G. K. Chesterton - George Bernard Shaw
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- Libro:George Bernard Shaw
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1909
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GILBERT KEITH CHESTERTON; (Campden Hill, 1874 - Londres, 1936). Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura de su lengua. Estudió en la prestigiosa St. Paul School y luego en la Slade School of Art; poco después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a editar su propio semanario, G.Ks Weekly. Además de poesía (El caballero salvaje, 1900) y excelentes y agudos estudios literarios (como los dedicados a Robert Browning, Charles Dickens o Bernard Shaw, publicados entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, similar al mismo Belloc o al gran novelista Ford Madox Ford, se dedicó a la narrativa detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras, aparecida en 1908. Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de teología divulgativo y de gran poder de persuasión.
«La mayoría de la gente dice que está de acuerdo con Bernard Shaw o que no le entiende. Yo soy el único que le entiende, y no estoy de acuerdo con él».
G. K. CH.
Título original: George Bernard Shaw
G. K. Chesterton, 1909
Traducción: José Méndez Herrera
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
G. K. Chesterton y Bernard Shaw fueron grandes amigos pero se pasaron buena parte de sus vidas discutiendo y polemizando sobre casi todo. Para Chesterton, la filosofía y la política de Shaw, así como su teatro, eran un perfecto ejemplo de las ideas dominantes en su tiempo, el emergente siglo XX, con las que estaba en franco desacuerdo.
Esta biografía, en la que Chesterton se muestra más brillante y paradójico que nunca, es por tanto un ajustado y muy personal retrato del autor irlandés y de su obra dramática, a la vez que una obra de combate, en la línea de Herejes, libro en el que, por cierto, también se le dedicaba un capítulo a Shaw.
G. K. Chesterton
ePub r1.0
Titivillus 09.12.2018
U NA peculiar dificultad refrena al autor de este arriesgado estudio muy desde el principio. Son muchos los que conocen a Bernard Shaw, sobre todo como hombre capaz de escribir un larguísimo prólogo, aun para una obra muy corta. Y es cierto, ya que es realmente una persona muy dada a los prólogos. Da siempre la explicación antes que el incidente; pero, por lo que a esto se refiere, lo mismo pasa con el Evangelio de San Juan. Para Bernard Shaw, lo mismo que para los místicos, cristianos y paganos (y a Shaw se le ve mejor como a un místico pagano), la filosofía de los hechos es anterior a los hechos mismos. Oportunamente llegamos al hecho, la encarnación; pero en un principio fue el Verbo.
Esto produce en muchos espíritus la impresión de una preparación innecesaria y una especie de excitante prolijidad. Pero lo cierto es que la misma viveza de imaginación de este hombre es la que le hace parecer lento en llegar al final. No cabe duda de que, de tan agudo resulta prolijo. Una vista penetrante para las ideas puede, en realidad, hacer que un escritor tarde en alcanzar su meta, lo mismo que una fina visión para el paisaje puede obligar a un motorista a retardar su llegada a Brighton. Un hombre original tiene que hacer una pausa en cada alusión o en cada símil para explicar de nuevo los paralelos históricos, para volver a dar forma a las palabras deformadas. Cualquier escritor corriente de primera línea —permítasenos decirlo así— podría escribir rápida y fácilmente algo parecido a esto: «El elemento de la religión que existe en la rebelión puritana, si bien hostil al arte, libró sin embargo, al movimiento, de algunos de los males en que la Revolución Francesa envolvió a la moralidad». Ahora bien: un hombre como Shaw, que tiene opiniones propias sobre todas las cosas, se vería forzado a construir una frase larga y quebrada, en lugar de una breve y sencilla. Diría algo así: «El elemento de la religión, tal como yo explico la religión, que existe en la rebelión puritana (a la que vosotros tomáis en un sentido totalmente erróneo), si bien hostil al arte —es decir, a lo que yo entiendo por arte—, puede haberla librado de algunos males (recordad mi definición del mal) en que la Revolución Francesa —sobre la que tengo mi propia opinión— envolvió a la moralidad, a la que os definiré dentro de un instante». Lo peor que tiene el ser un escéptico y un filósofo verdaderamente universal, es esto: que la labor es lenta. El bosque de ideas del hombre le obstruye la salida. El hombre ha de ser ortodoxo en muchas cosas, de lo contrario, no tendrá tiempo ni de predicar su propia herejía.
Ahora bien, la misma dificultad que encierra la obra de Bernard Shaw, la tiene todo libro que de él trate. Existe la inevitable necesidad artística de poner el prólogo antes que la obra; es decir, es preciso decir algo acerca de lo que significa la experiencia de Bernard Shaw incluso antes de contar cuál fue ésta. Hemos de relatar lo que hizo, después que hayamos explicado por qué lo hizo. Considerada superficialmente, su vida se compone de incidentes bastante corrientes. Muy bien pudiera ser la vida de un empleado de Dublín, de un socialista de Manchester o de un autor londinense. Si abordo la vida del hombre antes que su obra, parecerá trivial; sin embargo, considerada en conjunto con su obra, es de lo más importante. En resumen, difícilmente podríamos saber lo que significan los actos de Shaw si no supiésemos lo que se proponía al realizarlos. Esta dificultad, en cuanto al mero orden y estructura, me ha suscitado muchas dudas. Voy a salvarlas, toscamente quizá, pero del modo que considero más sincero. Antes de escribir la más mínima indicación acerca de sus relaciones con el teatro, voy a hacerlo respecto a tres regiones o atmósferas, de las cuales surgió esa relación. Dicho de otro modo, antes de hablar de Shaw, hablaré de las tres grandes influencias que obraron sobre él. Las tres existían antes de nacer él, y, sin embargo, cada una de ellas es él mismo y su vivo retrato desde cierto punto de vista. He denominado a estas tres tradiciones: El Irlandés, El Puritano y El Progresista. No veo el modo de evitar esta teorización preliminar, pues si me limitase a decir, por ejemplo, que Bernard Shaw es irlandés, la impresión que produciría sobre el lector podría estar muy alejada de mi pensamiento y, lo que es más importante, de la idea de Shaw. Por ejemplo, la gente podría pensar que yo quería decir que es «irresponsable». Esto trastornaría todo el plan de estas páginas, pues si algo no es Shaw, es irresponsable. En él la responsabilidad vibra como el acero. De igual modo, si yo le llamase sencillamente puritano, podría entenderse algo relacionado con estatuas desnudas o «mojigatas al acecho». Y si le llamase progresista, podría suponerse que quería decir que vota por los progresistas en las elecciones del Condado, cosa que dudo mucho. No tengo más camino que éste: explicar brevemente estas cuestiones como las explicaría el propio Shaw. Habrá algunos protestones que criticarán este colocar la moraleja antes que la fábula. Otros, imaginarán en su inocencia que comprenden ya la palabra puritano o la más misteriosa todavía de irlandés. En realidad, la única persona de cuya aprobación estoy seguro es el propio Bernard Shaw, el hombre de las múltiples introducciones.
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