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G. K. Chesterton - Ortodoxia

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G. K. Chesterton Ortodoxia

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Introducción

INTRODUCCIÓN

Por extraña casualidad, a la misma hora en que, en su vivienda campesina de Beaconsfield, fallecía Gilbert Keith Chesterton, anunciaba George Bernard Shaw, en Newcastle, que no hablaría más en público.

Con estos mosqueteros, que tantas veces midieron sus armas dialécticas, el espectáculo de la refriega ideológica perdió en Inglaterra sus dos más diestros, tenaces y fantásticos combatientes.

Chesterton y Shaw nacieron tal para cual. Dotados del mismo vigor polémico. e idéntico afán proselitista, iguales en ingenio, no existía bajo el sol una sola cuestión frente a la cual sus opiniones no se encontraran en diametral oposición.

La oposición de sus opiniones encendió y mantuvo encandilada, sin un momento de desmayo, durante dos generaciones, la más fragorosa batalla que engendró nunca la inventiva. Sus controversias públicas eran como justas de la razón dirimidas con los fuegos artificiales de las paradojas, las sutilezas, los retruécanos y las imágenes, donde el público olvidaba el objeto de la riña y se dejaba fascinar por el deslumbrante espectáculo.

Shaw vencía en el arte de la dramatización de su causa, pero Chesterton le vencía en la sutileza que infundía al argumento de la suya.

Como si quisiera compensarle de la monstruosa corpulencia que levantó sobre sus pies, el Creador dotó el cerebro de Chesterton con el más ágil, elástico, fino entendimiento que puso en ninguno de nuestros contemporáneos. Era tan gigantesco y pingüe que le llamaron “monumento andante de Londres”, y en una ocasión, durante un banquete en su honor, Bernard Shaw dijo a la hora de los discursos: “Tan galante es nuestro agasajado, señores, que esta misma mañana les dejó su asiento en el tranvía a tres señoras”.

Fantasía o imaginación no iban a la zaga de su figura en cuanto a exuberancia.

Aunque, superficialmente considerada, la obra de Chesterton aparece sólo como un intento ingenioso de encontrar la verdad por procedimientos originales en los que el ingenio y la originalidad semejan lo principal y la verdad lo secundario, en realidad ocurre todo lo contrario.

Chesterton vivió perpetuamente desasosegado por la idea de la verdad, y sus paradojas no eran sino el doble lazo con que pretendía coger por los cuernos tan elusivo toro.

Su versatilidad estaba propulsada por el mismo desasosiego, el cual le llevaba del verso al artículo de periódico; de éste al ensayo filosófico; del ensayo a la novela teológica, cuando no detectivesca, o al discurso proselitista y a la controversia. La búsqueda de la verdad le condujo al catolicismo en 1922 y, poco después, a la fundación del movimiento distributista, en el que pretendía encarnar su ideología y al que, secundado por su fiel y veterano escudero el escritor casticista Hilario Belloc, dedicara la mayor parte de su astronómica energía durante los diez últimos años.

Chesterton odiaba tanto al capitalismo como al comunismo, porque ambos destruyen igualmente la propiedad privada individual, el ejercicio de los oficios manuales que, para él, constituyen la base de la libertad y el desenvolvimiento espiritual del hombre.

En el imaginario “Reino distributivo" cada individuo es propietario de las herramientas con que trabaja, ejerce su oficio individualmente y posee su vivienda. Para propulsar el triunfo del Estado distributivo, que debe ser alcanzado por los medios constitucionales, "puesto que los ingleses aborrecen la violencia”, Chesterton fundó un semanario, excelente y brillantemente escrito, titulado “G. K’s Weekly”, es decir, “Semanario de Chesterton”, donde colaboraba una pléyade escogida de jóvenes intelectuales católicos.

La concepción chestertoniana de la economía estaba íntimamente vinculada a la que tenía de la libertad.

