Jünger - Heliópolis
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Traducción del alemán por MARCIANO VILLANUEVA
Seix Barral Biblioteca Breve
Cubierta: Miguel Parreño y Pedro Romero
Título original: Heliopolis
Primera edición en Biblioteca Formentor: enero 1981 Segunda edición en Biblioteca Breve: marzo 1998
© 1965, Ernst Klett Verlag, Stuttgart
Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción:
© 1981 y 1998: Editorial Seix Barral, S. A. Córcega, 270 -08008 Barcelona
ISBN: 84-322-0748-9 Depósito legal: B. 10.149 – 1998
Impreso en España
Heliópolis es la primera gran novela del Jünger del período de posguerra. Tras la parábola anti-hitleriana de Sobre los acantilados de mármol, y antes de la escéptica recapitulación global que desplegaría en Eumeswil, Jünger, en Heliópolis, construye el modelo de una sociedad en crisis, desgarrada entre la legitimidad conservadora y la legalidad del poder popular. Utopía negativa, centrada en el fracaso del personaje principal, cuya creciente conciencia de la imposibilidad moral de adherirse a cualquier alternativa concreta le impulsa a buscar en lo intemporal una armonía superior, a la vez poema y apólogo, Heliópolis es una de las cimas del arte de Jünger.
Foto: Werner Schwarze
ERNST JÜNGER nació en Heildelberg el 29 de marzo de 1895 y falleció en febrero de 1998. A los dieciséis años huyó de casa de sus padres y se alistó en la legión extranjera francesa. De regreso en Alemania, participó en la primera guerra mundial como oficial de un grupo de voluntarios y fue herido siete veces. En el período de entreguerras, adquirió fama de escritor con Tormentas de acero (1920), Fuego y sangre (1925), El corazón aventurero (1929), El trabajador (1932), Hojas y piedras (1934) y Juegos africanos (1936). En la novela alegórica Sobre los acantilados de mármol (1939) expresó su actitud crítica ante el nazismo. En su obra de posguerra -de la que destacan los diversos volúmenes del Diario, las novelas Heliópolis, Eumeswil y Un encuentro peligroso (los tres
en Seix Barral)- Jünger ha mostró su posición lúcidamente desencantada ante la fanatización y la crueldad de la era contemporánea.
Las figuras se sucedían como en un tapiz que se desenrolla en tirones incesantes y luego vuelve a quedar oculto. Siempre cambiantes, nunca repetidas, se parecían sin embargo entre sí como llaves de cámaras secretas o como el motivo de una obertura que se va entretejiendo en la acción. Mecían los sentidos. Un suave rumor marcaba su ritmo y traía el recuerdo del choque de lejanos rompientes y el ritmo de remolinos junto a los acantilados. Resplandecían las escamas de los peces, un ala de gaviota cruzaba el aire salado, las medusas extendían y replegaban sus umbelas, se balanceaba al viento un cocotero. Se abrían a la luz las madreperlas. En los jardines marinos flotaban algas pardas y verdes, los purpúreos penachos de las anémonas. La fina arena cristalina de las dunas formaba pequeños torbellinos.
Luego surgió una imagen definida: un navío se deslizaba lentamente sobre el cielo raso. Era un clipper de verdes velas, mientras las olas se deslizaban como nubes a lo largo de la quilla. Lucius siguió con la mirada su ondulante curso. Le gustaba este cuarto de hora de artificial oscuridad en la que la noche se prolongaba. Ya de niño solía permanecer así, acostado en un pequeño dormitorio, con la ventana cerrada por la espesa cortina. Sus padres y maestros no veían con agrado esta costumbre; deseaban educarle en el activo espíritu del castillo, donde la gente se levanta a toque de trompeta. Pero pudieron comprobar que aquella inclinación hacia mundos cerrados y soñados no dañaba su espíritu. Se contaba en el número de los que se levantan tarde pero están a punto a la hora establecida. El trabajo fluía en sus manos con alguna mayor ligereza y facilidad, cerca del centro, donde las órbitas son menores. La inclinación a la soledad, a la quieta contemplación y meditación en los profundos bosques, en la orilla del mar, en las cumbres o bajo los cielos del Sur, era un don que más bien le daba fortaleza y una tenue aura de melancolía. Así fue él hasta la segunda mitad de su vida, ya en sus cuarenta años de edad.
El verde velero desapareció de la vista; en su lugar apareció, también invertido, un rojo petrolero, viejo modelo del mundo de las Islas. En la proximidad del puerto aumentaba el número de barcos. Una estrecha rendija del ojo de buey hacía incidir las imágenes y las invertía como en un gabinete donde se representa el curso del mundo como en un modelo y se le acepta como simple espectáculo.
El energeion había calentado ya el agua del baño. Todavía seguía vivo su plancton, cuyo fulgor aumentaba la temperatura. Al chocar con los azulejos, brillaban minúsculas olas; también su propio cuerpo parecía cubierto de suave luz, de pátina fosforescente. La flexión de las articulaciones, los pliegues y contornos parecían siluetados con mina de plata. El vello, bajo las axilas, brillaba con un verde musgoso. De vez en cuando, Lucius movía piernas y brazos, que despedían entonces un nuevo fulgor. Contemplaba las uñas de los dedos de manos y pies como si se estuvieran formando en el seno materno, la red de las venas y arterias, las armas en el anillo de la mano izquierda.
Un toque de trompeta anunció finalmente los preparativos del desayuno. Lucius se levantó; un suave brillo salpicó las paredes. Apareció a la vista un reducido cuarto de baño, con una bañera incrustada y un lavabo de porcelana. La piel había enrojecido vivamente al contacto de la sal marina; eliminó las marcas bajo la ducha de agua dulce. Luego se envolvió en el albornoz y se dirigió al lavabo.
El fonóforo se hallaba entre los objetos sacados del neceser. Lucius lo tomó y giró con el pulgar el pequeño disco de las conexiones fijas. Inmediatamente, en la oquedad en concha del pequeño aparato, se dejó oír una voz:
“Aquí Costar. A sus órdenes.”
Siguió el informe, tal como lo prescriben las ordenanzas de las travesías marinas: longitud y latitud, velocidad del barco, condiciones químicas, temperatura del aire y el agua.
“Está bien, Costar. ¿Ha preparado el uniforme?”
“Sí, mi comandante. Le espero al lado.”
Lucius marcó una segunda cifra y sonó otra voz, más clara:
“Aquí Mario. A la orden.”
“Buon giorno, Mario. ¿Está el coche preparado?”
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