UN EJEMPLO Y UNA CUESTIÓN
T odos tuvimos ocasión de regocijarnos con el regreso de Sherlock Holmes cuando se suponía que estaba muerto, y presumo que pronto nos recogijaremos de su regreso incluso cuando de verdad lo esté. Sir Arthur Conan Doyle, en su generalizada campaña en defensa del espiritismo, debería deleitarnos con la comedia de Holmes como control y de Watson como médium. Pero tengo por ahora destinado al gran detective a otra utilidad que nada tiene que ver con el aspecto psíquico de la cuestión. De ella sólo diré, de pasada, que en este caso, como en muchos otros, me hallo de acuerdo con una autoridad sobre dónde trazar la línea entre bien y mal, pero tengo la desgracia de entender su bien como mal y su mal como bien. Sir Arthur explica por qué llevaría el espiritismo a un plano de idealismo más grave y elevado, y afirma estar bastante de acuerdo con sus críticos en que los meros trucos de sillas y mesas son grotescos y vulgares. Yo coincido en todo si le damos la vuelta como a la mesa. No me importa la parte grotesca y vulgar del espiritismo; lo que objeto es precisamente la parte grave y elevadora. Después de todo, un milagro es un milagro y algo significa: significa que el materialismo carece de sentido. Pero no es cierto que un mensaje sea siempre un mensaje, y a veces tan sólo significa que el espiritismo también carece de sentido. Si a la mesa en la que estoy escribiendo ahora mismo le crecieran alas y saliera volando por la ventana, quizá llevándome consigo, el incidente despertaría en mí verdadero interés inteligente rayano en la sorpresa. Pero, si la pluma con la que escribo comenzara a garabatear por sí sola la clase de cosas que he visto escribir en espíritu, si comenzara a decir que todas las cosas son aspectos de la paz y la pureza universales, etc., ¿cómo no iba, entonces, no sólo a enfadarme, sino, sobre todo, a aburrirme? Si un gran hombre como el difunto sir William Crookes dice que una mesa subió caminando las escaleras, la noticia me impresiona; no así las noticias de cualquier parte concernientes al hecho de que todos los hombres estén constantemente subiendo escaleras a pie por una escalera espiritual que parece tan mecánica y eficiente como una escalera mecánica de Charing Cross. Pero es que incluso sería concebible que un espíritu benevolente pudiera tirar los muebles por mera diversión, mientras que dudo que nada sino un demonio del infierno pudiera decir que todas las cosas son aspectos de la paz y la pureza.
Pero voy a tomar aquí de los artículos espiritistas un texto que nada tiene que ver con el espiritismo. En una reciente contribución a la Nash’s Magazine, sir Arthur Conan Doyle señala, muy acertadamente, que el mundo moderno está agotado y envilecido y necesitado de una religión. Y ofrece ejemplos de sus más típicas y terribles corrupciones. Es quizá natural que él vuelva al caso del Congo y hable de él de esa manera acalorada que recuerda a los días en que Morel y Casement tenían algún credito en la política inglesa. Desde entonces hemos tenido oportunidad de juzgar la verdadera actitud de un hombre como Morel en el caso de injusticia más palmaria que el mundo haya visto jamás. Y era al mismo tiempo la suya una réplica y una inversión de la postura expresada en «El piadoso credo del Director» que toscamente podría llevarse a un lenguaje similar de este modo:
Creo en la causa de la libertad
si es allá lejos en los trópicos.
Pero, caídos los belgas en las garras prusianas,
el tema me seduce ya algo menos.
Es cosa de un rey extranjero
alentar los rigores de capilla,
Pero la libertad es una de esas cosas
que sólo les debemos a los negros.
