Gracias, mamá, por este regalo que me ha acompañado desde que me lo diste. No podía dejar de compartirlo junto a mi testimonio.
Aquellas lágrimas fueron de mis ojos a la almohada. Eran lágrimas calientes de las que queman la cara.
Cuando dejé de llorar y se secaron las lágrimas, sentí como si de pronto me hubiesen lavado el alma.
Quiero ser futbolista, voy a ser futbolista
Cuando el 16 de abril de 1975 asomé la cabeza a la vida en el hospital Santa Cristina de Madrid, llegué con un pan debajo de un brazo —no puedo soñar una infancia más feliz que la que tuve— y un balón debajo del otro, me atrevería a decir.
Cuando pienso en mi niñez no me viene a la mente casi nada que no tenga que ver con el fútbol. No me recuerdo sin un esférico a mi lado, salvo en algún momento corriendo por mi casa con una panera redonda a modo de volante; pero, aparte de eso, todo lo demás en mi vida tenía que ver con mi pasión. Siendo muy pequeño, con nueve años, ya tenía tomada la decisión vital más importante de mi vida: quería ser futbolista. Sabía que quería jugar al fútbol, no había duda. No sabía dónde, no sabía cuándo, no sabía el dinero que iba a ganar, pero no me importaba. Sabía que lo iba a hacer.
Era un niño bueno —dice mi madre, qué va a decir mi madre—, pero también muy tozudo, muy insistente, muy pesado, muy cabezón —confiesa mi madre también—. Desde niño, he entendido la vida así: si algo quieres, tienes que ir a por todas. Y esa constancia y tenacidad es la que me han hecho conseguir todo lo que me he propuesto en la vida en los retos más bonitos y anhelados y en los momentos más duros que me han tocado.
El niño que miraba el Bernabéu desde las ventanas del colegio
Mi infancia fue fútbol, fútbol y más fútbol. Miguel, hermano, amigo e ídolo, al que respeto y admiro, un espejo en el que siempre me he mirado, era cuatro años mayor que yo. Jamás discutíamos, nos unía todo y, cómo no, nos unía también ser unos apasionados del fútbol. Ambos estudiamos en el colegio San Agustín, justo enfrente del estadio del Real Madrid. Cierro los ojos y puedo sentirme mirando desde la ventana de clase el imponente Santiago Bernabéu, una visión que iba fortaleciendo mi semilla, mi sueño, el de jugar al fútbol, ojalá en el Real Madrid. Lo hacía un día tras otro, año tras año.
Fue una época maravillosa. El San Agustín es un colegio con una tradición deportiva muy importante, por allí han pasado también los hermanos Llorente o Marcos Alonso; el deporte está en el ADN de ese centro. ¿Qué más podía pedir? Me lo pasaba fenomenal. Todo el mundo me quería muchísimo allí porque los fines de semana jugábamos al fútbol, y yo lo hacía muy bien para el colegio.
Todos mis recuerdos de allí son bonitos, pienso en el colegio y me vienen unos años perfectos de ese fútbol ideal que yo tenía en mi cabeza y que era el motor de todo. Solíamos entrenar por la tarde, a las siete, y yo entrenaba primero con mi equipo y, si había otro después, yo seguía entrenando, y si hubiese habido otro, habría seguido, no tenía fondo. Así, todos los cursos.
Todo el mundo a mi alrededor tenía claro lo que yo quería, no cabía duda, en eso era absolutamente intransigente: quería ser futbolista, no de Primera División o de Tercera, quería ser futbolista. He jugado en todas las categorías y me he sentido igual de futbolista en una que en otra. El fútbol es lo mismo. La base del fútbol de verdad tiene que ver con un balón, con un campo de fútbol, con unas botas, con unas sensaciones indescriptibles y con un vestuario donde se grita. Se gritan las mismas cosas en un vestuario de preferente que de Primera, las mismas, no hay diferencia.
