I
LLEGADA A BURNT FORK
Burnt Fork, Wyoming
18 de abril de 1909
Querida señora Coney:
Se creerá que estoy perdida, como los niños del bosque. Bueno, pues no es así, y estoy segura de que los petirrojos se lo habrían pasado en grande recogiendo hojas para cubrirme con ellas en este lugar. Me encuentro en las inmediaciones de la Reserva Forestal de Utah, a media milla de la frontera, a sesenta millas del ferrocarril. Me pasé veinticuatro horas en el tren y dos días de diligencia, ¡y qué dos días! La nieve estaba empezando a derretirse y ese barrizal era de lo peor que había visto nunca. La primera diligencia que abordamos estaba desvencijada a más no poder y me tuve que sentar con el chófer, que era mormón y tan apuesto que no me ofendí ni una pizca cada vez que insistía en tirarme los tejos todo el camino, sobre todo después de decirme que era un mormón viudo. Pero, obviamente, como no tenía carabina, le tuve que lanzar unas miradas bien feroces (lo cual no fue muy difícil con el viento y el barro como aliados) y contarle lo que opinaba de los mormones en general y en particular.
Entretanto, mi nuevo patrón, el señor Stewart, estaba sentado encima de una pila de equipaje y se mostraba terriblemente preocupado por lo que él llamó su «Tookie», aunque no sabría decirle de qué se trata. Como la carretera estaba tan embarrada y llena de baches, la diligencia parecía que tenía hipo, lo que igualmente nos afectaba a quienes íbamos dentro. El señor Stewart me preguntó si aquello no me parecía un viaje la mar de divertido. Yo le dije que podía llamarlo divertido si quería, pero que a mí no me lo parecía tanto. Cada vez que la diligencia topaba con una roca o un bache, el señor Stewart ululaba, por lo que empecé a desear que llegáramos a un árbol hueco o un agujero en el suelo para que él se metiera dentro con el resto de lechuzas.
Llegamos finalmente, y todo me resulta estupendo y muy, pero que muy agradable, y no hay ningún problema con el señor Stewart en absoluto, pues en cuanto termina de comer se retira a su habitación y se pone a tocar la gaita. Una y otra vez, siempre el mismo soniquete de The Campbells are Coming, a intervalos, durante todo el día, de siete a once de la noche. A ver si esos Campbell se dan prisa y vienen de una vez.
Hay un caballo de silla reservado para mí y una pequeña escopeta con la que se supone que debo matar urogallos. Estamos entre dos riachuelos trucheros, así que imagínese lo feliz que me pongo cuando la nieve se derrite y el agua está clara. Tenemos las mejores gallinas Plymouth Rock, que nos dan montones de huevos estupendos. Agradezco mucho tener toda la nata que me apetezca después de las experiencias que tuve en mi ciudad. Jerrine está aprovechando bien todas las cosas buenas que tenemos. Monta en poni hasta el río todos los días.
Aún no he podido registrar mi tierra porque tenemos quince pies de nieve, y creo que prefiero ver lo que me da, así que esperaré hasta el verano. Aquí solo existen tres estaciones: invierno, julio y agosto. Vamos a plantar el jardín a finales de mayo. Para entonces me ocuparé de la tierra, me enteraré de todo lo que pueda y se lo haré saber.
Creo que esta carta se está alargando demasiado, de manera que le envío mi afecto más sincero y dejo de fatigarla. Por favor, escríbame cuando tenga tiempo.
Le saluda atentamente,
Elinore Rupert
II
EN EL REGISTRO
24 de mayo de 1909
Mi muy querida señora Coney:
Bueno, ya he registrado mi parcela y ahora soy toda una terrateniente. Tuve que esperar mucho tiempo hasta ver siquiera tierra en la reserva, y aún queda mucha nieve, así que pensé que como hay tres meses de verano y primavera en total, y como yo de todos modos quería el terreno para un rancho, tal vez lo mejor sería que me quedara en el valle. Así pues he registrado la parcela que colinda con la del señor Stewart y estoy muy satisfecha. Tengo en mi propiedad una arboleda de doce pinos ellioti, y voy a construir mi casa allí. Pensé que sería muy romántico vivir en lo alto de las cumbres entre pinos susurrantes, pero me imagino que también sería sumamente incómodo, así que me conformo con que me susurren los doce de mi arboleda; y lo mejor es que tengo todo el agua de nieve que quiero; hay un riachuelo que pasa justo por el medio de mi tierra y la leña me queda bastante cerca.
