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Jack Vance - La Polilla Lunar

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Jack Vance

La Polilla Lunar

La casa flotante fue construida de acuerdo con las normas más exigentes de la artesanía de Sirene; es decir, tan cerca de la perfección como el ojo humano podía distinguir. En la cubierta de madera oscura encerada no se veían junturas; las tablas estaban aseguradas con clavos de platino embutidos. La embarcación era maciza, amplia de manga, estable como la costa misma, y sus líneas no revelaban pesadez ni lentitud. La proa se ensanchaba como el pecho de un cisne; la alta tajamar se curvaba hacia delante para sostener un fanal de hierro. Las puertas estaban cortadas en una sola pieza de madera veteada verdinegra; las ventanas llevaban múltiples paneles de mica teñida de rosa, azul violeta y verde claro. La proa estaba destinada a finalidades prácticas y a los camarotes de los esclavos; en el centro de la embarcación había dos dormitorios, un comedor y un salón que se abría sobre la cubierta de observación situada a popa.

Se trataba de la casa flotante de Edwer Thissell, pero a su propietario no le daba placer ni orgullo. Se encontraba en un estado deplorable: las alfombras raídas, los mamparos descantillados, el fanal de proa herrumbrado. Setenta años antes el primer propietario, al recibir la embarcación, había sido honrado, y honrado su constructor, pues la transacción (un proceso que representaba mucho más que un simple dar y tomar) aumentaba el prestigio de ambos. Eso era historia antigua; ahora no se derivaba el menor prestigio de la casa flotante. Edwer Thissell, que sólo llevaba tres meses en Sirene, reconocía esa carencia, pero nada podía hacer al respecto. La embarcación fue la mejor que pudo conseguir. Se hallaba sentado en la cubierta practicando con el ganga, un instrumento del tipo de la cítara, apenas mayor que su mano. A cien metros, las olas delimitaban una franja de playa blanca; más allá se iniciaba la jungla, y en el horizonte se destacaba la silueta de unas negras sierras escarpadas. Mireille, en el cielo blanco, se veía brumoso, como a través de una tela de araña; la superficie del océano se ahuecaba y reagrupaba destellos de nácar. La escena se había hecho tan familiar — aunque menos aburrida — como el ganga en el que había practicado, durante dos horas, escalas sirenesas, arpegios, y progresiones simples. Dejó el ganga y tomó el zachinko: una pequeña caja de resonancia, con teclas que se tocaban con la mano derecha. La presión hacía pasar el aire por lengüetas situadas en las teclas mismas, produciendo un sonido similar al de la concertina. Thissell ejecutó una docena de rápidas escalas, con muy pocos errores. De los seis instrumentos que se propuso estudiar, el zachinko le resultaba el menos difícil (a excepción, naturalmente, del hymerkin, artificio de piedra y madera que repica y castañetea y se usa exclusivamente con los esclavos).

Thissell practicó diez minutos más, y luego dejó el zachinko. Estiró los brazos y entrelazó sus dedos doloridos. Desde su llegada, había dedicado íntegramente su tiempo, cuando no dormía, al hymerkin, el ganga, el kiv, el strapan y el gomapard. Había practicado escalas en cuatro modos y diecinueve claves, innumerables acordes, intervalos jamás imaginados en los Planetas Centrales. Trinos, arpegios, ligaduras, nasalizaciones; armónicos aumentados y en sordina; vibratos y disonancia de acordes; concavidades y convexidades. Se ejercitaba con una tenacidad inquebrantable; había perdido mucho antes su idea original de la música como una fuente de placer. Thissell miró los instrumentos y refrenó la tentación de arrojar los seis al Titánico.

Se levantó, atravesó el salón y el comedor, rodeó la cocina por un pasillo y alcanzó la cubierta de proa. Se inclinó sobre la baranda y escudriñó las jaulas subacuáticas; Toby y Rex, los esclavos, enjaezaban los peces de tiro para el viaje semanal a Fan; a catorce kilómetros al norte. El pez más joven, inquieto o juguetón, brincaba y se zambullía. Su hocico negro emergió a la superficie, chorreando, y Thissell lo miró con peculiar repugnancia: ¡el pez no llevaba máscara!

