Günter Grass
El gato y el ratón
… y una vez, cuando ya Mahlke sabía nadar, estábamos tendidos sobre la hierba junto al campo de juego, yo hubiera debido ir al dentista, pero no me dejaban, porque como delantero era difícil de suplir. Mi diente aullaba.
Un gato atravesó en diagonal el prado sin que nadie le tirara. Algunos de los muchachos mascaban o arrancaban tallos de hierba. El gato pertenecía al administrador del campo y era negro.
Hotten Sonntag frotaba su palo con un calcetín de lana. Mi diente hizo acto de presencia. El torneo se prolongaba desde hacía ya un par de horas. Nos habían dado una paliza y esperábamos ahora el partido de desquite. El gato era joven, aunque no precisamente un minino.
En el estadio menudeaban los disparos contra una y otra meta. Con machacona insistencia mi diente iba repitiendo una misma palabra. En la pista de ceniza, los corredores de los cien metros practicaban la salida o estaban nerviosos.
El gato zigzagueaba. Lento y sonoro cruzaba el cielo un trimotor, pero sin lograr ahogar con su ruido el aullido de mi diente. Por entre los tallos de hierba, el gato negro del encargado del campo mostraba un babero blanco.
Mahlke dormía. El Crematorio, entre los Cementerios Unidos y la Escuela Técnica Superior, trabajaba con viento este. El profesor Mallenbrandt tocó el silbato:
"¡Juego cambio de campos listos!".
El gato se entrenaba a su manera.
Mahlke dormía o tal parecía. A su lado, a mí me dolía el diente.
Entrenándose, entre arranques y paradas bruscas, el gato se nos fue acercando.
La nuez de Mahlke hubo de llamarle la atención, porque era grande, se movía sin cesar y proyectaba una sombra. Entre Mahlke y yo, el gato negro del encargado del campo se arqueó para el brinco.
Formábamos un triángulo. Mi diente optó por abstenerse, porque la nuez de Mahlke se convirtió para el gato en ratón.* ¡Era tan joven el gato, y tan móvil el cartílago de Mahlke! En todo caso, el gato saltó a la garganta de Mahlke; o tal vez fue uno de nosotros quien agarró al gato y se lo puso a Mahlke en el pescuezo; o bien yo, con o sin dolor de diente, cogí al gato y le mostré la nuez de Mahlke.
* La palabra Maus, "ratón", significa también en alemán, en lenguaje popular, la "nuez del cuello". De ahí la figura del gato y el ratón que sirve de título a la presente novela. (N. del T.)
Y Joaquín Mahlke lanzó un grito, pero la cosa no pasó de unos leves arañazos.
Y ahora yo, que mostré tu nuez al gato y a todos los gatos del mundo, me veo obligado a escribir.
Y aunque no quisiera que tú y yo fuéramos inventados los dos, tendría que hacerlo, porque aquél que por razón de su oficio nos creó a ambos me obliga una y otra vez a tomar tu nuez en las manos y a llevarla a todos los lugares que la vieron triunfar o fracasar.
Así, pues, dejo que al principio tu nuez se agite arriba del destornillador, lanzo a las ráfagas intermitentes del sudeste, muy alto por sobre la cabeza de Mahlke, una bandada de gaviotas hartas hasta reventar, digo que estamos en verano y que el tiempo se mantiene inalterablemente bello, supongo que el casco abandonado es de un barón de la clase Czaika, confiero al Báltico el color de vidrio grueso de las botellas de sifón y, fijado en esta forma el lugar de la acción al sudeste de la boya de entrada de Neufahrwasser, dejo que la piel, de la que el agua sigue escurriéndose en regueros, se le ponga a Mahlke de gallina, aunque no es el miedo lo que le quita su tersura, sino el tiritar que trae consigo una permanencia demasiado prolongada bajo el agua.
Y sin embargo, ninguno de los que estábamos acurrucados allí sobre los restos del puente de mundo, flacos, largos de brazos y con las rodillas empinadas, había pedido a Mahlke que volviera a bucear a la proa sumergida del dragaminas y al cuarto de máquinas adyacente hacia el centro del barco, para desprender allí con el destornillador alguna cosa: algún tornillo, una ruedecita o algo muy especial, por ejemplo una placa de latón con las instrucciones en polaco y en inglés, en letra muy apretada, relativas a alguna de las máquinas.
