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Hugo Nario - Bepo. Vida secreta de un linyera

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Hugo Nario Bepo. Vida secreta de un linyera

Bepo. Vida secreta de un linyera: resumen, descripción y anotación

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El misterio del desarraigo argentino obsesiona a Hugo Nario escritor - photo 1

El misterio del desarraigo argentino obsesiona a Hugo Nario, escritor bonaerense y periodista por más de 30 años en Tandil. En su primer libro, Tata Dios, el mesías de la última montonera (Plus Ultra, 1976) lo reflejó analíticamente, cuestión sobre la que volvió después en Los crímenes del Tandil, (Centro Editor de América Latina, 1983) y en numerosos trabajos aparecidos en los suplementos literarios de La Prensa y de Clarín y en la revista Todo es Historia.

En BEPO teje la biografía auténtica —si bien en forma novelada— de José Américo Ghezzi, un argentino que durante 25 años fue «croto» o «linyera» () sobre los trenes cargueros de la República.

Aparecen en su relato una visión inédita de la Argentina Rural, contemplada y vivida desde la vía y desde su automarginalidad; los artilugios para sobrevivir en un medio hostil y desvalido; los peligros en acecho: el accidente, el crimen, la homosexualidad, el hambre, el frío, la locura, y un afán empecinado de ser libre a tan duro precio. Pero asimismo puede reconocerse el tema universal del Peregrino, que en pos de la libertad y su destino, se despoja de lo material, como el pájaro que no guarda para mañana. En el simbolismo del Viaje, de las Pruebas, de las Ayudas y de la Pampa Madre y Maestra aparece el Mito del Héroe avanzando, pese a todo, hacia su propio Omega.

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Hugo Nario

Bepo. Vida secreta de un linyera

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Título original: Bepo. Vida secreta de un linyera

Hugo Nario, 1988

Editor digital: helike

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Notas ESTA CRÓNICA cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de - photo 3

Notas
ESTA CRÓNICA…

… cuenta la vida de un hombre que durante un cuarto de siglo anduvo sobre el techo de los trenes de carga y vivió a orillas de las vías, con hambre, con frío, con penas y alegrías, en un territorio —el del ferrocarril— de 45 mil kilómetros de largo por 14 metros de ancho, el largo y angosto país de los crotos.

Se llama José Américo Ghezzi. Por BEPO lo conocen sus amigos. Me dijo que buscaba la libertad.

Cuando me contó sus aventuras y empezamos a trabajar en este libro, descubrí en él una memoria prodigiosa, un no común poder de observación y una conducta honrada y transparente.

Como con el grabador perdía el hilo de sus relatos, prefirió escribir apuntes. Yo a veces le fijaba temas o le pedía más detalles. Completó algunos de sus informes manuscritos con testimonios orales. A lo largo de casi cuatro años hemos estado indagando en su memoria, controlando datos, modos, pareceres y decires. Él me transfirió su espíritu. Yo procuré metodizar nuestro diálogo. Ahora ya no sabemos quién de los dos es el que escribe y quién el que crotea.

Cada vez que releo aquellos apuntes suyos me emociono, tan cálidos, ingenuos y agudos a un tiempo son. Sigo descubriéndoles expresiones de ponderable factura literaria. Les llamamos Los Manuscritos. Numeramos sus fojas, 137 en total, y con fragmentos suyos encabezo los capítulos de este libro. A los Manuscritos se suman dos cuadernos de diez hojas cada uno que escribiera con lápiz en 1942, mientras croteaba, en los que memora las alternativas de un cruce a través de los campos que duró cuarenta días.