La libertad abstracta que la Reforma impuso sobre Europa es, según Chesterton, una maldición que ha devorado la libertad concreta que se gozaba anteriormente en los pueblos de la Cristiandad. “La libertad de la postreforma significa esto: cualquiera puede escribir un folleto, cualquiera puede dirigir un partido, cualquiera puede imprimir un periódico, cualquiera puede fundar una secta. El resultado ha sido que nadie posee su propia tienda o sus propias herramientas, que nadie puede beber un vaso de cerveza o apostar a un caballo. Ahora yo les ruego a ustedes, con toda seriedad, que consideren la situación desde el punto de vista del hombre del pueblo. ¿Cuántos seres humanos desean fundar sectas, escribir folletos o dirigir partidos?”.

Esta cita es un ejemplo característico del procedimiento con que Chesterton mezcla lo arbitraria y lo lógico, el sentido común y lo absurdo para, después de fundirlos en el crisol de su imaginación, elevar el resultado a teoría.

Tan natural como su extravagante figura física era en Chesterton la jovialidad intelectual, el gozo en el puro juego de la inteligencia y la frase chispeante. Cualquier argumento podía ser convertido por él, automáticamente, en un deslumbrador juego de prestidigitación.

Muchas de sus frases y de las incidencias de sus controversias se han convertido ya en leyenda que el pueblo transmite de boca en boca. Un día debatía por la radio con un poeta defensor del verso libre, quien le acusó de no entender la "nueva métrica". Verso libre —respondió G. K. Chesterton— no es una nueva métrica, del mismo modo que dormir al raso no es una nueva forma de arquitectura.

—Pero no, podrá usted negar —objetó el poeta— que es una revolución en la forma literaria.

—El verso libre es una revolución, respecto a la forma literaria, igual que el comer carne cruda es una revolución respecto al arte de la cocina —replicó Chesterton.

A la agudeza y mordacidad intelectual, que le hacían un enemigo temible, se unían en la inmensa humanidad de Gilbert Keith una bondad y campechanía primitivas y populares que le convertían en el más delicioso de los amigos. De su amistad privada disfrutaban muchos de aquellos con quienes Chesterton cambiaba en público los más inflexibles mandobles: librepensadores, racionalistas, protestantes, socialistas, eugenistas, y, especialmente, la encarnación misma de todos estos “ismos”, el inescrutable, invencible, incorregible George Bemard Shaw.

Con Bernard Shaw y Lloyd George compartió Chesterton el privilegio único de que tanto en los periódicos como en las conversaciones se le mencionara por las solas iniciales de su nombre. “¡Pobre G. K. Chesterton!”, se decía la gente al saludarse, en Londres, el día de su muerte.

Una de las mejores biografías que existe hoy de Bernard Shaw la escribió, en 1909, Chesterton. Antes había escrito ya una de sus obras maestras, la biografía de poeta Browning.

Más tarde escribió las de Chaucer, Stevenson, Colbett, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Dos meses antes de morir había terminado la suya propia.

Sus libros de poemas llenan casi una biblioteca. Uno de ellos se titula "Bagatelas tremendas". Las dos novelas más famosas que escribió: “El hombre que fue jueves” y “El padre Brown”, están traducidas al español, pero, en cambio, creo que no ha sido trasladado al castellano ninguno de sus últimos libros, ni siquiera el epos de “Lepanto”.

The Napoleon of Notting Hill y A Club of Queer Trades son novelas de la vida suburbana de Londres, en las que revive el espíritu “pickwickiano”. Chesterton hace de los personajes de sus novelas instrumentos en que emplear su ingenio y les obliga a proceder del modo más incongruente que jamás procedieron los habitantes del mundo novelesco.

De entre las obras teóricas o filosóficas, aparte de Ortodoxia, aquella en que la ideología del autor adquiere más coherencia es la contenida en el tomo de ensayos sobre el tema Qué hay de malo en el mundo, donde arguye contra las concepciones eugenistas, las cuales asumen que la suerte de la vida está determinada por el nacimiento, y hace la más impresionante descripción del concepto cristiano de la vida que se haya escrito en este siglo.

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