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Simone de Beauvoir - Una muerte muy dulce

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Simone de Beauvoir Una muerte muy dulce

Una muerte muy dulce: resumen, descripción y anotación

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«No se muere de haber nacido, ni de haber vivido, ni de vejez. Se muere de algo. Saber que mi madre por su edad estaba condenada a un fin próximo no atenuó la horrible sorpresa. Un cáncer, una embolia, una congestión pulmonar: es algo tan brutal e imprevisto como un motor que se detiene en el aire. Mi madre alentaba al optimismo cuando impedida y moribunda afirmaba el precio infinito de cada instante; asimismo, su vano encarnizamiento desgarraba el velo tranquilizador de la superficialidad cotidiana. No hay muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente, y aun así la conocen y la aceptan, es una violencia indebida».

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El jueves 24 de octubre de 1963, a las cuatro de la tarde, me encontraba en Roma en mi cuarto del hotel Minerva; tenía que volver en avión al día siguiente y estaba arreglando papeles cuando sonó el teléfono. Bost me llamaba desde París. «Su madre tuvo un accidente», me dijo. Pensé: la ha atropellado un auto. Al alzarse dificultosamente de la calzada a la vereda, apoyada en su bastón, un auto la habría atropellado. «Se ha caído en el baño; se ha roto el cuello del fémur», me dijo Bost. Vivía en el mismo edificio que ella. La víspera, hacia las diez de la noche, cuando subía la escalera con Olga, advirtieron tres personas que les precedían: una mujer y dos vigilantes. «Es entre el segundo y el tercero», decía la mujer. ¿Le había ocurrido algo a la señora de Beauvoir? Sí. Una caída. Durante dos horas se había arrastrado por el piso hasta alcanzar el teléfono; había pedido a una amiga, la señora Tardieu, que hiciera saltar la puerta. Bost y Olga habían acompañado al grupo hasta el departamento. Encontraron a mamá tirada en el suelo con su batón de terciopelo cotelé rojo. La doctora Lacroix, que vive en la casa, diagnosticó una ruptura del cuello del fémur; transportada al servicio de urgencia del hospital Boucicaut, mamá había pasado la noche en una sala colectiva. «Pero la llevo a la clínica C. —me dijo Bost—. Allí opera uno de los mejores cirujanos de huesos, el profesor B. Ha protestado, tenía mucho miedo que le costara a usted demasiado. Pero he logrado convencerla».

¡Pobre mamá! Había almorzado con ella a mi vuelta de Moscú, cinco semanas antes; como siempre, estaba demacrada. Hubo una época, no muy lejana, en que ella se jactaba de no aparentar su edad; ahora era imposible equivocarse: era una mujer de setenta y siete años, muy gastada. La artrosis de cadera que se le había declarado después de la guerra empeoraba cada año, aun con las curas en Aix-les-Bains y los masajes; tardaba una hora en dar vuelta a la manzana. Dormía mal, y sufría a pesar de las seis pastillas de aspirina que tomaba por día. Desde hacía dos o tres años, sobre todo desde el invierno pasado, siempre la veía con esas ojeras violetas, esa nariz contraída, esas mejillas hundidas. Nada grave, decía su médico, el doctor D.; trastornos del hígado, pereza intestinal: recetaba algunas drogas, y dulce de tamarindo contra el estreñimiento. No me sorprendí aquel día que se sintió «achacosa»; lo que me apenó es que hubiera pasado un verano malo. Hubiera podido veranear en un hotel o en un convento que aceptara pensionistas. Pero ella esperaba ser invitada, como todos los años, a Meyrignac, por mi prima Jeanne, o a Scharrachbergen, donde vivía mi hermana. Las dos tuvieron inconvenientes. Ella se quedó en un París vacío y lluvioso. «Yo, que nunca tengo cafard, lo tuve», me dijo. Felizmente, poco tiempo después de mi visita, mi hermana la recibió en Alsacia durante dos semanas. Ahora sus amigas estaban en París, y yo volvía; sin esa fractura, sin duda la hubiera encontrado remozada. Tenía el corazón en excelente estado, una tensión de mujer joven: nunca temí un accidente brutal para ella.

La llamé por teléfono a la clínica, a eso de las seis. Le anunciaba mi vuelta, mi visita. Me contestó con voz insegura. El profesor B. tomó el auricular, la operaría el sábado por la mañana. «¡Me has dejado dos meses sin carta!», me dijo cuando me acerqué a su cama. Protesté: nos habíamos vuelto a ver, le había escrito desde Roma. Me escuchó con aire incrédulo. Tenía la frente y las manos ardiendo; la boca un poco torcida articulaba con dificultad y en su mente había una nebulosa. ¿Sería por efecto del shock? O por el contrario, ¿la caída habría sido provocada por un pequeño ataque? Siempre había tenido un tic. (No, no siempre, pero desde hacía mucho tiempo. ¿Desde cuándo?). Guiñaba los ojos, levantaba las cejas, arrugaba la frente. Durante mi visita, esta agitación no paró un instante. Y cuando caían, sus párpados lisos y arqueados cubrían completamente las pupilas. Pasó el doctor J., un asistente: la operación era inútil; ya que el fémur no se había desplazado, con tres meses de reposo volvería a soldarse. Mamá pareció aliviada. Contó, desordenadamente, su esfuerzo para alcanzar el teléfono, su angustia, la gentileza de Bost y Olga. La habían llevado a Boucicaut en batón, sin ningún equipaje. A la mañana siguiente, Olga le había llevado artículos de tocador, agua de colonia, una linda bata de cama de lana blanca. A su agradecimiento, Olga había respondido: «Pero, señora, es por afecto». Con un aire soñador y concentrado, mamá repitió varias veces: «Me dijo: es por afecto».

