Italo Calvino
Las Cosmicomicas
Trad. Aurora Bernárdez
Hubo un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra pierde lentamente energía.
¡Claro que lo sé -exclamó el viejo Qfwfq-, ustedes no pueden acordarse, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en plenilunio -noches claras como de día, pero con una luz color manteca- parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses, con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente sombra una a la otra.
¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; por momentos se nos echaba encima, por momentos remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.
El punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Ibamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces, adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos -pequeños cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y plantitas de coral- que se despegaban del mar y termnaban en la Luna, colgando de aquel techo calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.
Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: "¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a pegar un cabezazo!" Era la impresión que daba viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la Luna, o mejor dicho el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más arrimada a la Tierra hasta casi rozarla, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.
En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se estaba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la Tierra parecías colgado cabeza abajo, pero para ti era la misma posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento.
En aquellos saltos el que desplegaba un gran talento era mi primo el sordo. Sus toscas manos, apenas tocaban la superficie lunar (era siempre el primero que saltaba la escalera), se volvían de pronto suaves y seguras. Encontraban en seguida el punto a que debían agarrarse para izarse, y parecía que le bastaba la presión de las palmas para adherirse a la corteza del satélite. Una vez tuve realmente la impresión de que la Luna se le acercaba cuando él le tendía las manos.
Igualmente hábil era en el descenso a Tierra, operación más difícil todavía. Para nosotros consistía en un salto en alto, lo más alto posible, con los brazos levantados (visto desde la Luna, porque visto desde la Tierra en cambio se parecía más a una zambullida, o a nadar en profundidad, con los brazos colgando), en fin, igual al salto desde la Tierra, sólo que ahora faltaba la escalera porque en la Luna no había nada donde apoyarla. Pero mi primo, en vez de echarse con los brazos adelante, se inclinaba sobre la superficie lunar con la cabeza hacia abajo como para una cabriola, y se ponía a dar saltos haciendo fuerza con las manos. Desde la barca lo veíamos de pie en el aire como si sostuviera la enorme pelota de la Luna y la hiciera rebotar golpeándola con las manos, hasta que sus piernas quedaban a nuestro alcance y conseguíamos atraparlo por los tobillos y bajarlo a bordo.
Ahora me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y les explico. Ibamos a recoger leche, con una gran cuchara y un balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, mohos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo. No en estado puro, claro; las escorias eran muchas: en la fermentación (la Luna atravesaba extensiones de aire tórrido sobre los desiertos) no todos los cuerpos se fundían; algunos permanecían hincados allí: uñas y cartílagos, clavos, hipocampos, carozos y pedúnculos, pedazos de loza, anzuelos de pescar, a veces hasta un peine. De modo que ese puré, después de recogido, había que descremarlo, pasarlo por un colador. Pero la dificultad no era ésa, sino cómo enviarlo a la Tierra. Se hacía así: cada cucharada se disparaba hacia arriba manejando la cuchara como una catapulta, con las dos manos. El requesón volaba y si el tiro era bastante fuerte iba a estrellarse en el techo, es decir, en la superficie marina. Una vez allí quedaba flotando y recogerlo desde la barca era fácil. También en estos lanzamientos mi primo el sordo desplegaba una particular habilidad; tenía pulso y puntería; con un golpe decidido conseguía centrar su tiro en un balde que le tendíamos desde la barca. En cambio yo a veces erraba el tiro; la cucharada no conseguía vencer la atracción lunar y me caía en un ojo.
Todavía no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a saltos, como si quisiera hacer bromas a la Luna, darle sorpresas o directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano saltaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos bastaba irle detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí y allá hacía rezumar, pero siempre como por casualidad, porque los itinerarios del sordo no parecían responder a ningún propósito práctico definido. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama, pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo apretaba, no con los dedos de la mano, sino -en un impulso bien calculado de sus saltos- con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la diversión, a juzgar por el gañido que emitía su úvula, y los nuevos saltos que seguían.
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