Relato histórico en el que se destaca la vida interna de la Iglesia, es decir, la Iglesia en su misión pastoral.
Al mismo tiempo se dedica especial atención a su crecimiento geográfico, de forma que el contenido de este libro podría definirse como la penetración del espacio humano por las instituciones pastorales de la Iglesia, lo cual nos lleva a atender también la estadística histórica.
Agotada la presente obra en sucesivas ediciones, ha sido indispensable completar el texto con aquellos hechos capitales que imprimen nuevos rumbos a la historia de la Iglesia como, por ejemplo, el pontificado de Juan Pablo II.
Ludwig Hertling
Historia de la Iglesia
ePub r1.0
liete22.02.14
Título original: Geschichte der katholischen Kirche
Ludwig Hertling, 1967
Traducción: Eduardo Valentí
Edición en español: Décima edición, 1989
Editor digital: liete
ePub base r1.0
A la memoria
del inolvidable cardenal
KONRAD VON PREYSING
obispo de Berlín
PRÓLOGO A LA DÉCIMA EDICIÓN
No escasean las obras que tratan de historia de la Iglesia, Disponemos de excelentes manuales universitarios, entre los cuales puede muy bien atribuirse uno de los primeros puestos a la obra en ocho volúmenes de HUBERT JEDIN, con la colaboración de más de veinte especialistas, de diversos países, publicada por la editorial Herder (de Barcelona), tanto por lo completo de la materia como por el escrupuloso examen crítico a que se somete cada uno de los problemas. Pero es éste un tema tan inagotable y son tan variados y polifacéticos los intereses con que los distintos lectores lo abordan, que siempre queda la posibilidad de ofrecer una exposición que se distinga de las anteriores.
En este libro intentamos ofrecer un relato histórico que sea legible, prescindiendo del aparato científico. Destacamos en él la vida interna de la Iglesia, o sea la Iglesia en su misión pastoral. Éste es, en efecto, el núcleo de su historia. Sólo entenderemos la historia eclesiástica si consideramos a la Iglesia como una tarea, mejor dicho, como la tarea que Dios ha propuesto a los hombres: hallar y mostrar a los demás el camino de la salvación sobrenatural. Verdad es que entre la Iglesia, como pastora de almas, y los estados y otras sociedades humanas ha existido siempre un intercambio de influencias. Después de todo, los hombres que las forman son los mismos a quienes la Iglesia debe atender, y la actividad de ésta se desarrolla en el mismo ámbito que las demás sociedades. Existe, pues, un entrelazamiento y mutua interacción de cultura y economía, guerras, dinastías y formación de estados, que ora favorecen, ora traban la labor pastoral de la Iglesia. Desde este punto de vista, no es posible una historia eclesiástica «puramente religiosa». Con todo, su idea directriz ha de ser siempre la cura de almas, como misión esencial de la Iglesia.
Al propio tiempo dedicamos especial atención al crecimiento geográfico de la Iglesia, a su invasión del espacio humano, lo cual nos lleva a atender también a la estadística histórica, aspecto éste que en las obras anteriores no siempre ocupa el lugar que merece.
He ahí, pues, cómo podríamos definir el contenido de este libro: la penetración del espacio humano por las instituciones pastorales de la Iglesia.
Agotada la presente obra en sucesivas ediciones, ha sido indispensable completar el texto con todos aquellos hechos capitales que imprimen nuevos rumbos a la historia de la Iglesia. Se han introducido aquellas adiciones y retoques que parecieron más importantes y que contribuyen a perfilar la imagen de la Iglesia de nuestra época. El lector que lo desee podrá, mediante un simple cotejo con la edición primera, apreciar fácilmente lo añadido y lo modificado respecto al texto original alemán.