Contenía, por supuesto, una escabrosa denuncia del difunto rey Leopoldo de la que sólo diré que, en labios de un belga, sobre el rey de Bélgica, en su país y en vida de éste, habría sido sumamente valerosa y enormemente justa, pero que la prueba paralela sería cuánta verdad dijeron los periodistas británicos sobre los reyes británicos en su país y en vida de éstos, y que hasta que podamos pasar esa prueba, poco bien nos hacen tales denuncias. Lo que me interesa ahora de la cuestión, no obstante, es esto: sir Arthur tiene a bien decir alguna cosa acerca de la corrupción británica, y entonces pasa del Congo a Putumayo tratando el asunto más a la ligera, pues incluso los más honrados británicos se sirven del subterfugio de tratar más a la ligera el caso de los capitalistas británicos. Él dice que nuestros capitalistas no fueron culpables de una crueldad directa, sino de una actitud negligente e incluso insensible. Pero lo que me llama la atención es que sir Arthur, con su gusto por tales protestas e indagaciones, no habría necesitado ir tan lejos de su casa ni internarse en los bosques de Sudámerica.
Sir Arthur Conan Doyle es un irlandés, y en su propio país, según recuerdo, ocurrió un crimen asombroso y casi increíble, o más bien una serie de crímenes, más dignos que ninguna cosa en el mundo de la atención de Sherlock Holmes en la ficción y de Conan Doyle en la realidad. Siempre será mérito del autor de Sherlock Holmes el haber hecho en la realidad, casi al mismo tiempo, esta buena labor. Realizó una admirable defensa de Adolf Beck y Oscar Slater. También recuerdo que estuvo envuelto en la denuncia de un error de la justicia en un caso de mutilación de ganado. Y todo esto, al tiempo que redunda por entero en su mérito, hace que parezca aún más extraño que sus talentos no se pusieran al servicio de su país natal en un misterio de dimensiones monstruosas y que tuvo que ver, si mal no recuerdo, con una cuestión de mutilación de ganado. Puedo imaginar a Sherlock Holmes en semejante caso, incansable y perspicaz, hallando la pezuña hendida de alguna siniestra vaca sospechosa. Puedo imaginar al doctor Watson siempre detrás, como la cola de la vaca. Puedo imaginar a Sherlock Holmes comentando, de manera levemente alusiva, que él mismo es autor de una breve monografía sobre el asunto de las colas de vaca con diagramas y tablas que resuelven el gran problema tradicional de cuántas colas de vaca serían necesarias para llegar a la luna. Y puedo aún más fácilmente imaginarlo diciendo después, de regreso a la pipa y al batín de Baker Street: «Un pequeño problema considerable, Watson. En algunos aspectos, tal vez más el singular de todos los que puedas contar. No creo que ni siquiera el misterio del increíble estrechamiento del pantalón o el singular caso del mondadientes radiactivo encontraran soluciones más sensacionales ni extrañas». Pues si la célebre pareja realmente hubiera investigado el crimen irlandés que tengo en la mente, habría encontrado una historia que, considerada tan sólo como una historia de detectives, es de lejos la más dramática y terrible de los tiempos modernos.
Como casi todas esas historias sensacionales, el crimen conduciría hasta alguien de estatus y responsabilidad mucho más altas de lo que hubiera podido sospecharse. Como muchas de las más sensacionales entre ellas, el crimen conduciría hasta el detective que estaba investigándola. Pues, si de verdad hubieran aparecido, lupa en mano, para analizar las supuestas huellas de los campesinos incriminados, habrían descubierto que éstas eran de las botas de los policías. Y uno tiene la impresión de que las botas de los policías son algo que incluso Watson podría reconocer.
Ya he contado antes la asombrosa historia del sargento Sheridan y muchas veces tendré que contarla de nuevo. Los ingleses apenas la conocen; yo seguiré contándola con la esperanza de que todos los ingleses la conozcan algún día. Pues tendría que aparecer por sus propios méritos la primera en toda colección de casos célebres, en todo libro sobre criminales y en todo libro de misterios históricos. No está en ninguno. Y no está porque va en contra de toda la moderna plutocracia británica hallar las grandes injusticias británicas donde realmente se pueden hallar. Mucho más cerca que Putumayo.