Ivan Efremov - Naves de estrellas
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Ivan Efremov
Naves de estrellas
Titulo original: Zvezdnye Korabli (en ruso) ©1959
Traducción: Carlos Robles
Ilustraciones de E. Spytsevych
I
— ¡Aleksey Petrovich! ¿Cuándo ha llegado? Muchas personas han preguntado por usted.
— Hoy. Pero aun no estoy para todos. Por favor, cierre la ventana de la antecámara.
El recién llegado se quitó un viejo impermeable de tipo militar, se secó la cara con un pañuelo, alisó sus finos y claros cabellos, ya fuertemente disminuidos en la cima de su cráneo. Tomó asiento en una butaca, encendió un cigarrillo, luego se levantó, caminando arriba y abajo por la habitación, llena de armarios y de mesas.
— ¿Será posible? — pensó, en alta voz.
Se acercó a un armario para abrir con fuerza la alta puerta de encina. En la penumbra del interior aparecieron las blancas extremidades de los travesaños de los estantes. Sobre uno de ellos había una caja cúbica de fuerte cartón amarillo: la cara vuelta hacia el exterior llevaba pegada una tira de papel amarillo cubierta de ideogramas chinos; esparcidos sobre toda su superficie, se veían numerosos circulitos de sellos postales.
El hombre acarició el cartón con sus largos dedos pálidos.
— ¡Tao Li, desconocido amigo! Ha llegado el momento de actuar.
Cerró dulcemente las puertas del armario. El profesor Shatrov tomó una vieja bolsa, de la que extrajo un cuaderno enmohecido con la tapa de color gris. Volviendo con cuidado las paginas, empezó a examinar con una lupa largas series de cifras, haciendo a veces ciertos cálculos sobre un grueso bloc.
El cenicero se llenó de colillas de cigarrillo y de cerillas quemadas. El aire, lleno de humo, se coloreó de azul.
Los ojos excepcionalmente claros de Shatrov brillaban bajo las espesas cejas. La alta frente de pensador, las cuadradas mandíbulas y el marcado perfil de la nariz, reforzaban una impresión de fuerza mental poco común y daban al profesor aspecto de fanático.
Al fin, el científico apartó el cuaderno.
— Si. Setenta millones de años.
Con un gesto brusco, Shatrov extendió el brazo como para traspasar algo ante sí, miró a su alrededor con ojos maliciosos y dijo de nuevo, en voz alta:
— Setenta millones… Pero no hay que tener miedo…
Shatrov puso en orden el escritorio metódicamente, sin prisas; se puso el impermeable y volvió a casa.
Shatrov lanzó una mirada sobre los «bocetos», como llamaba a su colección de bronces artísticos, esparcidos por todos los rincones de la habitación. Se sentó ante una mesa cubierta con un encerado negro, sobre la que un cangrejo de bronce sostenía un enorme tintero, y abrió un álbum.
— Quizá estoy cansado…, envejecido… Me salen canas, me quedo calvo y… chocheo — murmuró.
Hacía tiempo que se sentía desganado; le parecía como si tuviese el cerebro enganchado en una tela de araña, tejida durante años por una cotidiana monotonía. Su pensamiento ya no volaba lejos con alas potentes; como un caballo sujeto a un pesado carro avanzaba con seguridad, pero despacio y con la cabeza gacha. Shatrov comprendía que su estado era debido al cansancio. Los amigos y los colegas le aconsejaban retirarse, pero el profesor no sabía descansar ni interesarse en otra cosa.
— ¡Dejadme en paz! Hace veinte años que no voy al teatro y desde mi nacimiento no he estado en el campo — acostumbraba a afirmar, con aire sombrío.
Pero, al mismo tiempo, el científico era consciente que el largo aislamiento, la consentida limitación de su interés, le costaría una pérdida de fuerzas y de valor intelectuales. Su retiro voluntario le daba la probabilidad de concentrarse más, pero le mantenía, por otra parte, sepultado en una oscura habitación lejos de todas las cosas del mundo.