Cuanto más arriba subes, lógicamente, tienes compañeros de más calidad, más gente va a verte, más dinero ganas, pero eso son solo consecuencias, no es la esencia. Ser futbolista está dentro de uno, no está fuera, y eso lo he tenido clarísimo desde pequeño. Yo quería sentirme futbolista y quería también llegar lo más arriba posible, por supuesto, pero mis expectativas futbolísticas no eran entonces las que luego afortunadamente tuve. Quería jugar, ser profesional y poder vivir de eso, no necesitaba nada más. El fútbol no tiene que ver con el dinero, a edades tempranas el esfuerzo y el sufrimiento no se compensa con el dinero; tiene que ver con la pasión, la superación y la satisfacción personal.
Aprendiendo de mis ídolos
Ya en mi época del San Agustín conocí a una de las personas más importantes en mi vida deportiva, Paco Llorente, que luego se convertiría en jugador del Real Madrid de Primera División, sobrino nieto de Paco Gento y padre de Marcos Llorente. Cuando terminaba mi entrenamiento tras otro, me quedaba en el patio esperando a que mi madre viniese a buscarme. Todos los días veía a un chico en el patio, detrás de los campos de fútbol del colegio, pegándole pelotazos a la pared continuamente. Yo tendría once años; él, diecisiete; yo no sabía quién era, pero me producía una enorme admiración. Mi madre me recuerda siempre jugando con él cada vez que llegaba al colegio. Nos hicimos muy amigos junto a mi hermano Miguel, una amistad que todavía perdura hoy. Viví muy pegado a él sus años de ascenso en su carrera deportiva hasta que llegó al Real Madrid. Compartir aquellas vivencias fue impresionante. Era mi ídolo y lo sigue siendo, es una persona maravillosa.
En aquella época, como en toda mi etapa en el colegio, recuerdo otro momento fascinante. Cuando el primer equipo viajaba, el autobús lo recogía en el descampado que ocupa hoy la Esquina del Bernabéu. Nada más verlo, mis compañeros y yo bajábamos corriendo a pedir autógrafos a los jugadores. Lo he hecho mil veces. En los últimos años ahí estaba ya Paco. Ahí estaba mi amigo, que me saludaba, pero en esos momentos yo no le podía ver como a ese chico que tantas veces venía a comer a casa y montaba en Vespino con mi hermano, sino como a mi ídolo.
Eran los jugadores del Real Madrid y hablábamos con ellos y ellos con nosotros. A mí eso me impresionaba. En nuestros ojos teníamos la misma adoración que hoy veo en los ojos de mis hijos. Aquellos jugadores se vestían normal, se peinaban normal y no llevaban tatuajes, desprendían olor a fútbol. A mí me parecía que no les daba tiempo a nada más que a ser jugadores del Madrid, para mí era tan importante y tan difícil que estaba convencido de que no había tiempo para nada más. Por eso yo tampoco tenía tiempo para nada más que para volcarme en el fútbol.
Me gustaba el aire familiar que se sentía en la Ciudad Deportiva, la cercanía de ver a Vicente del Bosque pasear o a José Emilio Amavisca llegar en taxi. Los mejores de los mejores transmitían la normalidad de ser los mejores en el mejor equipo, así lo sentíamos.
También veía ahí a mi ídolo máximo, Míchel, el jugador que yo quería ser y del que me sabía todo, incluso la matrícula de su coche y el nombre de sus hijos. Míchel era un jugador muy elegante. Quizá sea presuntuoso expresarlo, pero creo que mi forma de correr y mi estilo eran muy parecidos al suyo. De tanto fijarte en un jugador terminas haciendo sus gestos.
Durante aquellos años, mi vida giraba en torno al Bernabéu, entre semana por el colegio y los fines de semana que jugaba el primer equipo porque íbamos a verlo los cuatro, mis padres, mi hermano y yo. Reconozco el mérito de mi padre, que no era un gran apasionado del fútbol, pero siempre estaba presente, tanto en los partidos del Real Madrid, por estar en familia, como cuando jugábamos mi hermano y yo. No era pasión por el fútbol, sino pasión por sus hijos y por disfrutar de algo en familia que a Miguel y a mí nos gustaba muchísimo.
A mi madre le gustaba más el fútbol. Mi abuelo materno jugó en el Águilas y el hermano de mi abuelo materno, en el Elche de Primera División. Mi hermano también jugaba muy bien, ambos teníamos muy buen físico, ambos éramos muy rápidos, pero él decidió enfocar su vida de otra forma.