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«Políticos, edificios feos y prostitutas
se vuelven honorables si viven lo suficiente.»
Chinatown
Robert Towne
«Nada es tan seductor como Madrid perdido.»
El clavo
Pedro Antonio de Alarcón
Carta primera
Cuatro Caminos
16 de abril de 1913
Querido Elías:
Te escribo a altas horas, después de caminar Madrid dos veces. Una de norte a sur, con el corazón en el estómago y el Jesús en la boca; otra de sur a norte, con unas orejas humanas amputadas en una mano, una débil mental agarrada a la otra con sudor y el sombrero de un muerto bajo la falda fingiendo el vientre de una embarazada. Describir cómo llegué a esa situación será posiblemente una delicia. No sabes lo que significa para mí esta noche en que se ha cometido un crimen y yo he sido la primera en saberlo, no puedes saber lo que es para una mujer como yo sentirse útil y, a través de la utilidad, llegar a la bondad. Nunca más la bruja, la vampira. Con el advenimiento de este misterio que tengo que descifrar podré liberarme del mal para siempre, matarme la serpiente del pecho, ser algo que no soy, de una vez, ser otra. Aun despojada, en gran parte, de las rutinas de mi oficio, no dejo de ser una ramera de corazón. Descubrir a un asesino. Jamás se me habría ocurrido una forma tan emocionante y trabajosa de redención, pero Dios y la noche, que son sabios, han puesto ante mis ojos perversos algo más perverso que ellos.
El amor no pudo ni puede salvarme porque solo hay uno para mí, como tú bien sabes, torre de miel de sombra, colegio de la boca, cocodrilo, bien lo sabes tú, y es una clase de amor que no podría salvar a nadie en su sano juicio, tal vez a la Tonta sí, pero la Tonta ya está salvada por su misma inocencia. Esa inocencia hace que la degeneración que la rodea, y que aún la posee, deje su corazón intacto. Para mí es como un farol en la niebla, como un gallo que canta cuando la noche acaba y espanta las brujas. Me gusta tenerla cerca. Sus ojos ven siempre la verdad y, aunque sus palabras no siempre sepan decirla o sus manos pintarla, sé que la contiene, tengo la seguridad de acceder a la verdad si consigo comunicarme con ella. Ella preserva la verdad, ese es su don, y es un don que admiro porque sé de buen grado lo confusa, enervante, moralmente mala, lo estúpida que puede ser a veces la inteligencia. Por eso la traje conmigo a ver los cadáveres, a ella, y no a una de las listas. Pero te contaré la noche tal y como fue.
A una hora que las personas rectas considerarían avanzada, pero que para nosotras es temprana —algunas de mis pollitas todavía bostezan y beben café—, se presentaron en mi casa dos jóvenes simpáticos a los que recibíamos desde hacía algún tiempo. No. Será mejor empezar aun antes, ayer a las cinco de la tarde. A esa hora estaba en la puerta un hombre al que llamamos «el Vencedor de las Filipinas», o, simplemente, el Vencedor. Es un militar retirado, pobre como las ratas, que perdió el uso de las piernas en Filipinas y que después perdió a su familia en Madrid, porque su mujer, al saber lo que le había ocurrido a través de la carta de un amigo común, se marchó con sus hijos sin decir a dónde antes de que él volviera. Se desplaza en un carrito tirado por un perro; un mastín bueno al que cuida mejor de lo que se cuida él y que tiene mejor aspecto, y menos pulgas, seguramente. El hombre tiene una pensión del gobierno y dice que no necesita nada, pero a veces mendiga. Como lo hace por su cuenta y de casa en casa, no en la calle, ha conseguido milagrosamente no caer en manos de uno de esos grupos que explotan a los mendigos —uno de esos que te robó la niñez, amor mío—, se queda con el resultado íntegro de sus rogativas y se mantiene honrado. Lo del Vencedor ha llegado a ser motivo de broma entre nosotras, porque lleva mucho tiempo rondándonos, esperando a las chicas en la puerta cuando vuelven de la compra, y pidiendo, con sus reales en la mano o haciéndolos sonar dentro de un bote, que le atendamos. A veces, ha venido incluso con un fajo de buenos billetes. Pero a las chicas les da asco, lo aborrecen, y con razón. Es un cabrón y un loco. Si se le antoja hacerte una pequeña maldad, montar un escándalo ante los policías que vienen a vernos, pellizcarte una pierna o un brazo al pasar con el fin de hacerte un moratón, escupirte si un día le da por esas, lo hace porque le desahoga; es una de esas personas que se siente mejor haciendo que los demás se sientan tan mal como él, aunque sea durante un segundo. Por eso digo lo de cabrón. Lo de loco lo digo porque su cantinela es que España perdió la guerra en Filipinas, pero que él la ganó, y quién sabe. A las chicas les enfada su maldad y se revuelven, le contestan y hasta le pegan, sobre todo la Vieja, que está igual de maleada que él y que tiene una lengua de víbora y un corazón morado de palos. La Llorona le tiene miedo, y cuando él está en la puerta, sube la escalera pegada a la pared, con un espanto… Pero su locura da risa, y hasta pena, porque ni él se cree que sea un vencedor de nada, ni que lo haya sido en su vida, ni siquiera que haya podido serlo teniendo piernas. Su perro es mejor persona que él.
