Jason Goodwin
La estrategia Bellini
Titulo original: The Bellini Card
© Jason Goodwin, 2008
© Traducción: Francisco La cruz, 2009
Com’era, dov'era.
(Como era, donde estaba)
Lema veneciano
No juzgues nunca un cuadro o a una mujer
a la luz de una vela.
Proverbio veneciano
Se hundió lentamente en las oscuras aguas, los brazos extendidos, los pies apuntando hacia abajo, como un Cristo, o un derviche que bendijera el mar.
La piedra atada a sus pies golpeó el barro con una suave explosión. Sus rodillas se doblaron, y al cabo de un momento el cadáver se inclinó graciosamente con la marea. Siempre había sido elegante, y flexible cuando fijaba un precio; un hombre que comerciaba y siempre cedía algo en los tratos.
Encima de él, el asesino giró su cabeza de un lado a otro, alerta al más ligero movimiento de la oscuridad, sintiendo la lluvia sobre su rostro. Permaneció quieto durante unos minutos, esperando y observando, antes de parpadear, darse la vuelta y salir silenciosamente del puente, para ser tragado por la noche y los callejones de la durmiente ciudad.
La marea menguó. El agua arrastraba las algas verdes que se alineaban en las paredes, borboteaba alrededor de los viejos pilotajes y se deslizaba retrocediendo de los gastados escalones de piedra. Descendía, empujando suavemente al comerciante más cerca del mar en el que, en sus días de gloria, la ciudad había hecho su fortuna. Bajo las cúpulas bizantinas, los palacios deteriorados y las embarcaciones amarradas, el cadáver era empujado silenciosamente hacia el mar, los brazos todavía abiertos en un gesto de vana bienvenida.
No obstante, alguna obstrucción, un bloque de piedra o un lazo de cuerda podrida, debía de haber obstaculizado su paso: porque, cuando rayaba el alba, y la marea bajó, el comerciante aún estaba a unos metros de distancia de las profundas aguas de la Riva dei Schiavoni en las que debía haberse hundido sin dejar ninguna huella.
El sultán soltó un agudo estornudo y se secó la cara con un pañuelo de seda.
– La reina de Inglaterra tiene uno -dijo con mal humor.
Reshid Pachá inclinó la cabeza. El rey Guillermo estaba muerto, al igual que el sultán Mahmut. Ahora, pensó, Inglaterra y el Imperio otomano estaban siendo gobernados por unas muchachitas.
– Como dice el sultán, que sean largos sus días.
– Los Habsburgo tienen varias galerías, según creo. En sus dominios, en Italia, poseen palacios atiborrados de pinturas. -El sultán se limpió la nariz-. El emperador de Austria sabe cuál era el aspecto del abuelo de su abuelo mirando su cuadro, Reshid Pachá.
El joven pachá cruzó sus esbeltas manos delante de sí. Lo que el sultán decía era cierto, pero ridículo: los Habsburgo eran notoriamente feos, notoriamente parecidos. Se casaban con parientes cercanos, y su barbilla se hacía más grande a cada generación. En tanto que un príncipe otomano no tenía más que adorables y expertas mujeres para compartir el lecho.
Los hombros de Reshid Pachá se tensaron.
– Los perros austríacos siempre mean en el mismo lugar -dijo con un gruñido burlón-. ¿Quién querría ver eso?
Incluso mientras hablaba, sabía que estaba cometiendo un error. El sultán Mahmut hubiera sonreído ante la observación. Pero Mahmut estaba muerto.
El sultán frunció el ceño.
– No estamos hablando de perros.
– Tenéis razón, mi padishah. -Reshid Pachá inclinó la cabeza.
– Hablo del Conquistador -dijo con arrogancia Abdülmecid-. De la sangre que corre por estas venas.
Levantó sus muñecas, y el joven consejero inclinó la cabeza, avergonzado.
– Si existe el cuadro, lo deseo -continuó el sultán-. Quiero verlo. ¿Deseas, Reshid Pachá, que el retrato del Conquistador sea expuesto a la mirada del infiel… o que un no creyente pueda poseerlo?
