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SINOPSIS
¿Es posible hablar de pensamiento misógino en la sociedad actual? ¿Qué huellas ha dejado la misoginia explícita en tantas obras y autores clásicos?
Un recorrido peculiar por los juicios y las descalificaciones que ha merecido la mujer, por el mero hecho de serlo, a lo largo de los siglos. De la Baja Edad Media al presente más inmediato, y desde los grandes misóginos medievales —don Juan Manuel, Jaume Roig, Francesc Eiximenis, el Arcipreste de Talavera— hasta la actualidad, pasando por Quevedo, Gracián, Leandro Fernández de Moratín y Cela, entre otros, por primera vez se propone un itinerario contra femina ilustrado con citas de las letras hispánicas, algunas de ellas firmadas por mujeres.
Anna Caballé
Breve historia
de la misoginia
Antología y crítica
... Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos —y la lista sería demasiado larga— parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.
Christine de Pizan,
en La ciudad de las Damas, 1405
Emprenda, emprenda mucho,
elévese tu ingenio,
remóntese tu numen,
no aletee rastrero.
No tejas más laureles
a ese contrario sexo,
que sólo en nuestra ruina
fabrica sus trofeos...
Gertrudis de Hore Ley (Cádiz, 1742-1801)
Todo sentimiento que intimide me resulta antinatural y extraño.
Ottilie von Pogwisch a su marido,
August von Goethe, el 16 de febrero de 1817
De vez en cuando dejamos de crecer. Es de la lluvia, del frío, de esta humedad a la que están sujetos en el norte huesos y barcos, árboles y piedras. Es entonces grande la tentación de la pocilga.
Eugénio de Andrade (1923-2005)
A una mujer con la cabeza llena de griego, como madame Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chatelet, parece que no les hace falta más que una buena barba; con ella su rostro daría más plenamente la expresión de profundidad que pretenden.
Immanuel Kant, Observaciones
sobre lo bello y lo sublime, 1764
Prólogo a la segunda edición
Yo tenía once años y como todos los domingos entré cerca del mediodía en una parroquia de Barcelona, con mis padres y mis hermanos, para asistir a la misa dominical. El viernes anterior no me había confesado en el colegio, como era costumbre, así que me dirigí al confesionario mientras mis padres se acomodaban en uno de los primeros bancos de la nave central. Tuve que esperar muy poco. Me arrodillé ante una de las rejillas laterales del cubículo de madera y me dispuse al consabido inventario de mis faltas. La más grave tenía que ver con las frecuentes peleas con mi hermana Elena. Entonces sentíamos una enorme hostilidad mutua y nuestra rivalidad nos agobiaba tanto a ella como a mí, pero no sabíamos cómo ponerle remedio. Se lo expuse al confesor accidental —yo tenía, como todas las niñas de mi clase, mi propio confesor— de forma casi rutinaria porque eso venía ocurriendo semana tras semana, mes tras mes. El sacerdote no pareció nada convencido con mi explicación y me preguntó ¿y qué más?, ¿qué otros pecados tienes por confesar? Yo era una niña muy desarrollada físicamente, pero mi ignorancia sobre el cuerpo, sobre los cuerpos, era total. Imaginé que quería más sentimiento en mis palabras. Di detalles de nuestras peleas, añadí otras cosas que recordaba y que podían ser motivo de confesión. Por ejemplo que un día busqué la palabra encinta en un ejemplar del diccionario de la RAE, en una biblioteca a la que acudía regularmente. Recordaba mi turbación al buscarla, consciente de que había algo «extraño» en ella que yo quería saber. Más o menos, así se lo dije, pero no pareció satisfecho. ¿Y qué más? La pregunta se repetía una y otra vez. Bueno, desobedecí a mi madre... ¿Y qué más? Yo me sentía agobiada y buscaba con desespero otras faltas que añadir a la lista, cada vez más copiosa. Me había quedado sin argumentos cuando, finalmente, el sacerdote se destapó: ¿y a los lavabos, vas con otras niñas? ¿Cómo?, ¿los lavabos? No entendía qué papel podían jugar en aquella difícil conversación. ¿Qué tendría que ver eso con las serias discusiones que yo mantenía con mi hermana? La situación se fue endureciendo: ¿era posible que hubiera visto alguna cosa sucia en los lavabos?, ¿compañeras mías haciendo tal vez cosas feas?, ¿ tocándose?, ¿me tocaba yo? ¡Qué manía!, pensaba yo tímidamente. No entendía qué quería de mí con sus preguntas. Cada vez más nerviosa, viéndome sin salida, de pronto sentí un vacío en la cabeza y tuve que salir del confesionario a toda prisa, confusa y mareada. Mis padres me estaban esperando allí mismo. La misa había terminado y mi madre me reprendió duramente: debía ser muy grave lo que había hecho para que la confesión durara tanto rato. A todo esto vi al sacerdote deslizarse rápidamente de vuelta a la sacristía. Salí de la iglesia aturdida, llorosa y culpable. ¿Qué había pasado? ¿Es que Dios sabía algo de mí que era muy feo? Solo mucho tiempo después di con el sentido exacto de lo que había ocurrido. Ahora siento una inmensa lástima por aquellos pobres seres ensotanados y reprimidos que veían en los otros las oportunidades de pecar que imaginaban para sí mismos. El deseo les debía acechar sin descanso. Y es que vamos sabiendo cuánto sufrimiento absurdo e innecesario ha generado el celibato impuesto, arruinando infancias que de ningún modo merecían aquel castigo. En enero de 2002, The Boston Globe publicó «Church allowed abuse by priest for years», el famoso reportaje que denunciaba las agresiones y abusos sexuales de decenas de sacerdotes estadounidenses en contra de menores de edad, aunque pesar de ello, hoy sabemos que las dimensiones del horror son inéditas. Basta con detenerse en las renuncias en masa de 34 obispos —forzadas por el Vaticano— a principios de 2018, pasando por la abdicación papal en febrero de 2013 y las miles de denuncias que hasta el día de hoy continúan sucediéndose.
El acoso sexual por parte del estamento eclesiástico podía darse indistintamente con niños o niñas y los actos no tenían que ver con la hostilidad hacia el otro sexo sino con su propia y enfermiza represión. De modo que cualquiera, niño o niña, chico o chica, estaba expuesto al zarpazo. Lo importante es que las denuncias que ahora se suceden de forma inapelable tienen una significación demoledora en relación a la Iglesia católica como autoridad moral, porque ella ha sido responsable principal del fomento y divulgación del pensamiento misógino que tanta ruina trajo a las mujeres en el pasado, a través de la educación, la ideología y el confesionario. Discurriendo un discurso
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