ÍNDICE
EL ÁNGEL DE LA MUERTE
E STA ES UNA HISTORIA VERDADERA , construida a lo largo de seis años de investigación y entrevistas con docenas de fuentes, incluyendo al mismo Charles Cullen.
Charlie es un hombre orgulloso y complicado que, a excepción de nuestras conversaciones, nunca hizo una declaración pública ni accedió a una sola entrevista con los medios. Nuestra comunicación, que comenzó con su intento de donar un riñón desde prisión, abarcó varios años. No halla motivo alguno para seguir hablando.
Su perspectiva aparece a lo largo del libro, pero no es el árbitro absoluto de los hechos que aquí se encuentran.
Muchas otras fuentes que se habían mantenido en silencio decidieron salir a la luz para hacer este libro posible. Todos arriesgaron su privacidad, y algunos hasta su carrera o reputación. Varios también pusieron en juego su libertad. Los nombres y detalles personales han sido alterados para cuidar su privacidad y para proteger a aquellas vidas que ya fueron trastornadas por los eventos narrados aquí.
Se ha hecho todo esfuerzo posible por representar esta historia de manera fidedigna, a través de un recuento de los hechos que se recolectaron mediante reportes de investigaciones policiacas, declaraciones de testigos, transcripciones, grabaciones telefónicas, cintas de vigilancia, deposiciones y documentos legales, y entrevistas personales. Algunas transcripciones han sido ligeramente editadas con fines de espacio y claridad, y fue necesario reconstruir ciertos diálogos con base en la documentación que los corroboran, como la que se ha mencionado antes.
Pero, como ocurre en cualquier historia de asesinato, los testigos clave no tienen voz. Este libro está dedicado a ellos y a las buenas enfermeras y enfermeros en todo el mundo, que pasan sus vidas enteras cuidando de las nuestras.
1
3 de octubre de 2003
C HARLIE SE CONSIDERABA un hombre muy afortunado. Su carrera lo había encontrado a él, no sabía si por casualidad o por destino. Después de dieciséis años en ese trabajo, Charles Cullen era un veterano realizado, un enfermero registrado con un GED (General Education Development, un título para la educación básica y media) y una licenciatura en Ciencias de la Enfermería. Sus certificaciones en Apoyo Vital Cardiovascular Avanzado ( AVCA ), Balón de Contrapulsación Intraaórtico y Unidad de Cuidados Intensivos le permitían ganar la cómoda cantidad de 27.50 dólares por hora en varios hospitales a lo largo de Nueva Jersey y Pensilvania. Siempre había trabajo. Incluso dentro de los barrios bajos de Allentown o Newark, los centros médicos aún contaban con beneficios en expansión, cada uno proliferaba al incluir nuevas especialidades y servicios, y todos estaban sumergidos en una competencia desesperada por atraer enfermeros registrados ( ER ) con experiencia.
A las 4:40 p. m., Charles Cullen estaba en su auto, rasurado, el cabello impecable y fijado con gel; vestía con camisa y pantalón blancos, con su cárdigan amarillo apagado y un estetoscopio colgado al cuello, de tal modo que cualquiera podría adivinar que el apuesto joven era un profesional del hospital. Incluso tal vez un doctor, a pesar de su Ford Escort azul celeste, con diez años encima y repleto de pecas de óxido. Después de una década de vivir en un departamento subterráneo en Nueva Jersey, el traslado de Charlie a su trabajo ahora comenzaba desde el otro lado del borde, en Bethlehem, Pensilvania. Su nueva novia, Catherine, tenía ahí una pequeña y acogedora casa tipo Cape Cod, la cual le gustaba decorar con baratijas de tiendas de suvenires acordes a la temporada: corazones rojos de papel, lámparas de calabaza cantarinas, pavos de acordeón. Y aunque Charlie estaba comenzando a aburrirse de Catherine y sus dos hijos adolescentes, no le molestaba pasar tiempo en su casa; sobre todo en el pequeño terreno de atrás, donde podía holgazanear en días cálidos, arrancando malas hierbas o plantando tomates. También apreciaba los cómodos cinco minutos que le tomaba cruzar el río Lehigh para unirse al familiar flujo de la carretera interestatal 78, una arteria que bombea miles de trabajadores a sus turnos en hospitales sedientos de fuerza laboral a lo largo de «Garden State», como se le conoce a Nueva Jersey; de los cuales tan solo seis hospitales estaban, extraoficialmente, indispuestos a contratarlo.
