alguien ve lo que hago, como la danza de un pajarillo. Pensé que todos me veían como a la mujer deseada, que aparece en sus sueños.

—Quizás todos vemos, sólo lo que queremos ver.

—Puede ser.

—O tal vez sólo nos ven los demás, como queremos que nos vean.

Ella permaneció en silencio, él advirtió su creciente incomodidad y decidió cambiar el tema.

—Perdona, debo sonar aburrido, quizás el whisky ya me está afectando. Sería mucho mejor si empezamos de nuevo. Mucho gusto mi nombre es Fernando.

Logró pintar en la comisura de sus hermosos labios un esbozo de sonrisa.

—Mucho gusto caballero, mi nombre es Miriam.

—Asombroso.

—¿Qué cosa?

—Cuando escuché tu nombre en la voz del anunciador, me pareció bonito, pero no creí que fuera tu verdadero nombre.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, supuse que las bailarinas no usaban su nombre real

—No me avergüenzo de lo que hago, si es lo que quieres decir.

—No, no digo que lo hagas o que debas hacerlo. Solo pensé que usarías otro nombre, tal vez digamos, para proteger tu intimidad.

—Si con “intimidad”, te refieres a lo que soy fuera de aquí, creo que está bien protegida, al menos de quienes quiero protegerla.

—¿Y qué haces cuando estás fuera de aquí?

—Algunas cosas.

—¿Cuáles?… Digo, si se puede saber.

—Bueno, en realidad no salgo mucho de mi apartamento, me gusta escuchar música, leer un poco, cosas así.

—Suena interesante.

—¿Y tú qué haces fuera de aquí?

—Cosas sin importancia— dijo sonriendo un poco.

—¿Y se puede saber qué cosas sin importancia?

—Bueno, últimamente descubrí la fotografía, y he andado por ahí, tratando de tomar impresiones de éste mundo que casi no conozco.

—¿Eres fotógrafo profesional?

—Bueno, algo así más o menos, pero no hablemos de mí, soy un tema muy aburrido para una noche como esta.

Ella se fijó en aquel rostro de color canela, las cejas pobladas casi se juntaban, los ojos de un verde extraño como el mar cuando está en calma, la barba de tres días dejaba adivinar un mentón fino, y un espeso bigote marcaba sus labios, que a ella en ese momento le parecieron hermosos, y más aún, cuando alguna sonrisa dejaba ver los dientes perfectos. Muy pronto él dirigió la conversación hacia temas menos formales, y luego de algún rato, logró que ella riera con sus ocurrencias. Después de consumir dos botellas de whisky, parecían muy compenetrados ambos; ella, hacía mucho tiempo que no reía tanto, sentía por dentro una felicidad que la invadía totalmente; se había olvidado de todos los dolores y de todos los recuerdos, y aquella sensación unida al efecto del whisky, la transportaba a un mundo diferente al que ella vivía. Hacia las cuatro de la madrugada, el lugar se encontraba con menor número de clientes. Miriam aún estaba feliz con su acompañante, en el fondo de su pensamiento había una pequeña vocecita que le indicaba que toda aquella magia pronto tendría que terminar, pero ella, absorta en aquél trozo de felicidad, acallaba cualquier rumor que se pudiese escuchar. Ella misma se sorprendió un poco cuando se escuchó decir:

—¿Te parece bien si dejamos este lugar?

—Como tú quieras.

Dejaron aquel sitio, él llevaba un sobretodo negro que le llegaba hasta las rodillas, ella se había puesto un bonito abrigo de color marrón. Empezaron a caminar por la calle, compenetrándose con la fría niebla, que en ocasiones los abrazaba haciéndoles su parte de sí misma. Él encendió un cigarrillo y ella, soñando quizás, le pasaba el brazo por la cintura y mientras caminaban, se apoyaba un poco en él.

—¿Puedo hacerte una pequeña confesión?

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