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Ernesto Bruno Ottone Fernandez - El viaje rojo

Aquí puedes leer online Ernesto Bruno Ottone Fernandez - El viaje rojo texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Santiago de Chile, Año: 2014, Editor: Debate, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Ernesto Bruno Ottone Fernandez El viaje rojo

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Índice A Ernesto y María Soledad espléndidos compañeros de viaje de todos - photo 1

Índice

A Ernesto y María Soledad,

espléndidos compañeros de viaje, de todos mis viajes

Nosotros nos embriagamos del vino

del recuerdo y de la restauración del pasado.

C HARLES B AUDELAIRE

Ninguna historia es inocente.

Contar es ponerse en peligro. Callarse es aislarse.

B ORIS C YRULNIK

No sabríamos describir

nada nuevo sin conocer el pasado.

J EAN G EBSER

PREFACIO

Cuando se cuenta una historia personal que implica un ejercicio de la memoria y se afirma que no será una autobiografía, siempre existe el peligro de que se tome como un pudor algo hipócrita o como una coquetería intelectual para esconder, quizá, una duda razonable sobre el interés de lo escrito. En el mejor de los casos, se ve como un juego a la manera del cuadro de Magritte, donde bajo una perfecta pipa dice «esto no es una pipa».

Pero cuando señalo que esto no es una autobiografía sino más bien un ejercicio de la memoria, lo hago porque estoy convencido de que un relato de esa especie requiere de una experiencia de vida de mayor relevancia pública que la mía. Y es por eso que lo que el lector tiene ante sí es un ejercicio, uno que quiere reflejar un viaje largo que sucedió sin ser planeado, y que desde una percepción muy personal pretende retratar acontecimientos y experiencias de una generación a la cual —como temían los galos, y se dice que era lo único a lo que temían— se le cayó «el cielo sobre la cabeza».

Este libro, entonces, no tiene otra pretensión que recoger esa mirada singular, no ofrece documentación ni pruebas, no es una fuente enteramente fiable ni exenta de arbitrariedades; la memoria también pudo haberme jugado malas pasadas. Lo he realizado, eso sí, a la distancia y sin la «servitud que implica el odio», las broncas, los enojos y hasta la mala leche.

Suscribo plenamente la concepción de Boris Cyrulnik de que no hay una sola verdad en la reconstrucción de la memoria. Pero sí algo de verdad en cada una. «Toda memoria es una representación de su pasado, pero uno no lo hace a partir de nada, nada se puede contar si no se ha vivido. Tiene que haber verdad para excavar en su memoria y encontrar algo con qué hacer una representación en el teatro de sí mismo», nos dice Cyrulnik.

Por otra parte, este relato no cuenta todo lo que me pasó, ni todo lo que percibí ni todo lo que sentí. Salvo breves referencias, no hablo de mi vida privada, amores, pasiones, problemas, dolores y diversos otros sentimientos. Tampoco me extiendo sobre algunos acontecimientos que pudieran haber sido importantes para mí, pero acaso algo tediosos para los demás.

Se trata de un viaje que duró dieciséis años; casi coincide con la duración de la dictadura en Chile y abarca también los seis años que la precedieron, durante los cuales quienes teníamos veinte años hacia 1968 vivimos con particular entusiasmo el movimiento estudiantil, el gobierno de la Unidad Popular, la lucha contra la dictadura y, después, la recuperación de la democracia.

Los que sobrevivimos fuimos después testigos de la reconstrucción democrática, y a lo mejor todavía nos queda presenciar, ojalá, más progreso, más democracia, más justicia y bienestar social.

He dividido el libro en tres partes. La primera explica por qué emprendí un viaje tan largo, sin ser un navegante ni un aventurero. La segunda parte relata el viaje rojo, que cuenta mis casi diez años como un dirigente a destiempo de la Internacional Comunista —como solía bromear conmigo Massimo D’Alema—, y finalmente el viaje laico, en el que adquiero mi propia autonomía intelectual, y donde mis decisiones y opciones ya no están mediadas por una obligación gregaria.

