Javier Sadaba - La Vida Buena

«Vivimos en una red de relaciones, jugamos un sinnúmero de juegos, tenemos, en una misma vida, distintos roles. Juntar ese yo abierto, aunque limitado, con las muchas posibilidades a mano sería el secreto de una cultura del bienestar» (Javier Sádaba).Este libro explora los diferentes modos de vida que aportarían una accesible felicidad, un sensato bienestar. Para ello, Javier Sádaba, uno de los filósofos más brillantes y activos del panorama nacional, propone hacer las paces con la desnuda realidad humana criticando las falsas promesas de una felicidad infinita que se revisten, con frecuencia, con el ropaje de las religiones. La vida cotidiana es contemplada como el lugar en donde realizar una existencia plena, lejos del aburrimiento y de la exaltada ilusión. Por otro lado, la ciencia, en sus aplicaciones biotecnológicas, nos pueden aportar una calidad de vida hasta el momento desconocida. La crítica a una vida política vacía, el reencuentro con el humor y una actitud que se mofa de una seriedad de cortón completan el cuadro de un anhelado buen vivir. Si todos nacemos con un don, la cuestión es explotarlo. En nuestra mano está lograr la paz del alma, un cuerpo a punto y una sociedad más justa. En nuestra mano está conquistar La Vida Buena.

Autor: Sádaba, Javier

©2009, Ediciones Península,

ISBN: 9788483078723

Generado con: QualityEbook v0.72

La vida buena

Primera edición: abril de 2009

© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U., Ediciones Península,

Peu de la Creu 4, 08001-Barcelona. correu@grup62 .com grup62.com

Víctor igual fotocomposidón liberduplex, s.l. • impresión

DEPÓSITO LEGAL: B. 13.097-2009

ISBN: 978-84-8307-872-3

PRESENTACIÓN

Fórmulas o manuales, panfletos, conferencias o tertulias para alcanzar la vida buena no son nuevos. Los encontramos en la aurora del pensamiento que llamamos occidental. Más aún, junto a sus intentos para acceder al hombre de la calle y a sus angustias diarias, se desarrolló un estudio serio, riguroso, en donde las distintas escuelas polemizaron. Y polemizaron en su afán para dar a aquella gente luz que fuera útil a los males que nos aquejan a los mortales. Sócrates, en los comienzos de la filosofía, se pregunta, más allá del puro conocer, cómo es el mundo que habitamos, qué es el bien y cómo podríamos gozarlo. Desde entonces, las disputas no han cesado en esa carrera por apaciguar nuestros dolores. El mundo griego y el greco— latino abundan en escritos sobre el tema. Incluso los títulos de algunos de sus libros reflejan los esfuerzos por vivir bien. Séneca, por ejemplo, nos entregó De vita beata. Y Agustín de Hipona, otro ejemplo, De beata vita. Pero entre ambos autores media un abismo en lo que atañe a qué es eso de la vida buena y cuáles son los medios adecuados para lograrla. En efecto, platónicos, neoplatónicos, aristotélicos, epicúreos, estoicos y otros movimientos menores elaboraron una estrategia basada en las capacidades humanas para obtener la felicidad.

La felicidad, en esta visión del mundo, consistía en la tranquilidad del alma. Es, dentro de ese marco, en donde se desenvolverán las diferentes disputas. Así, si el sabio puede ser feliz independientemente de los bienes externos o la mala suerte, si las virtudes para conseguirla se reducen a una o son varias, y un largo etcétera que muestra hasta qué punto importaba entrar en las entrañas de nosotros mismos para extirpar el dolor y llevar una vida satisfactoria. Por eso les interesó radiografiar qué es el ser humano. Hoy puede parecemos ingenua aquella antropología que distinguía los distintos componentes o niveles de nuestro cuerpo. Pero si el alma quería estar en paz, era necesario saber cuánto tenemos de razón, de deseos o de otras potencias para ordenarlos y no perdemos en un caos que solo traería sufrimiento. Y éramos nosotros los encargados de llevar a buen puerto esta decisiva tarea. Todo cambió con la irrupción del cristianismo que, en poco tiempo, arrasó y sustituyó al Imperio.

Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín, buen conocedor de las escuelas citadas, las tachará de insensatas y absurdas. Y es que los pobres paganos habían intentado poner orden y sosiego en un humano que solo sería capaz de alzarse sobre sí mismo con la ayuda de Dios. Sírvannos estas palabras de Agustín, el santo, para poner de manifiesto el vuelco que se va a dar: «Los filósofos que han pensado que en esta vida se encuentran los fines de los bienes y los males, poniendo el bien supremo ya sea en el cuerpo ya sea en el alma... quisieron ser felices por sí mismos aquí y ahora llevados por una asombrosa vanidad» (Chitas Dei, XIX, 4). El panorama, como se ve, ha cambiado por completo. El hombre, por sí mismo, no puede nada. Y no puede porque vive en un estado miserable, producto del pecado. La felicidad no se conquista en este mundo sino en el otro y, concretamente, en Dios. No hay virtud o defecto sino pecado. No basta con la acción correcta sino que se necesita la gracia. Y obediencia, mucha obediencia, adobada con el terror al castigo y con el oído puesto en las palabras del sacerdote en su interpretación del texto divino.

El escenario, repitámoslo, es ya otro. Dentro de este nuevo paisaje, se moverán las figuras que pueblan la historia de los dos

milenios a nuestras espaldas. Solo alguna y breve disidencia se interpondrá en el camino que acaba de inaugurarse triunfante. Cuando más adelante hablemos de los posibles bienes en medio de los muchos males que nos rodean, más de uno creerá oír los ecos de aquellos paganos que fueron aplastados con la llegada del cristianismo. Hay bastante de verdad en ello. Pero no conviene engañarse. Y es que paganos y cristianos son deudores de la misma dolencia. Ambos desean conquistar un bienestar que no sea únicamente sueño o caiga roto en mil pedazos. A todos nos preocupa nuestro yo. Más adelante haremos alguna consideración sobre dicho yo, puesto que este no es algo compacto sino una relación con uno mismo, llena de complicaciones. Sea como sea, existe Javier, Iban o Muhamad. A un animal, por superior que sea, no le sucede lo mismo. Quienes hemos despertado a la conciencia nos preocupamos por nuestro vivir. Y en este punto, en esa situación, en ese volverse sobre uno mismo se genera una especie de enfermedad que pide, una y otra vez, cura. Tal enfermedad, si es así como queremos llamarla, se acentúa al damos, insensatamente, una cuasidivina importancia. Schopenhauer hablaba de la vanidad innata de los humanos. El hecho es que queremos que nos quieran sin límite, que nuestra carne y nuestros huesos se perpetúen, que nos miren como si fuéramos únicos en este mundo.