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G. K. Chesterton - Por qué soy católico

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G. K. Chesterton Por qué soy católico
  • Libro:
    Por qué soy católico
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    ePubLibre
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    1935
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GILBERT KEITH CHESTERTON Campden Hill 1874 - Londres 1936 Crítico - photo 1

GILBERT KEITH CHESTERTON (Campden Hill, 1874 - Londres, 1936). Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura de su lengua. El padre de Chesterton era un agente inmobiliario que envió a su hijo a la prestigiosa St. Paul School y luego a la Slade School of Art; poco después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a editar su propio semanario, G.Ks Weekly.

Desde joven se sintió atraído por el catolicismo, como su amigo el poeta Hilaire Belloc, y en 1922 abandonó el protestantismo en una ceremonia oficiada por su amigo el padre O´Connor, modelo de su detective Brown, un cura católico inventado años antes.

Además de poesía (El caballero salvaje, 1900) y excelentes y agudos estudios literarios (Robert Browning, Dickens o Bernard Shaw, entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, similar al mismo Belloc o al gran novelista F. M. Ford, se dedicó a la narrativa detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras, aparecida en 1908.

A partir de 1911 empezaron las series del padre Brown, inauguradas por El candor del padre Brown, novelas protagonizadas por ese brillante sacerdote-detective que, muy tempranamente traducidas al castellano por A. Reyes, consolidaron su fama. De hecho, Chesterton inventó, como lo haría un poco más tarde T. S. Eliot o E. Waugh, una suerte de nostalgia católica anglosajona que celebraba la jocundia medieval y la vida feudal, por ejemplo, en Chaucer (a quien dedicó un ensayo), mientras que abominaba de la Reforma protestante y, sobre todo, del puritanismo.

Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de teología divulgativo y de gran poder de persuasión.

I
La juventud de la Iglesia

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H asta finales del siglo XIX aproximadamente, quien decidiera abrazar la fe católica había de justificar su decisión. Hoy, lo que se considera normal es dar razones sobre por qué nunca habría de hacerse tal cosa. Puede parecer una exageración, pero estoy convencido de que millares de personas suscribirían esta verdad, aunque sólo sea en su subconsciente. Por otra parte, destaco dos de las razones, por parecerme fundamentales, que pueden conducir a cualquiera a abrazar la fe católica. La primera es que se crea que en ella anida una verdad firme y objetiva, una verdad que no depende de la personal creencia para existir. Otra razón puede ser que aspire a liberarse de sus pecados. Quizás haya hombres a quienes les sea posible decir que su fe no está basada en ninguno de estos motivos, pero en este caso poco importa cuáles sean los argumentos filosóficos, históricos o emocionales con los que quiera dar cuenta de su acercamiento a la vieja religión, ya que en ausencia de aquéllos no podrá decirse que ha hecho suya esta fe.

Convendría hacer un par de observaciones previas, pienso, en lo que hace a ese otro asunto importante que bien podríamos llamar los desafíos de la Iglesia. Recientemente el mundo parece haber tomado conciencia de la existencia de esos desafíos, y además de un modo extraño y casi, por así decirlo, espantoso. Se me puede considerar, literalmente, como uno de los miembros menos relevantes —por ser uno de los más recientes— de la muchedumbre de conversos que opinan lo mismo que yo. El número de católicos felizmente se ha incrementado, pero al mismo tiempo se ha producido, por decirlo de algún modo, un feliz incremento en el de no católicos; valga decir, en el de no católicos a conciencia. El mundo se ha vuelto consciente de que no es católico. Hasta una fecha reciente, habría sido tan pertinente al menos meditar sobre el hecho de que tampoco es confuciano. El hecho es que la nutrida panoplia de razones para no convertirse a la Iglesia Romana ofrece la primera razón inapelable para abrazar esta fe.