Estupendo aficionado, siempre había encontrado la serenidad en la pintura. Pero tampoco una composición compleja y estudiada en todos los detalles conseguía ahora vencer su tensión nerviosa. Shatrov cerró el álbum con violencia, se levantó y tomó un paquete de usadas partituras. Poco después, el viejo armonio llenó la habitación con las notas melodiosas del intermedio de Brahms. Shatrov tocaba mal y raras veces, pero elegía valerosamente las piezas de más difícil ejecución, tal vez porque solía tocar en soledad y para sí mismo. Mirando las notas con los ojos miopes semicerrados, el profesor recordó todos los detalles de su reciente viaje, un viaje extraordinario para una persona sedentaria como él.
Un antiguo alumno suyo pasado a la sección de astronomía había elaborado una original teoría sobre el movimiento del sistema solar en el espacio. Entre el profesor y Viktor (tal era el nombre del ex alumno) se habían establecido firmes relaciones de amistad. Al estallar la guerra, Viktor se había enrolado como voluntario y fue enviado a la Escuela de Carros Armados, donde siguió un largo curso de adiestramiento. Por aquella época había completado su teoría. A principios de 1943, Shatrov había recibido de Viktor una carta, en la que el ex alumno le comunicaba haber conseguido llevar a buen término su trabajo, prometiendo enviarle un cuaderno con la exposición detallada de su teoría, en cuanto tuviese tiempo de hacer una copia. Pero aquélla había sido su última carta; pero después, su ex alumno murió en una grandiosa batalla de tanques.
Por eso, Shatrov nunca recibió el cuaderno prometido.
Las activas gestiones emprendidas para recuperar un eventual pliego expedido a su nombre no dieron ningún resultado. El profesor se convenció por fin de que Viktor, enviado al frente con gran urgencia, no había tenido tiempo material de mantener su promesa. Inmediatamente después de la guerra, Shatrov consiguió localizar al comandante del grupo de Viktor. Este había participado en la misma batalla en la que el ex alumno perdió la vida, y se encontraba hospitalizado en Leningrado, donde trabajaba Shatrov. El militar le aseguró que el tanque de Viktor, pese a haber sido, alcanzado de lleno, no se había incendiado; si, efectivamente, los papeles del difunto estaban allí, aún existía la esperanza de recuperarlos. Según el comandante, el tanque seguirla aún en el campo de batalla, porque la zona fue abundantemente minada.
El profesor se trasladó, junto con el comandante, al escenario de la muerte de Viktor.
Y ahora, como si salieran de las ajadas partituras, desfilaban delante de sus ojos las imágenes del viaje apenas terminado.
— ¡Quieto, profesor! ¡No dé un paso mas! — gritó el comandante, a su espalda.
Shatrov obedeció.
El campo, batido por el sol, estaba cubierto de gruesas hierbas. Gotas de escarcha brillaban sobre las hojas, sobre los pétalos aterciopelados de las blancas flores de olor dulzón, sobre las cónicas florituras de los epilobios. Con el calor del sol matutino, los insectos zumbaban atareados sobre el follaje. Más lejos, el bosque mutilado por los proyectiles tres años atrás extendía la sombra de su verdor, rota por desiguales y frecuentes claros, recuerdo de las heridas de guerra en lenta curación. El campo era un completo fermento de vida vegetal, pero bajo la hierba vigorosa, se escondía la muerte, aún no borrada, no vencida por el tiempo y por la naturaleza.
La hierba crecida rápidamente escondía la tierra herida, cubierta de proyectiles, minas y bombas, arada por las cadenas de los carros armados, sembrada de astillas y bañada de sangre…
Shatrov vio los tanques destrozados. Semicubiertos por la hierba, aparecían mustios en medio del campo en flor, con chorros de herrumbre roja sobre la coraza destrozada, con los cañones apuntados hacía el cielo o inclinados hacia el suelo. A la derecha, en un pequeño declive, se perfilaban las masas negras de tres máquinas quemadas e inmóviles. Los cañones alemanes apuntaban a Shatrov, como si un odio ya muerto todavía les obligase a apuntar rabiosamente sobre los blancos y jóvenes abedules del margen del bosque.
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