Este libro quizá sea, el primer intento —que yo sepa— de penetrar en ese mundo, ya desaparecido, tan próximo y no obstante, sin testigos casi. Predominan en él noticias de la vida cotidiana, del increíble afán de andar, del no estarse quieto en ninguna parte y de ejercer la libertad como si fuera la respiración, aún al duro precio de mortificaciones, para cumplir con una empecinada voluntad de defender su individualidad, en tiempos en que todo se masifica y despersonaliza. Pero no es un tratado sobre los crotos, sino la vida de uno de ellos, y si el lector conoció a otros, verá que todos entre sí difieren, que cada uno es un universo y que no hubo dos crotos iguales.

Este libro pues, no es sino una crónica, quizá porque responde involuntariamente a mecanismos propios del reportaje en el que su cuestionario se da por sobreentendido.

Durante las primeras décadas de este siglo los trenes de carga de la Argentina solían llevar en sus vagones a decenas, centenares de pasajeros furtivos. En los años de crisis llegaban a ser miles, decenas de miles. Solía vérselos también a orillas de las vías junto a pequeños fuegos en los que hervía, dentro de recipientes negros de tizne, el agua o la comida. Parecían transitar un mundo de silencio, era evidente su hambre, tangible su frío y manifiesta su soledad.

En las ciudades se les temía y se asustaba a los niños invocándolos. Si faltaban aves de corral o ropas del cordel, sobre ellos recaía la sospecha. A veces, policías a caballo los arreaban como a ganado por las calles del pueblo rumbo a la Comisaría. Luego, los empujaban nuevamente a subir a los cargueros y continuar su errabundia. Asomaban entonces sus cabezas por sobre el borde de los vagones, como prisioneros de una cárcel ambulatoria, espectadores en tránsito de un mundo del que procedían, pero que ahora les era ajeno y los rechazaba.

Se sabía de muchos de ellos que, finalizado el verano, convergirían hacia las zonas maiceras del país, para juntar a mano el cereal. Que luego bajarían hacia el sur, buscando chalares tardíos. Que otros remontarían hacia el Chaco o el Tucumán, hacia Cuyo o hacia el Valle del Río Negro. Que muchos, en fin, concluido el tiempo de recolección, retornarían a sus pequeños poblados rurales donde les aguardaban familias y penurias. A principios de siglo, en cambio, casi todos habían venido de Europa y como tras de la cosecha regresaban, se les llamó golondrinas. Habían traído un atadito de ropa al que nombraban la linghera. Luego, a ellos mismos comenzó a llamárselos así. Se cree que un gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso que en la provincia viajaran gratuitamente en los trenes de carga y que por eso desde entonces se les decía también crotos.

Muchos jóvenes, especialmente del interior, salían a crotear nada más que por afán aventurero. Pero casi todos lo hacían en busca de oportunidades laborales de las que carecían en su pueblo. En tiempos de recesión económica, comerciantes y chacareros que se arruinaban y muchos obreros que quedaban sin trabajo, desesperados o desencantados, se automarginaban en la vía y los linyeras se multiplicaban.

Por último, se suponía que algunos de ellos no volverían a hogar alguno porque ya no lo tenían, sino a la vía, que por ella vagarían todo el año, toda la vida, hasta que —uno imaginaba— el frío o un accidente acabase con ellos.

Los que alguna vez estuvieron más cerca de sus vidas —ferroviarios, chacareros o policías— saben que tenían una jerga particular. Que llamaban tártago al mate, maranfio al guiso, mono al atadito de su ropa, bagayera a la bolsa en la que guardaban sus cacharros, y ranchada al sitio en que acampaban.

Como hacían del silencio un ejercicio, su vida era impenetrable, y ante la imposibilidad de conocer sus razones, se fantaseaba. Se hablaba de que entre ellos había intelectuales perseguidos, hombres a quienes un desdeño de amor arrojaba en busca del olvido. A veces les requisaban propaganda del ideal libertario. Otras descubrían entre ellos a delincuentes buscados por la autoridad: gente que debía muertes o prisiones. Sí, se fantaseaba. O no. Pero todas las actitudes que se les atribuían tenían una constante: la evasión.

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