Compréndase que, en este ámbito, estoy apuntando a reacciones de rechazo, como antaño pudieron serlo las mías, basadas en convicciones tan honestas como convencionales. No estoy pensando sólo en el autoengaño o en hoscas e impacientes excusas, por más que suelan manifestarse antes de alcanzar la meta. Lo que aquí quiero poner de relieve es que, aun creyendo firmemente que esas razones son realmente razonables, subsiste la presunción tácita de que son, además, exigibles. Si se me permite opinar en nombre de tantos que valen más que yo, diré que desde el lejano momento en que comenzamos a experimentar todos esos cambios, tropezamos con la idea de que debíamos de tener razones para no incorporarnos a la Iglesia católica. Nunca he tenido motivos para no abrazar el credo griego, la religión mahometana, o bien la teosofía o cualquier otra sociedad de amigos. Desde luego, de habérseme pedido que lo hiciera, habría podido descubrir y exponer con claridad esos motivos, del mismo modo que habría podido explicar por qué no decidí vivir en Lituania, ejercer de gestor administrativo o cambiar mi nombre por el de Vortigern Brown, por no decir nada de los cientos de otras cosas que nunca se me ha pasado por la mente hacer. El hecho relevante es que nunca he sentido la presencia o la urgencia de que ello fuera posible, que en mis oídos jamás resonó el llamado de una distante y perturbadora voz señalándome el camino de Lituania o del islam, y que nunca me sentí impelido a comprender por qué no me llamo Vortigern o mi fe no es la teosófica. Una presencia y una urgencia de esta índole me parecen hoy universales y ubicuas en lo que hace a la Iglesia, y no sólo, por cierto, para los anglicanos, sino también para los agnósticos. Quiero insistir en ello: no estoy diciendo que las objeciones de éstos carezcan de fundamento. Es más, afirmo lo contrario: que ahora han comenzado a objetar de verdad y que ahora sí comienzan a plantar cara y dar batalla.

Uno de los más famosos maestros modernos de la ficción y la filosofía social, quizás el más famoso de todos, asistió en una ocasión a una discusión que sostenía con un sacerdote anglicano acerca de la teoría católica del cristianismo. Aproximadamente a la mitad de nuestro intercambio, el gran novelista comenzó a dar frenéticos saltos por toda la habitación, con tan típicos cuan hilarantes bríos, mientras iba repitiendo: «¡No soy cristiano! ¡No soy cristiano!», y agitaba sus brazos y piernas como si buscara escapar de las redes de un pajarero. Parecía haber divisado un impreciso y vasto ejército empeñado en una maniobra envolvente para acorralarlo y empujarlo al reducto del cristianismo y, de ahí, de cabeza al catolicismo. Y estaba convencido de haber logrado romper el cerco y no haber caído aún en sus garras. Con todo el respeto debido a su genio y franqueza, la verdad es que parecía encantado de echar una cana al aire antes de tener que responder a la pregunta: «¿Y por qué no nos convertimos al catolicismo?».

Si he empezado recordando este episodio de la conciencia que todos tenemos de los desafíos de la Iglesia es porque estoy convencido de que está relacionado con otra cosa. Esa otra cosa es la más poderosa de todas las fuerzas puramente intelectuales que han logrado llevarme hacia la verdad. No se trata únicamente de la supervivencia de la fe, sino de la singular naturaleza de su supervivencia. Ya me he referido a ello utilizando la expresión convencional «la vieja religión». Pues resulta que esa religión no es vieja, porque es una religión que se niega a envejecer. En este momento histórico, además, es una religión extremadamente joven o, para decirlo con más propiedad, sobre todo y especialmente una religión para hombres jóvenes. Mucho más novedosa que todas las nuevas religiones que han aparecido entretanto y que profesan jóvenes mucho más fogosos, mucho más impregnados por ella, más entusiastas a la hora de explicar en qué consiste y argumentar a su favor de lo que lo fueron los jóvenes socialistas de mi juventud. No es sólo un cuerpo de guardia custodiando la entrada del templo, sino que ha vuelto a tomar la iniciativa y a dirigir el contraataque. En suma, lo que siempre es la juventud, lleve o no razón: agresiva. Y es esa atmósfera de agresividad que hoy rodea al catolicismo lo que justifica que los viejos intelectuales se pongan a la defensiva. A ella se debe la casi enfermiza conciencia de sus limitaciones a la que he aludido. Los conversos están librando una verdadera batalla, como reza la recurrente fórmula con que comienza la Santa Misa, por alcanzar aquello que pueda llenar de gozo su juventud. Ni siquiera soy capaz de decir si la sobrenatural frescura que impregna tan antigua realidad es explicable, a menos de aceptar la hipótesis de que se trata, en efecto, de un fenómeno sobrenatural.

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