Reshid Pachá lanzó un suspiro.
– Y, sin embargo, sultán mío, no sabemos dónde puede estar el cuadro. Si es que, realmente, existe.
El joven padishah volvió a estornudar. Mientras examinaba su pañuelo, el pachá, continuó:
– Durante más de tres siglos nadie ha visto nunca o ha oído hablar de ese… cuadro. Hoy tenemos un rumor, nada más. Seamos cautos, mi padishah. ¿Qué importancia tiene que esperemos otro mes? ¿U otro año? La verdad es como el almizcle, cuyo agradable olor nunca se puede ocultar.
El sultán asintió con la cabeza, pero no era una muestra de acuerdo.
– Hay una manera más rápida -dijo con voz gangosa por culpa de los mocos.
– Manda a buscar a Yashim.
Cerca de la orilla del Cuerno de Oro, por la parte de Pera, se levantaba una fuente instalada por una princesa otomana, como un acto de generosidad, en un lugar donde los barqueros solían recalar y dejar sus pasajes. Existían centenares de fuentes en las calles y plazas de Estambul. Pero ésta era particularmente antigua y querida, y Yashim la había admirado muchas veces al pasar. En ocasiones, con tiempo caluroso, se enjuagaba la cara en el hilillo de agua clara que caía sobre su taza adornada con azulejos.
Fueron aquellos azulejos los que ahora le hicieron detenerse en la calle, pasmado y sin ser observado en medio de la corriente de tráfico que ahora pasaba a lo largo de la costa: muleros con sus recuas de animales, porteadores cargando enormes sacos, dos mujeres totalmente veladas vigiladas por un eunuco negro, un bashi-bazuk a caballo, su fajín atiborrado de pistolas y espadas. Ni Yashim, ni la destartalada fuente, llamaban la atención de nadie. La multitud fluía a su alrededor, un hombre solo, de pie, con una capa marrón, un blanco turbante sobre su cabeza, observaba afligido como un trío de obreros con ropa de trabajo y sucios turbantes golpeaban la fuente con sus martillos.
Y no es que a Yashim le faltara presencia. Su única carencia era de algo más concreto; pero estaba acostumbrado a pasar inadvertido. Era como si su presencia fuera una cualidad que él decidía mostrar u ocultar; una cualidad de la que las personas eran inconscientes hasta que se encontraban hipnotizadas por sus ojos grises, su voz baja, musical, o por las verdades que decía. Hasta entonces podía resultar casi invisible.
Los obreros no levantaron la mirada hasta que él se acercó. Sólo cuando habló, uno de ellos miró a su alrededor, sorprendido.
– Se trata del puente, effendi. Una vez que esto haya desaparecido, y luego el árbol, habrá un camino para pasar por aquí, ¿ve usted? Hemos de tener un camino que atraviese esto, effendi.
Yashim apretó los labios. Durante años se había hablado de un puente que uniría la parte principal de la ciudad de Estambul con Pera. Siglos, incluso. En los archivos del sultán del palacio de Topkapi, Yashim había visto unos papeles color sepia con un dibujo de dicho puente, ejecutado por un ingeniero italiano que escribía sus cartas del revés, como si estuvieran escritas en un espejo. Ahora, al parecer, iba a construirse el puente; el regalo del nuevo sultán a un agradecido populacho.
– ¿Y esta fuente no podría simplemente trasladarse más allá?
El obrero enderezó su espalda y se apoyó en su mazo.
– ¿Qué? ¿Esto? -Se encogió de hombros-. Demasiado vieja. Una nueva sería mejor. -Sus ojos se deslizaron a lo largo de la costa-. Pero lo que sí es una vergüenza es lo del árbol.
El árbol era un coloso, y una agradable sombra y abrigo en la costa del Pera. Llevaba allí varios siglos; y ahora desaparecería en cuestión de días.
Yashim parpadeó cuando uno de los mozos agrietó con un golpe de mazo la taza de la fuente. Un pedazo de piedra se separó, y Yashim alargó la mano.
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