I
LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA Y SU DESARROLLO EN LOS TRES PRIMEROS SIGLOS
Desde el punto de vista de la teología, la Iglesia fue fundada el primer viernes santo, en el que Cristo con su muerte en la cruz dio cima y remate a su obra de redención. Extinguióse el Viejo Testamento, o sea, el tiempo de la preparación, y se inició el nuevo orden salvífico. Sin embargo, atendiendo a consideraciones puramente históricas, puede afirmarse que la fundación de la Iglesia no se hizo de golpe, sino paso a paso. El proceso fundacional empieza ya cuando Cristo llamó a los apóstoles, prosigue con la designación de Pedro como piedra fundamental de la Iglesia, con la instauración de los sacramentos, y llega a su consumación cuando los apóstoles, después de la resurrección, empiezan a poner en obra los mandatos del Maestro.
No debe esto entenderse en el sentido de que la idea de la Iglesia sufriera una evolución paulatina; tal cosa ocurre con los fundadores de religiones puramente humanos, que trabajan incansablemente en la elaboración de sus ideas y son empujados por las circunstancias ora en ésta, ora en aquella dirección, para llegar al fin a un resultado en el que poco o nada subsiste de la concepción primitiva. Nada semejante puede advertirse en Cristo. Su plan para el establecimiento del reino de Dios en la tierra estaba desde el primer momento concluso y bien determinado, y cada uno de los pasos a que hemos aludido contribuyó a darle realidad.
No es incumbencia de una historia eclesiástica narrar la vida de Jesús dando una descripción de su personalidad histórica o una exposición de su doctrina. Es verdad que la vida y la doctrina de Jesús entran a formar parte de la historia de la Iglesia; más aún, para la recta inteligencia de tal historia, es absolutamente indispensable un conocimiento a fondo de los Evangelios. Pero tal conocimiento podemos darlo por supuesto, como común posesión de todas las personas cultas.
Jesús no asignó a su reino de Dios ningún centro de culto determinado espacialmente, como el que la religión judía poseía primero en el tabernáculo y luego en el templo. En cambio, desde el primer momento cuidó de echar los cimientos para la futura organización de su Iglesia. No pertenecían a esta organización las piadosas mujeres de Galilea, que facilitaban los medios de subsistencia a Jesús y a los suyos, como tampoco los amigos acomodados de las distintas localidades, en cuyas casas sabía que en todo tiempo sería recibido hospitalariamente. En cambio, los setenta y dos discípulos eran auxiliares designados ex profeso por Jesús. Venían a ser, por así decir, los hombres de confianza con que Jesús contaba en los distintos lugares, y en los viajes del Maestro eran enviados por delante a la ciudad cercana para preparar su visita.
Una clase especial, y la más alta, era la constituida por los Doce, también elegidos, es decir, nombrados por Jesús, y que le acompañaban en todos sus viajes. El nombre de «apóstol», o sea, enviado o mensajero, no correspondía por de pronto a su misión, sino que más bien anunciaba el futuro.
Los apóstoles sabían muy bien que, mientras el Maestro estuviera con ellos, todo su afán debía consistir en prepararse para la misión que en el porvenir les estaba reservada. Si más de una vez discutieron entre sí acerca de la primacía, como se nos relata en los Evangelios, no hay que ver en ello una vanidad pueril, sino un ardiente celo por su tarea: cada uno quería asegurarse la mayor participación posible en los trabajos que les aguardaban. Sobre todo, no hemos de imaginarnos a los apóstoles como gente totalmente obtusa, ni creer que fuera vano el esfuerzo del Maestro en educarlos. La manera cómo Pedro, inmediatamente después de la ascensión del Señor, tomó en sus manos las riendas y propuso que se completara el número de los Doce, muestra bien a las claras que los apóstoles se daban perfecta cuenta de su misión. En cambio, estaban a obscuras sobre muchas cosas, aun después de haber recibido el Espíritu santo. Fue necesaria una revelación especial, para que Pedro se decidiera a impartir el bautismo a los paganos, a pesar de lo inequívoco que era el mandato del Señor.