Ernesto Ottone

Santiago, marzo de 2014

PRIMERA PARTE
Antes de la partida
Inicios

En 1967 se inició el movimiento estudiantil en la Universidad Católica de Valparaíso, donde yo estudiaba. Fue un movimiento precursor de los que se extendieron posteriormente por todo el país. Cuando comenzó, mis inquietudes eran más sociales que políticas, y me sentía cercano a la Democracia Cristiana en su versión más de izquierda, el llamado sector «rebelde».

A Rodrigo Ambrosio, quien encabezaba ese sector de la DC, lo conocí muy poco y solo conversé con él con ocasión de una marcha a favor de Vietnam desde Valparaíso a Santiago; comenzamos a caminar gallardamente, gritando duras consignas contra el imperialismo estadounidense, pero a medida que transcurrían los kilómetros las fuimos cambiando por lastimeros quejidos del tipo «compañeros vietnamitas, que nos duelen las patitas…».

Realicé parte de esa marcha con los jóvenes democratacristianos rebeldes. En verdad, quien me impresionaba era Enrique Correa, muy poco mayor que nosotros, los de la Católica de Valparaíso, pero con una gran autoridad. Era la voz principal en las reuniones que se organizaban en el santuario de Lo Vásquez, bajo los auspicios del Instituto de Estudios Políticos de la Democracia Cristiana (IDEP), que presidía don Jaime Castillo Velasco.

Don Jaime nos explicaba los conceptos de la «revolución en libertad», que marcaba un camino político intermedio para el país, capaz de producir los cambios anhelados con una reforma al sistema capitalista, pero salvaguardando las libertades personales que los regímenes comunistas aplastaban.

Escuchábamos con un oído, con gentileza, pero encontrábamos muy tibio su discurso, como tibio encontrábamos al gobierno de Eduardo Frei Montalva, por más reforma agraria y promoción popular que hiciera. Cuando don Jaime se iba, discutíamos en serio y era ahí donde Correa nos señalaba que se podía ir más a fondo, que era posible unir un sector del mundo católico con la izquierda tradicional y hacer una revolución sin medias tintas, pero también sin caer en los excesos de las experiencias del socialismo real. En Chile se podría dar un experimento político sin precedentes, sostenía Correa.

Además de debatir, leíamos a Mounier, Maritain, Fanon; las encíclicas Mater et magistra y Populorum progressio, junto con los Manuscritos económicos y filosóficos de Marx en la edición del Fondo de Cultura Económica, con prólogo de Erich Fromm, y el Manifiesto del Partido Comunista. Pero sobre todo vivíamos una exultante amistad, con guitarras y vino con naranja (nuestros jóvenes hígados procesaban cualquier cosa), y nos paseábamos con cara de retiro espiritual para lucir bien ante los religiosos del santuario.

En aquellos años, la Universidad Católica de Valparaíso era un espacio casi familiar, y estaba dirigida por un abogado católico y un grupo de profesores de «familias conocidas» de Viña del Mar. Con el tiempo se fueron incubando aires de cambio entre los profesores más jóvenes; a ese grupo se sumó la Federación de Estudiantes, encabezada por la Democracia Cristiana Universitaria; la Escuela de Arquitecura, cuyos profesores eran volados y poéticos, y la Escuela de Negocios, que tenía su propio cuento de derecha liberal y autonomista.

Nuestras ideas eran algo vagas pero atractivas. Nos declarábamos «la conciencia crítica de la nación». Pedíamos más participación democrática y el fin de la estructura napoleónica profesionalizante, sobre la que leíamos en un artículo clásico de Luis Scherz García que no entendíamos mucho pero que sonaba excelente.

Nuestras vidas provincianas adquirieron otro ritmo; marchábamos y peleábamos con los carabineros. Al principio, a ellos se les notaba el poco entrenamiento en la lucha callejera, pero después se pusieron más duros, convertidos en «grupo móvil».

Dormíamos en la universidad gozando de libertades e iniciaciones con nuestras compañeras que jamás hubiéramos imaginado. Esribíamos consignas extremas y surrealistas, y estábamos decididos a «llegar hasta las últimas consecuencias», empleando ya entonces esa frase que se incorporó para siempre al lenguaje reivindicativo, tanto para un barrido como para un fregado.

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