Rió, incómodo, mientras tocaba su propia máscara, la Polilla Lunar. Sin duda alguna, se estaba acostumbrando a Sirene. Había llegado a una nueva etapa si la cara descubierta de un pez le disgustaba.

Finalmente, el pez quedó sujeto. Toby y Rex treparon a bordo, con los rojos cuerpos mojados y sus rostros cubiertos por máscaras de tela negra. Ignorando a Thissell, estibaron las jaulas y levaron ancla. Los peces de arrastre se esforzaron, los arneses se estiraron y la casa flotante avanzó hacia el norte.

Thissell regresó a la cubierta posterior y tomó el strapan, una caja circular de veinte centímetros de diámetro. Cuarenta y seis cuerdas metálicas irradiaban desde un eje central hacia la periferia, donde estaban unidas a una campanilla o bien a una barra metálica. Si se punteaban las cuerdas, repiqueteaban las campanillas y vibraban las barras; si se rasgueaban se obtenía un son profundo y tintineante. Bien tocado, el strapan producía disonancias agradablemente ácidas de expresivo efecto; en manos profanas, el resultado era menos feliz y podía aproximarse al ruido aleatorio. Era el instrumento que Thissell menos dominaba, y se concentró en su práctica durante todo el viaje al norte.

A su debido tiempo, la embarcación llegó a la ciudad flotante. Se refrenó a los peces de arrastre y se amarró la casa al muelle. Una hilera de ociosos pesaba y medía cada aspecto de la casa flotante, de los esclavos y del mismo Thissell, conforme a la costumbre sirenesa. Thissell, que aún no se habituaba a esa minuciosa inspección, la encontró turbadora, sobre todo a causa de la inmovilidad de las máscaras. Preocupado por su apariencia, ajustó su propia Polilla Lunar y trepó por la escalerilla.

Un esclavo en cuclillas se irguió, se tocó la frente enmascarada por un trapo negro con los nudillos y canturreó una frase interrogante en tres tonos:

— ¿Acaso la Polilla Lunar que contemplo, expresa la identidad de Ser Edwer Thissell?

Thissell golpeteó el hymerkin que llevaba pendiente del cinturón y cantó:

— Soy Ser Thissell.

— He sido honrado con una misión — cantó el esclavo —. Aguardé en el muelle tres días del alba al poniente; del poniente al alba me tendí en una balsa bajo el embarcadero oyendo los pasos de los Hombres de la Noche. Por fin he visto la máscara de Ser Thissell.

Thissell arrancó al hymerkin un sonsonete impaciente.

— ¿Cuál es la naturaleza de tu misión?

— Traigo un mensaje, Ser Thissell.

El nombrado extendió su mano izquierda, mientras tocaba el hymerkin con la derecha.

— Dame el mensaje.

— Inmediatamente, Ser Thissell.

En el sobre podía leerse lo siguiente:

¡COMUNICADO DE EMERGENCIA! ¡URGENTE!

Thissell rasgó el sobre, abriéndolo. El mensaje estaba firmado por Castel Cromartin, director ejecutivo de la Junta Intermundial de Policía, y, después del ceremonioso saludo, decía:

«Las siguientes órdenes deben ejecutarse con la máxima diligencia. El notorio asesino Haxo Angmark viaja a bordo del Carina Cruzeiro rumbo a Fan. Fecha de llegada, 10 de enero T.U. Con las fuerzas adecuadas, arreste y encarcele a ese hombre al desembarcar. Esta orden debe ser realizada con éxito; todo fracaso se considerará inaceptable.

«¡ATENCIÓN! Haxo Angmark es peligroso en grado sumo. Debe matarle ante la menor muestra de resistencia.»

Thissell estudió el mensaje, consternado. No esperaba nada similar al venir como representante consular a Fan; no tenía competencia ni vocación para la captura de asesinos peligrosos. Meditativamente, se rascó la velluda mejilla gris de la máscara. La situación no era totalmente desesperada; sin duda Esteban Rolver, director del espaciopuerto, cooperaría; y quizá le suministrara un pelotón de esclavos.

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