Mariposa amarilla
D e niña soñaba con ser madre. Siempre decía que quería tener cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Ya adulta, tuve la suerte de que ese sueño se hiciera realidad. Quería a mis hijos más que a mi vida. Muchas veces me paraba en la puerta a verlos jugar en el patio y pensaba en lo afortunada que era, y siempre me maravillaba que todos ellos fueran míos.
Como la mayoría de las madres, en el fondo tenía miedo de que algo les pasara. Por desgracia, ese temor se volvió realidad.
¿Por te qué abates,
oh, alma mía, y te
conturbas en mí?
Espera a Dios; porque
aún le tengo de
alabar.
~SALMOS 42, 5
Una tarde de junio tocaron a la puerta.
Cuando mi esposo llegó a darme la noticia, no tuvo que decirme nada. Al mirarlo esa noche a los ojos, le vi el alma. Josh, nuestro hijo mayor, de catorce años de edad, acababa de morir atropellado por un coche.
Los años siguientes parecieron acumularse sin sentido mientras nosotros tratábamos de aprender a vivir sin él.
Años más tarde, un bello día de primavera, mi hija Chelsea y yo fuimos a pescar. Éste era nuestro pasatiempo favorito, y siempre ansiábamos que volviera a hacer calor para poder salir. El olor a fresco de la hierba nueva inundaba el ambiente, y los narcisos estaban en plena floración. Todo en torno nuestro parecía volver a la vida, inclusive nosotras, así fuera por un solo día.
Esa mañana tomamos nuestras cubetas y cañas de pescar, atravesamos la antigua cerca y cruzamos el campo en dirección al arroyo. Al volverme hacia Chelsea, que se había atrasado un poco, vi al menos treinta mariposas blancas danzando a su alrededor. Fue una visión celestial, y me pregunté si mi Josh podía comunicarse con nosotras desde el lugar donde se encontraba. Así que lo llamé varias veces:
—Josh, si estás aquí con nosotras, ¡mándanos una mariposa amarilla! Me detuve a esperar a mi hija, y cuando me alcanzó le dije: —Si ves una mariposa amarilla, quiere decir que Josh está con nosotras.
Ella me preguntó:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque acabo de pedirle que nos mande una si está aquí.
Entonces las dos nos pusimos a llamarlo:
—¡Josh, mándanos una mariposa amarilla para que estemos seguras de que estás con nosotras!
—¡Señor, que Josh nos mande una mariposa amarilla, por favor!
De repente, como salida de la nada, ¡una enorme mariposa amarilla de alas redondeadas pasó volando a menos de cinco centímetros de mí! Nos miramos boquiabiertas, y al voltear, la mariposa ya no estaba; se había ido tan pronto como llegó. No la hallamos por ningún lado, pero ya no hacía falta; teníamos la respuesta que necesitábamos. Sintiendo una paz infinita, reanudamos nuestro camino al arroyo, diciendo:
—Anda, Josh, ¡acompáñanos a pescar!
~Deborah Derosier
Milagro en la pista de baile
D e chica soñaba con ser artista, y cantar, bailar y actuar. Irónicamente, nací inválida, y contraje polio a los diez años, así que estaba “impedida para la danza”. Desafinaba tanto al cantar que a la gente le daba pena ajena. Poco a poco, mi exuberante alegría y entusiasmo por las artes fueron remplazados por inseguridad y baja autoestima. Aspiraciones sofocadas y plegarias de la infancia se guardaron en una polvorienta repisa.
Fíate de Jehová de
todo corazón, y no
estribes en
tu prudencia.
~PROVERBIOS 3, 5
Medio siglo después, y habiendo remediado ya múltiples problemas de salud y amor propio, mi apagada oruga creativa emergió, y acepté incluso impartir un curso de teatro en mi iglesia.
Al acercarse mi cumpleaños número cincuenta y dos, mis amigos me tentaron a acompañarlos al Seminario de Artistas Cristianos que cada año se celebra en las Rocallosas, en el que se reúnen miles de artistas para participar en competencias, cursos y espectáculos nocturnos a cargo de celebridades de primera.
Me entusiasmé mucho. Era una gran oportunidad para aprender de actores experimentados. Pero había un pequeño problema: el seminario era económicamente prohibitivo para mí.
Recé: “Señor, si es tu voluntad que yo aprenda más sobre las artes religiosas, ¡necesito asistencia financiera!”.
Menos de una semana más tarde, ¡recibí inesperadamente cheques que me aportaron todo el dinero que necesitaba!
Caí de rodillas, agradecida: “¡Señor, tu generosidad me agobia! Ya que me has abierto esta puerta, ¿puedo saber cuál es tu plan?”.
No estaba preparada para la respuesta inmediata que percibí en mi mente: “Baila para mí”. Tampoco para el eco que resonó en mi corazón: “Baila para mí en la competencia”.
No entendía. Mi limitada experiencia de baile se reducía a la privacidad de mi sala. La idea de bailar en público, a mi edad y con mis dimensiones, era ridícula. “Me gustaría obedecerte, Señor, pero no te entiendo.”
Luego de mucho meditarlo en la oración, recibí la inspiración de una rutina de baile y me fui a Colorado. El paisaje de Estes Park recordaba un folleto de viajes pintorescos, con lagos centellantes y pinos aromáticos. Era un paraíso.
Muy a mi pesar, el lunes en la mañana hice frente a mis adversarios de baile. La mayoría eran adolescentes. Al verlos calentar, pensé que eran tan hábiles que seguramente habían bailado desde el vientre materno. Ataviados con bonitas y ajustadas mallas, ejecutaban pasos exquisitos que yo no sabía siquiera que existían. El paraíso se convertía rápido en pesadilla.
Los cuatro jueces eran bailarines profesionales.
Hacían tres minutos de críticas constructivas al terminar la rutina de cada competidor. Mientras esperaba mi turno, sentí que las cosas se me complicaban, vestida con un traje improvisado hecho con viejas cortinas transparentes de color beige.