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Emilio Castelar - Vida de Lord Byron

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Emilio Castelar Vida de Lord Byron
  • Libro:
    Vida de Lord Byron
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1873
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Vida de Lord Byron: resumen, descripción y anotación

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Vida de Lord Byron

CONCLUSIÓN

Después de haber recorrido largamente la vida de Byron, detengámonos un momento a contemplar este genio maravilloso en su conjunto. Como jamás hubo en el mundo poeta que fuera tan subjetivo e individual, jamás una vida contribuyó a desarrollar un carácter, ni un carácter a desarrollar una literatura como en este lord inglés, nacido para la felicidad y atormentado por todas las desdichas. No creo yo que el genio se componga solamente de los nervios, de la sangre, del jugo que absorbe de la tierra donde ha nacido, del sol que ilumina y fecunda su cerebro. El genio es antes que todo una poderosa individualidad interior, con facultades innatas, elevadas por el estudio y por los choques de la vida a una gran potencia: el genio es un espíritu creador. Todos los verdaderos artistas, de cualquier clase y condición que sean, tienen la poderosa facultad de pensar y poner en relieve su pensamiento; la fantasía vivaz que los lleva a un trabajo tan continuo como el trabajo de las fuerzas creadoras de la naturaleza; la observación profunda para el análisis, que hace de sus ideas un microscopio donde se ven las mayores minuciosidades de la vida, ocultas al vulgo de las gentes; la mirada indagadora, elevadísima, que abraza los lejanos espacios como el telescopio; y luego esa exquisita sensibilidad, por la cual refunden fácilmente en el horno siempre encendido de su corazón, los ajenos dolores y las ajenas alegrías.

Pocos hombres han poseído en tanto grado estas facultades eminentes como Lord Byron. El se eleva de un vuelo a las regiones más sublimes del espíritu, donde todas las ideas se le aparecen, revestidas en sus formas. El desciende con una observación prolija a contar las menores minuciosidades de la vida, y a descubrir los más imperceptibles toques de luz y de sombra en el cuadro del Universo. El siente la necesidad invencible de producir, de crear, de esparcir sus obras con la misma ciega largueza con que el ruiseñor esparce sus cánticos y la estrella su luz. El tiene, sobre todo y antes que todo, la sensibilidad, esa sensibilidad que se conmueve y se riza al menor soplo del aire, que cambia de matices al menor reflejo de la luz, que presiente las tempestades futuras, así del Universo como de la sociedad, y que siendo uno de los mayores dones de la naturaleza, es también uno de los mayores tormentos de la vida.

Pero si tiene esta nota primera, esencial del genio, no puede dudarse que también tiene las cualidades propias de su raza, esas cualidades que son alas esenciales, alas fundamentales como el color al dibujo. La sangre normanda rompe en tempestuoso oleaje por sus venas. La tormenta es su elemento. Cuando no la encuentra en la vida, la condensa en su propia conciencia. Cuando la acción no le ofrece bastantes huracanes, los busca en sus pasiones; y cuando no se los ofrecen sus pasiones, en sus ideas. Necesita vivir al borde mismo del abismo, sobre cuatro tablas que van a deshacerse, deslizándose entre un oleaje hirviente y espumoso, azotado el rostro por el huracán y los nervios por las chispas del rayo. Su conciencia es como una tromba furiosa que despedaza su propio corazón. Las tinieblas de las noches eternas de tal manera caen sobre su alma, que a veces todo lo vé malo, todo lo cree perdido, y lo que más malo vé, lo que imagina más perdido, es su propio ser. De aquí esa irritabilidad, esa duda, esos contrastes, un pedazo de cielo asomado por los grupos de apiñados nubarrones; una plegaria viniendo tras una blasfemia, como la brisa tras el huracán.