Un vecino y su hija iban a Green River, la cabecera del condado, y me dijeron que podía ir con ellos, y así lo hice, puesto que lo mismo podía solicitar la tierra allí que en el Registro de la Propiedad; ¡ah, y el viaje! Disfruté más por pulgada cuadrada de lo que jamás Mark Twain o Samantha Allen. A lo que me contestó: «Cuando sea posible, estará comestible, si no le pesa zampárselo aquí». ¡Aires de Shakespeare!, ¡Salmos de David, el pastor poeta! ¿Qué cree que hicimos? Pues nada, nos lo zampamos, lo más delicioso que jamás haya probado. ¡Qué café! ¡Y salido de semejante cafetera! Le prometí a Bo-Peep que le enviaría un báculo con lazos rosa, pero sospecho que piensa que soy un cayado sin los lazos.
La artemisa es tan corta en algunos lugares que no alcanza para hacer fuego, así que esa noche tuvimos que conducir hasta bastante tarde antes de acampar. Después de andar todo el día por lo que parecía un desierto llano de arena, al caer el sol llegamos a un hermoso cañón, por el que descendimos un par de millas para atravesarlo.
En el cañón ya habían caído las sombras pero si alzabas la vista podías ver los últimos rayos de sol en lo alto de los imponentes cerros pelados. De repente, un gran lobo salió de no sé dónde y echó a correr por el borde del cañón, perfilado por el sol del atardecer con nítidos trazos negros. Al final le pudo la curiosidad, se sentó y esperó a ver qué tipo de bestia éramos. Supongo que se quedó decepcionado porque se puso a aullar con tono sombrío. Me acordé de las historias de lobos de Jack London. Pasado el cañón contemplé la más hermosa de las panorámicas. Era como si estuviéramos atravesando una niebla dorada. Las sombras violetas se deslizaban entre las colinas mientras que tras nosotros quedaban las cumbres encapuchadas de nieve, aprovechando los últimos rayos de sol. Envolviéndonos por todas partes se extendía la miseria y desesperanza del desierto, la salvia, adusta y decidida a sobrevivir a pesar de la escasez, y aquellas impresionantes y desoladas lomas áridas. Los hermosos colores se tornaban ámbar y rosado, regresando luego al tono general de gris tedioso. A continuación paramos para acampar, ¡menuda carrera recogiendo maleza para el fuego y preparando la cena! ¡Todo estaba tan rico! Jerrine comió como un adulto. Luego levantamos el porche de la carreta, extendimos la lona por encima y nos hicimos una habitación para las mujeres. Preparamos nuestras camas sobre la arena cálida y suave, y nos acostamos a dormir.
Era una noche demasiado hermosa como para quedarse dormida, así que saqué la cabeza para mirar y pensar. Vi cómo salía la luna y pendía durante un rato sobre la montaña, como si no le hiciera mucha gracia la cosa, y cómo las estrellas grandes y blancas flirteaban desvergonzadas con las alturas. Vi un coyote llegar al trote y me dio pena que tuviera que cazar su comida en un lugar tan yermo, pero cuando acto seguido oí un revoloteo de alas, me dio pena de los urogallos que había alborotado. Finalmente, se plantó una nube delante y me fui a dormir. A la mañana siguiente todo estaba cubierto por varias pulgadas de nieve. Ni nos inmutamos, pero mientras me las veía y me las deseaba con unos tercos corsés y zapatos, me dije a mí misma, cual hija pródiga: «Cuánto mejor estaría ahora en Denver, en casa de la señora Coney, escarbando por los rincones con un cepillo en busca de mugre; sí, incluso comiendo bacalao, en vez de venir a perecer a este desierto de imaginación». Así que viré el curso de mis pensamientos y me puse a fantasear con que estaba en casa al calor de la chimenea, y que apenas quedaban tareas por hacer. Mi imaginación estaba tan desbocada que sin darme cuenta pegué una patada a la rueda de la carreta y vaya si entré en calor, como un científico beodo leyendo a la señora Eddy.