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Carmen G. de la Cueva - Mamá, quiero ser feminista

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Carmen G. de la Cueva Mamá, quiero ser feminista
  • Libro:
    Mamá, quiero ser feminista
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Mamá, quiero ser feminista: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

En mi infancia hubo otro momento decisivo que tuvo que ver con las Spice Girls. Cuando estaba en quinto de primaria, mis amigas y yo decidimos disfrazarnos de ellas para actuar en la fiesta de fin de curso. Recuerdo que yo elegí interpretar a Geri Halliwell. Me gustaba su fuerza, su pasión y a los once años pensaba que si me subía a unas botas altas de plataforma, me teñía el pelo con un spray rojizo y conseguía moverme con gracia en el escenario sin caerme, podría hacer cualquier cosa que me propusiese en la vida. Aquella tarde, subí al escenario dos veces: para cantar Wannabe y para recoger un premio literario por un cuento que había escrito. Ambas cosas las hice caracterizada de Geri. Creo que en aquel momento exacto entendí que eligiera lo que eligiese ser en la vida —escritora o imitadora de las Spice Girls—, la vergüenza no era algo a lo que debiera temer. También entendí que ser chica implica aprender a reírse de una misma. Creo que fue el primer momento de mi vida en que me sentí empoderada, aunque mi madre dice que nací empoderada. No sé qué sería de este libro y de mí sin ella. Le debo todo lo que soy. Igual que se lo debo a mi padre y a mi hermano: en el comité familiar he tomado casi todas las decisiones importantes. Les agradezco también a mis padres haber traído al mundo a Celia. Este relato es para ti, para que nunca te pierdas.

A Miguel, mi compañero, te doy las gracias por ser durante años mecenas de «la causa».

A mi editora Desirée Baudel le agradezco que apostara por mi voz y por mi forma de contar las cosas.

La mitad de este libro es de la maravillosa ilustradora Malota, a quien doy las gracias por hacer suya la historia de una chica de provincias.

Si Caitlin Moran no hubiera hablado de cómo se siente una gorda ni Germaine Greer de cómo limpiaba sus bragas manchadas de sangre, si Virginie Despentes no hubiera escrito sobre su violación, este libro no existiría. A ellas y a todas las mujeres que pusieron sus vidas por escrito antes que yo: gracias. Todavía nos quedan muchos silencios que romper.

Gracias a mi bisabuela Asunción, mi abuela Eugenia, mi tía Carmen y mi tía Mari he conocido las historias familiares que han sido vitales en mi formación como mujer. Sus voces son parte de mi genealogía.

Sin las bibliotecas públicas no habría podido leer. Han estado ahí, atentas a mi curiosidad, vigilantes. Reivindiquémoslas.

Gracias a «La tribu de Frida» he sobrevivido al pueblo y a la frustración laboral. Me gustaría dedicar este libro a todas las personas que de una forma u otra me han animado a creer en mí. Este libro llevaba tiempo gestándose en mi cabeza. Quería hablar de feminismo contando la vida de una chica cualquiera, una chica que ha pasado vergüenza, que ha sentido frustración y que, de alguna manera, ha conseguido creer en ella misma. Ahora sé que equivocarse y tropezar es una parte importante de la vida.

Cuando volví a Alcalá recordé el impulso infantil de parecerme a Jo March. No hizo falta tomar prestadas las tijeras de costura de mi madre. Una tarde del verano de 2012 salí a dar un paseo y acabé sentada en el sillón de una peluquería cualquiera. Lo hice, chicas, me corté la melena.

1 Cuatro generaciones de mujeres bajo el mismo techo

Bernarda: Hilo y aguja para las hembras.

FEDERICO GARCÍA LORCA

El día de Reyes de 1986, mientras mi madre se comía con ganas un buen pedazo de roscón, rompió aguas. No sé muy bien cómo se sucedieron los hechos, pero sí sé que ese día a mi madre también le tocó la sorpresa que se escondía en su interior y poco después tuvieron que ir corriendo al hospital. Todavía quedaba un mes para que mi madre saliera de cuentas. Fui ochomesina, quizá ahí está la raíz de mis problemas con el tiempo: tenía tan visto ya el vientre materno que necesitaba salir y ver mundo. Esa actitud de querer adelantarme a casi todo me viene de lejos. El detalle del roscón es una de las anécdotas de mi nacimiento; la otra, mucho más triste por cruel, me la cuenta mi madre cada 7 de enero: «Ay, nena, como tú naciste un día después de Reyes, todos los niños tenían regalos en sus cunitas menos tú. A ti no te dejaron nada».