«Parecía tan confundida por molestar, tan absolutamente agradecida de lo que se hacía por ella: partía del corazón», me dijo Olga esa noche. Me habló con indignación del doctor D. Enojado porque se llamó a la doctora Lacroix, había rehusado pasar a ver a mamá a Boucicaut el jueves. «Me quedé veinte minutos colgada a su teléfono —me dijo Olga—. Después de ese shock, después de la noche en el hospital, su madre hubiera necesitado que su médico la confortara. No quiso saber nada». Bost no creía que mamá hubiera tenido un ataque: cuando la había levantado estaba un poco perdida, pero lúcida. Sin embargo, dudaba que se restableciera en tres meses: una ruptura del cuello del fémur no es grave; pero la larga inmovilidad provoca escaras que, en los ancianos, no se cicatrizan. La posición acostada fatiga los pulmones: el enfermo atrapa una pulmonía que lo vence. Me conmoví poco. A pesar de su invalidez, mi madre era sólida. Y, al fin de cuentas, tenía edad de morir.

Bost había prevenido a mi hermana, con quien tuvo una larga conversación telefónica: «¡Me lo esperaba!», me dijo. En Alsacia había encontrado a mamá tan envejecida, tan debilitada, que le había dicho a Lionel: «No pasará el invierno». Una noche mamá tuvo un violento dolor abdominal: estuvo a punto de pedir que la llevaran al hospital. Pero a la mañana siguiente estaba repuesta. Y cuando la llevaban en auto, «encantada, arrebatada» —como ella decía— de su estado, había recuperado su fuerza y su alegría. Sin embargo, a mediados de octubre, diez días antes de su accidente, Francine Diato había llamado a mi hermana: «Acabo de almorzar en casa de su madre. La encontré tan mal que quise advertirle». De vuelta a París bajo un falso pretexto, mi hermana había acompañado a mamá a ver a un radiólogo. Después de examinar los negativos, su médico había afirmado categóricamente: «No hay por qué inquietarse. En el intestino se ha formado una especie de bolsa, una bolsa fecal, que hace difícil la evacuación. Y además su madre come demasiado poco, lo que puede acarrear carencias: pero no está en peligro». Le aconsejó a mamá alimentarse mejor y le recetó nuevos remedios, muy enérgicos. «Sin embargo yo estaba inquieta», me dijo Poupette. «Supliqué a mamá que tomara una acompañante para la noche. Nunca quiso: una desconocida durmiendo en su casa, no soportaba esa idea». Convinimos con Poupette que ella volvería a París dos semanas más tarde, en el momento en que yo iba a salir para Praga.

A la mañana siguiente, la boca de mamá seguía deformada y su dicción confusa; sus largos párpados le velaban los ojos, y las cejas se movían. El brazo derecho, que se había quebrado veinte años antes al caer de la bicicleta, había soldado mal; su reciente caída le había inutilizado el brazo izquierdo: apenas podía moverlo. Afortunadamente la cuidaban con minuciosa solicitud. El cuarto daba sobre un jardín, lejos de los ruidos de la calle. Habían desplazado la cama, colocándola a lo largo del tabique, paralela a la ventana, de manera que el teléfono, fijo en la pared, le quedaba al alcance de la mano. Con el busto sostenido por almohadas, estaba casi sentada: los pulmones no se fatigarían. Su colchón neumático, conectado a un aparato eléctrico, vibraba y la masajeaba: de este modo se evitarían las escaras. Todas las mañanas, una kinesióloga le hacía ejercitar las piernas. Los peligros señalados por Bost parecían conjurados. Con voz medio dormida, mamá me dijo que una mucama le cortaba la carne, le ayudaba a comer, y que las comidas eran excelentes. ¡En cambio, en Boucicaut le habían servido morcilla con papas! «¡Morcilla para las enfermas!». Hablaba con más soltura que la víspera. Recordaba las dos horas de angustia cuando se arrastraba por el suelo, preguntándose si lograría alcanzar el cable del teléfono para hacer correr hasta ella el aparato. «Un día le dije a la señora Marchand, que también vive sola: Felizmente, está el teléfono». Ella me contestó: «Pero hay que poder alcanzado». Con tono sentencioso mamá repitió varias veces estas últimas palabras; luego agregó: «Si no lo hubiera logrado, estaba lista».

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