En el transcurso de dieciséis años, Charles Cullen había recibido docenas de quejas y sanciones disciplinarias, y había sido el blanco de cuatro investigaciones policiacas, dos pruebas con detector de men tiras, tal vez unos veinte intentos de suicidio y un encarcelamiento corto, nada de lo cual manchó su expediente profesional. Había brincado de trabajo en trabajo en nueve hospitales diferentes y un asilo para ancianos, y habían tenido que «dejarlo ir», «terminarlo» o «pedirle que renunciara» en muchos de ellos. Pero sus dos licencias de enfermería, la de Pensilvania y la de Nueva Jersey, seguían intactas, y cada vez que llenaba una nueva solicitud, el enfermero Cullen parecía ser un empleado ideal. Su aspecto era perfecto, su uniforme siempre lucía impecable. Tenía experiencia en cuidado intensivo, cuidado crítico, cuidado cardiaco, asistencia respiratoria y quemaduras; medicaba a los vivos, era el primero en responder al código cuando los gritos de las máquinas advertían sobre los moribundos y exhibía habilidades artísticas al envolver en plástico a los muertos, como si se tratara de origami. No tenía inconvenientes con el horario, pues al parecer no acostumbraba a ir al cine o a eventos deportivos, y estaba dispuesto, deseoso incluso, de trabajar por las noches, los fines de semana y días festivos. Ya no tenía las responsabilidades de una esposa ni la custodia de sus dos hijas y la mayor parte de su tiempo la pasaba en el sillón de Cathy, brincando de un canal a otro; si había que hacer un traslado de paciente inesperado o responder a una llamada de último momento ante la ausencia por enfermedad de algún compañero, podía estar uniformado y conduciendo en la carretera antes del corte comercial. Sus compañeros enfermeros lo consideraban un regalo de los dioses de la planificación, una adquisición demasiado buena para ser verdad.
Le tomaba cuarenta y cinco minutos trasladarse hasta su nuevo trabajo en el Centro Médico Somerset, pero no le molestaba conducir; de hecho, lo necesitaba. Charlie se consideraba a sí mismo un hablador y no tardaba en compartir detalles vergonzosamente íntimos sobre sus peleas con Cathy o su cómica y disfuncional situación de vivienda. Sin embargo, había algunos aspectos privados de los que nunca podía hablar; escenas secretas que reverberaban en su cabeza, como una cinta que se repetía una y otra vez solo para él. Entre sus turnos, ese traslado le permitía a Charlie reflexionar al respecto.
Su pequeño Ford soltaba hipos conforme cruzaba del concreto barato de Pensilvania al suave asfalto de Nueva Jersey. Charlie se quedó en el carril izquierdo hasta que vio los letreros para la salida 18, un tramo salvajemente corto de un solo sentido hacia la ruta 22 en Somerville y la avenida Rehill. Este era el barrio bonito de Nueva Jersey, el estado más rico de la unión, el Jersey del que nadie se bur laba nunca: calles típicas de los suburbios alineadas con árboles opulentos; patios con el césped recién cortado y libres de botes de pesca abandonados o trampolines rotos; banquetas inmaculadas frente a cocheras que exhibían autos Saturn alquilados en lugar de viejos Escort. Llegó temprano, como era su costumbre, apagó el motor en el estacionamiento y se apresuró hacia la entrada trasera del hospital.
Más allá de las puertas dobles, yacía una ajetreada ciudad despierta las veinticuatro horas e iluminada por lámparas de luz fluorescente que zumbaban al unísono, el único lugar al que Charlie sabía con certeza que pertenecía. Sintió que se estremecía de la emoción al entrar en el resplandeciente linóleo, y lo envolvió una ola de familiaridad al respirar los aromas de su hogar: sudor, gaza y Betadine, la sazón del de tergente antibacterial y el astringente y, detrás de todo eso, la sutil nota de la decadencia humana. Tomó las escaleras traseras subiendo los escalones de dos en dos. Había trabajo por hacer.