También esa injusticia se mantendría a lo largo de mi vida. Al contrario de lo que pueda pensarse, nunca me hicieron regalos dobles. La cosa iba así: o me regalaban el día 6 o el día 7, pero ambos días, no. Creo que todavía no lo he superado y siempre he obligado a mis novios a hacerme regalos dobles y triples para compensar aquella angustia infantil.

Cuando nací mi madre tenía veinte años recién cumplidos, mi abuela sesenta y mi bisabuela ochenta. Éramos cuatro generaciones de mujeres viviendo bajo el mismo techo. También estaba mi tía Mari, la hermana soltera de mi madre, que se llevaba exactamente once años y cuatro días con ella. Así que, técnicamente, éramos cuatro generaciones. Aunque mi bisabuela Asunción y yo solo convivimos unos meses, pues ella murió justo después de mi bautizo, en abril de 1986. Desde entonces, mi abuela llevó luto. Sé que ahora el luto es algo extraño que solo aparece en las obras de Lorca, pero en el pueblo sigue siendo algo común. (¡Ah!, casi se me olvidaba: nací en Alcalá del Río, un pequeño pueblo de Sevilla a las orillas del Guadalquivir, donde nunca pasa nada).

En casi todas las fotografías de mis primeros años de vida, mi abuela viste de negro. En la casa, en el parque, hasta en las fotos de la playa, mi abuela lleva un vestido negro por debajo de las rodillas aunque todos los demás vayamos en bañador.

Mi abuela siempre fue muy cariñosa, pero tenía un carácter un tanto mandón. Creo que yo lo heredé de ella. Somos las únicas de la familia a las que siempre nos han llamado así: mandonas. Y es que mi abuela Eugenia —que según la etimología griega significa «bien nacida», como ella no se cansaba de repetirme— sabía muy bien qué quería y no tenía problemas para decirlo. Era tan mandona que a veces mandaba incluso en las vidas de los demás, como en la de mi madre.

Mi madre y mi padre eran novios, llevaban ya algún tiempo juntos cuando se quedaron embarazados. Una vez encontré las cartas que mi padre le había enviado mientras hacía la «mili». Las tenían en un cajón del ropero de su dormitorio, escondidas bajo un montón de fulares horteras de los años ochenta. Allí estaban sus declaraciones de amor para la posteridad. Todo parecía ir bien, mi madre esperó hasta que volvió mi padre y entonces ocurrió el accidente, es decir, yo. Mi madre tenía diecinueve años, y mi padre, veintiuno. Parece ser que el hecho de que me concibieran fue algo traumático en la casa de los De la Cueva Delgado, hasta que yo nací. Cuando me vieron la carita rechoncha y el pelaje negro azabache, las aguas se calmaron, pero hasta entonces, todo habían sido reproches y renuncias, como en las obras de Lorca.

Mi madre quería ser enfermera, pero mi abuela dijo que «nanai», que si iba a ser madre, para qué quería estudiar. Y tuvo que renunciar. Cuando le pregunto a mi madre por qué no intentó pelear por su sueño de ir a la universidad, me dice que se sentía culpable, atada. Pero siento que una parte de ella se arrepiente y me dice que tenía que haber seguido estudiando y que, si lo hubiera hecho, ahora tendría una profesión.

Mi abuela siguió regañándola toda su vida, seguía viéndola como su hija pequeña, la que se juntó con un muchacho pobre de La Rinconada —mi padre— y echó a perder su vida. A pesar de todo, los casaron un 4 de agosto de 1985, y sin velo pero por la iglesia. Y seis meses después, allí estaba yo, con mi vida prematura y mi pelazo negro. Parece ser que durante algún tiempo fui algo así como la reina de la casa: la primera nieta, la primera sobrina, la primera niña de la calle. Pero el pelazo duró lo que tardaron en arrancarme de los brazos de mi madre, justo después de nacer. Mi madre se emociona contándome el disgusto que tuvo cuando fue a verme a la incubadora y no me reconoció porque me habían rapado la cabeza. La historia de lo horrorosa que estaba sin pelo forma parte de la tradición familiar.

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