Pero no solamente es normando por la raza a que pertenece; es inglés, perfectamente inglés, por la nación en que ha nacido. ¿Cuál es la facultad característica del inglés? La personalidad, la individualidad. El inglés necesita que la ley consagre la integridad y la totalidad de su persona; que el hogar lo aísle de sus semejantes; que su propia conciencia sea la mediadora entre el tiempo y la eternidad, entre la tierra y el cielo; que la propiedad le sirva como de pedestal, y que la vida se desarrolle en él a su cuenta y riesgo, y merced al aguijoneo de su actividad, excitando sus aptitudes, alimentando la fiereza contenida en el principio de la propia responsabilidad. Pues bien: Byron, antes que todo, es una personalidad. Cuanto puede impedir el crecimiento, el desarrollo de esta personalidad, le molesta y lo derriba: fe, leyes, costumbres, límites de nacionalidad, preocupaciones de raza. Quiere vivir sólo en su conciencia, con su pensamiento en el mundo creado por su propio espíritu, tronando como un Dios y viendo hasta las leyes de la naturaleza plegarse a su omnipotente libertad. Jamás ninguna raza odió a un hombre como la raza británica a Byron; jamás ninguna raza representó con más fidelidad en sus cualidades características, y sobre todo, en su orgullosa individualidad.

Pero al lado de estas cualidades del Norte, Byron tenía cualidades esencialmente meridionales. Nuestro sol había deslizado sus rayos por aquel espíritu, le había impreso fuertemente su ósculo de fuego. Era una personalidad británica, vaciada en el mármol de Paros, bajo cuya frialdad aparente se encierra un rescoldo de divino calor. Sobre esas piedras se mecen las rojas flores de las adelfas, a las orillas de los torrentes, como convidando a los poetas con laureles. La combinación de cualidades diversas explican en Byron los bruscos cambios de su estilo, y las formidables antítesis de su pensamiento. Pero al mismo tiempo explican su culminante facultad, la más alta y la más imperiosa, la sensibilidad. No tenía, no, la flema británica. Una emoción pasaba con tal fuerza por todo su ser, que le dejaba ardientes quemaduras. Parecía que el mundo social, sobre todo, no se comunicaba con él sino por medio de botones candentes, cuyo contacto le hacía gemir, aullar, como un condenado, retorcerse y espumajear como un epiléctico. La luz no hiere con tanta fuerza los ojos que acaban de recobrar la vista, como hería al poeta la sociedad de su tiempo.

Y, sin embargo, amaba las sensaciones. Creía que vivir era sentirlo todo, experimentarlo todo: pasar por los diversos grados del calor de la vida universal; sumergirse en el hondo mar, como los peces, y recorrer los picos nevados, como las águilas; revolcarse en las hojas secas del otoño, hollar las nieves del invierno, fundirse al calor del sol en el verano, y volar como la mariposa entre las flores en la primavera; ser el peregrino, errante, sin fin, desde la Alhambra al Vaticano, desde el Vaticano al Partenón, desde el Partenón a las Pirámides; ser el orador que lucha en la tribuna y el pendenciero que lucha en las calles; ser el aristócrata, el lord que goza con el recuerdo de sus blasones, con el orgullo de su origen, y el demócrata, el tribuno que protesta contra todas las tiranías y reclama todas las libertades; ser cenobita y epicúreo, casto y voluptuoso, escéptico y creyente, criminal y apóstol, enemigo de la humanidad y humanitario, ángel y demonio, como si fuera su espíritu el continente inmenso de todas las ideas y de todas las cosas; su ser, el resumen de toda la vida, su personalidad, el protagonista del gran escenario del Universo, de la gran tragedia de la Historia.

Y he aquí otra de sus cualidades culminantes: referir el mundo entero a sí. Esa grande fuerza que tienen ciertos genios para objetivar sus ideas y sus sensaciones, jamás la tuvo Byron. Cantaba lo que sentía: la nube pasando sobre su conciencia, la chispa recorriendo el arpa de sus nervios, el amor de su corazón, la duda de su mente, la esperanza de sus deseos, según los grados de su salud, de felicidad, de placer, de dolor, experimentados en su vida, que era su poema. De aquí, como ha observado muy justamente Enrique Taine, en su bella obra de Historia de la Literatura Inglesa, la monotonía, la uniformidad de sus personajes, todos tocados de la uniforme enfermedad del poeta. Pero de aquí también, esa viveza de colorido, esa fuerza de expresión, ese maravilloso aroma de sentimiento, esa realidad vigorosísima con que brotan sus cánticos, reproduciendo toda el ser del poeta en cada una de aquellas cadencias, estremecimientos, latidos de su corazón. Y nada nos atrae, especialmente a nosotros, hijos de un siglo que ha sobreexcitado la sensibilidad, nada nos atrae como el latido de un corazón.

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