Porque es el caso que estábamos acurrucados en lo que de superestructura emergía del agua de aquello que en otro tiempo fuera un dragaminas de la clase Czaika, construido en Gdingen y botado en su día en Modlin, el cual había sido hundido el año anterior al sudeste de la boya de entrada, o sea fuera del canal, de modo que no entorpecía para nada la navegación.
Desde entonces, los excrementos de las gaviotas se iban secando sobre la herrumbre.
Se las veía volar cualquiera que fuese el tiempo, repletas y lisas, con ojos laterales que parecían abalorios, rozando a veces los restos de la bitácora tan de cerca que casi se las hubiera podido agarrar con la mano, en tanto que otras veces lo hacían muy alto y en desorden, y lanzaban siempre sus mucosos excrementos en pleno vuelo y de modo que, conforme a un plan imposible de descifrar, nunca caían en el blando mar, sino que daban siempre, invariablemente, en la herrumbre de la superestructura.
Duras, compactas y calcáreas, las excreciones se iban apilando en montículos unas junto a otras o unas sobre otras.
Y cuando estábamos en el barco, siempre había uñas, de las manos o de los pies, que trataban de arrancarlas, siendo ésta la razón, y no porque nos las royéramos -con excepción de Schilling que sí lo hacía siempre y tenía padrastros-, de que las tuviéramos agrietadas.
Mahlke era el único que las conservaba largas, aunque algo amarillentas debido al constante bucear, ya que ni se las roía ni escarbaba con ellas los excrementos de las gaviotas. Y fue también el único que nunca comió de dichos excrementos, en tanto que todos los demás, aprovechando la ocasión, mascábamos aquellos grumos, como si se tratara de caliza conchífera, hasta reducirlos a un moco espumoso que escupíamos luego por la borda.
Por lo demás, aquello no sabía a nada, o sabía a yeso, o a harina de pescado, o a todo lo imaginable: a felicidad, a muchachas, al buen Dios.
Winter, que no cantaba del todo mal nos decía: "¿Sabéis, muchachos, que los tenores de ópera suelen comer a diario excrementos de gaviota?".
A menudo las gaviotas cazaban nuestros escupitajos al vuelo y como sin darse por enteradas.
Al cumplir, poco después de iniciada la guerra, los catorce años, Joaquín Mahlke no sabía ni nadar ni montar en bicicleta, no llamaba particularmente la atención en nada ni ostentaba todavía aquella nuez que más adelante habría de atraer al gato.
Estaba dispensado de las clases de gimnasia y natación porque, según los certificados presentados, su salud era algo precaria.
Aun antes de que aprendiera a montar en bicicleta, en la que ofrecía una figura cómica, con sus orejas como soplillos encendidos y las rodillas abriéndose en el sube y baja, Mahlke se inscribió para la natación durante la temporada de invierno en la piscina cubierta de Niederstadt, pero al principio sólo fue admitido para la natación en seco, con los de ocho a diez años.
Tampoco había progresado mucho en la siguiente temporada de verano. El bañero del establecimiento de Brösen, figura típica de bañero, con un cuerpo como una boya y unas piernas lisas y delgadas sin un solo pelo, tuvo que entrenar primero a Mahlke en la arena y mantenerlo a flote, más adelante, con el sedal.
Sin embargo, al ver tarde tras tarde que todos nos echábamos al agua y volvíamos contando maravillas del dragaminas hundido, se sintió poderosamente estimulado, puso en el aprendizaje todo su empeño, y, antes de transcurridas dos semanas, logró emanciparse por completo de la tutela del bañero.
Con gran seriedad y aplicación nadaba de ida y vuelta entre el muelle, el gran trampolín y el establecimiento, y hubo de haber adquirido ya cierta resistencia cuando empezó a bucear desde el rompeolas, sacando primero a la superficie conchas comunes del Báltico y, más adelante, una botella de cerveza llena de arena que arrojaba bastante lejos para volver a sacarla.
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