Pienso en el prestigio de mi casa, y atender a alguien así no entraba ni remotamente en mis planes, pero antes de ayer cambié de opinión. Fue cuando llegué de casa de la lechera con unas botellas y un cesto de huevos, que ya sabes que las botellas se las compro, pero los huevos se los cojo de la parte de atrás del carro por el gusto de robarle, porque es una piltrafa mugrienta que se cree más que nosotras y se pasa la vida denunciándonos. En vez de entrar al patio y subir la escalera con prisa como hago siempre, dejé mi carga en el suelo, me apoyé en la pared con los brazos cruzados y me quedé mirando al Vencedor, dispuesta a reírme un poco de él. Tenía uno de esos días tranquilos en los que no parece que esté loco, solo ofuscado y zaino, masticando el tabaco que se le queda entre los dientes, porque tiene las manos agarrotadas y no se lía bien los cigarros. Me miró de reojo y, tal vez presintiendo lo que yo trataba de hacer, se comportó con perfecta normalidad, incluso se giró en su carrito y me dio la espalda, como negándose a darme un motivo para que me riera. Su mastín estaba suelto, tumbado al sol sobre la tierra seca. Bostezó, y el color de sus encías negras sobre los colmillos, y el dibujo de sus uñas bien recortadas, hundidas entre los dedos canela de la pata extendida sobre la que apoyaba su hermosa y gran cabeza, y sus ojos de león con mosquitas en las pestañas que espantaba con un parpadeo nervioso…, todo esto, y el silencio y el desdén del loco vuelto hacia el sol mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaleco el tabaco y el papel de fumar, se contrajo en una sola imagen, en una sola idea que parecía un arcano de toda la belleza del mundo, de una infancia perdida en la que el cuerpo no dolía y la imaginación volaba. Yo estaba siendo expulsada de ese instante y sentí de pronto una nostalgia feroz. Porque si yo hubiese sido una niña entonces, el Vencedor me habría dejado acercarme; él deja que los niños se acerquen, incluso los que son maliciosos. Ha descubierto que, a partir de cierta distancia, se inhiben ante sus burlas y se vuelven curiosos, les guarda golosinas en los bolsillos, los utiliza para averiguar algunas cosas que desea saber sobre la gente. Cosas que no sirven para nada, secretos que en los barrios humildes son públicos y con los que se trajina en la taberna y en los patios, que provocan peleas, robos, amarres de amor, y luego se olvidan como el aire que se ha respirado, pero imagino que solo la triste posibilidad del chantaje o la humillación de otro ser humano lo enajena; el tráfico de chismes es una constante fuente de placer para él. Si pudiera, los guardaría en un cofre e iría por las noches a ordenarlos y a enunciarlos uno a uno. Así, si yo hubiese sido una niña con el corazón limpio y los ojos intactos, habría podido acercarme a escarbar en el fondo de su bolsillo. El hecho de no poder hacerlo lo dignificaba, según mi criterio, o me humillaba a mí ante el suyo; nos igualaba. Me ofrecí a liarle el cigarro y él, con una mezcla mal disimulada de sorpresa y vanidad, accedió y puso en mi mano derecha el papel y en la izquierda, las hebras de tabaco. Al notar el contacto de su piel áspera, recordé sin querer una vez que me ayudaste a bajar de un tranvía, el 17 de mayo de 1895, cuando venía de bautizar a nuestra Laura. Entonces, el Vencedor me sobresaltó con un gruñido, que me hizo ver que toda aquella digna actitud había sido una de sus tretas de zorro. Volvió ese chispazo eléctrico en sus ojos y ese nervio, y esa maligna persistencia. Y tuvimos el siguiente diálogo.
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