John Dolan - El perro que me cambió la vida
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- Libro:El perro que me cambió la vida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
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El perro que me cambió la vida: resumen, descripción y anotación
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John Dolan
ePub r1.0
Titivillus 24.10.15
En memoria de Gerry y Dot Ryan
y de Les Roberts
Al perro George
Cuánto dinero dirías que hemos ganado hoy, John? —preguntó Griff con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondí encogiéndome de hombros—. ¿Un cockle?
Yo estaba sentado en la acera de High Street en Shoreditch, dibujando los edificios de mi alrededor como llevaba haciendo todos los días de los últimos tres años.
Tenía los dedos helados y había estado calculando si podía permitirme el lujo de tomarme una taza de té y un bocadillo para poder seguir dibujando.
George estaba a mi lado; como siempre, envuelto en un abrigo y con un vaso de papel delante para que los viandantes le echaran alguna moneda de vez en cuando.
—¿Cuánto era un cockle?
—Diez libras, para los pijos como tú.
—Pues no. Más de diez libras, John.
Esa frase sonó bien. En el vaso había unas cuantas libras, un puñado de monedas plateadas y algunas de cobre a pesar de que llevábamos dos horas largas allí sentados. Daba igual cuánto hubiera conseguido, seguro que era más de lo que habíamos reunido George y yo ese día.
—¿Cien pavos? —dije medio en broma.
—No. Más.
Griff estaba eufórico, desbordaba energía por los cuatro costados, pero yo intentaba que no se me contagiara.
—Bueno, ¿cómo quieres que lo sepa? ¿Quinientos?
—Más.
—¿Mil?
—Más.
Empecé a entusiasmarme. Era inevitable.
—¡Vamos, dímelo ya!
—John, estamos hablando de varios miles.
—¿En serio? ¿Qué quieres decir con «varios miles»?
—Quiero decir… quince mil libras, para ser exactos.
Me puse en pie de sopetón, riendo, rascándome la cabeza y frunciendo el ceño con incredulidad.
—¿De golpe? ¿Has conseguido quince mil libras… hoy? ¿Cómo lo has hecho?
—Vendiendo cinco de tus dibujos. Uno se lo han llevado por cinco de los grandes.
Sabía que Griff no mentía, pero de todos modos me costó asimilarlo; necesitaba digerirlo. No era normal que me pasaran cosas tan buenas.
—Será mejor que no me estés tomando el pelo, Griff, porque si no…
—John, es cierto. Cinco obras vendidas. Quince de los grandes en total.
George estaba sentado con la misma postura orgullosa de siempre, con las patas delanteras extendidas y la cabeza alta. Empezó a olisquear el aire y a mirarme con expectación, esperando una orden mía.
—¡Ven aquí, George! ¡Vamos, chico, ven aquí!
Se incorporó de un respingo y metió la cabeza entre mis manos cuando me agaché para hablar con él.
—¿Has oído eso, George? ¡Quince de los grandes! ¡Voy a ser rico!
Llevaba un tiempo angustiado por la posibilidad de perder el techo en el que nos cobijábamos, pero en ese instante se esfumaron todos mis temores. No podía creer lo que acababa de oír.
Creo que a George le ocurrió lo mismo. Levantó las orejas y movió la cabeza de un lado a otro, como solía hacer siempre que escuchaba con atención. Su mandíbula parecía esbozar una sonrisa de satisfacción y le brillaban los ojos.
—¿Cuándo me darás la mitad que me corresponde? —habría dicho si hubiera podido, porque él es jeta—. Ahora en serio, me alegro por ti, amigo —habría añadido, o al menos eso me gustaría pensar—. Te merecías un golpe de suerte como este, pero no te olvides de quién es tu talismán.
Eso ocurrió en la primavera de 2013. Yo tenía cuarenta y un años, y vender esos dibujos era mi segundo golpe de suerte en la vida.
El primero había sido encontrar a George unos años atrás. En su momento no fui consciente de ello, pero realmente sería como un talismán para mí. Ese perro daría un vuelco a mi existencia.
Sin George yo no habría vuelto a coger el lápiz tras haber descuidado mi talento durante varias décadas; como tampoco habría conocido a Griff, que es como yo llamo al galerista local Richard Howard-Griffin. Sin duda habría acabado tirado en cualquier parte, en la cárcel o dos metros bajo tierra.
Pero en lugar de eso he colaborado con algunos de los artistas urbanos más famosos del mundo. Mis obras pueden verse en todas partes, de Nueva York a Moscú, y puedo presumir de haber vendido todas las de una exposición en Londres. Sin embargo, para llegar a donde estoy en la actualidad he pasado un verdadero calvario. Cuando encontré a George llevaba muchos años atrapado en una espiral de indigencia, delitos, cárcel, depresión y drogas.
Fue George el que evitó que siguiera inmerso en esa espiral. Fue George quien consiguió que aflorara el artista que llevo dentro.
No está nada mal para tratarse de un Staffordshire bull terrier joven, sobre todo si tenemos en cuenta que él también había pasado lo suyo antes de que yo lo encontrara. George lo es todo para mí. Lo quiero con locura, y esta es la historia de cómo me cambió la vida.
George entró en mi vida en el invierno de 2009. En esa época yo vivía solo en una habitación de alquiler social, en un piso compartido que estaba encima de un quiosco de Royal Mint Street, más allá de la Torre de Londres. Tuve la suerte de pasar allí unos dos años en total, lo que no estuvo nada mal si tenemos en cuenta que me limitaba a ir tirando con grandes dificultades en todos los aspectos en los que una persona puede ir tirando: no tenía trabajo, ni ingresos, ni ningún tipo de control sobre mi problema con las drogas. Ese alojamiento era lo único que tenía, y había pasado el tiempo suficiente sin hogar y durmiendo en la calle para sentirme afortunado de tener un techo bajo el que cobijarme. Mi madre, Dot, me había enseñado que la caridad empieza en casa; por eso cuando me topaba con alguien todavía más desgraciado que yo, a veces le ofrecía alojamiento durante una o dos noches. Así fue como conocí a Becky y a Sam.
Los conocí frente a la parada de metro de Tower Hill. Eran una bonita pareja de veintipocos años que pedían limosna en la calle. Igual que la mayoría de los sin techo que se dedican a mendigar, parecían hartos de todo y necesitaban con urgencia un golpe de suerte. Tenían un perro pastor que me recordaba un poco a uno que yo había cuidado de joven, y fue gracias a eso que empezamos a hablar. En un mes llegué a conocerlos bastante bien porque, por mucha vergüenza que me dé admitirlo, yo también pedía limosna. No sabía qué otra cosa podía hacer. Solía decir a la gente que pasaba «dificultades económicas», pero la realidad era mucho peor que eso. Lo cierto es que estaba pasando verdaderas penurias. No tenía ni un penique, y no se me ocurría ninguna otra opción aparte de salir a la calle gorra en mano y preguntar a los viandantes si tenían alguna moneda para un pobre desgraciado como yo. En cualquier caso, siempre que me encontraba con Becky y Sam intentábamos animarnos mutuamente, nos tomábamos una taza de té para mantener el frío a raya o nos contábamos las cosas que nos hacía la gente mientras pedíamos.
—Un tío me soltó que tenía una bonita sonrisa y que merecía tener más suerte, y me dio un billete de cinco —decía Becky.
—Pues de mí afirmó un tipo que soy una deshonra para la humanidad y que debería atropellarme un autobús de dos pisos —decía yo en broma. No es que se alejara mucho de la verdad, pero la única manera de soportarlo era mofándome de ello; de lo contrario, no habría podido salir adelante.
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