Pío Baroja - Reportajes
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- Libro:Reportajes
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1948
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PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su vida. Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo año La casa de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las trilogías de Baroja, «Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de Labraz (1903), una de sus novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero (1909). Con Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició la trilogía «La vida fantástica», expresión de su individualismo anarquista y su filosofía pesimista, integrada además por Camino de perfección (1902) y Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más conocido fuera de España es la trilogía «La lucha por la vida», una conmovedora descripción de los bajos fondos de Madrid, que forman La busca (1904), La mala hierba (1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la ciencia, posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22 volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción, basada en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del autor que vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó en la Real Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en Francia, de donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde llevó una vida alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre 1944 y 1948 aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja publicó en total más de cien libros.
Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto, vivido e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de registros es una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha influido mucho en los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest Hemingway.
En una conmoción tan fuerte como la que ha sufrido España, una serie de productos materiales y espirituales de la historia y de la cultura han tenido que transformarse y otros muchos desaparecer. En algunos pueblos en donde las batallas han sido reñidas y ha tronado el cañón y ha estallado la dinamita, calles pintorescas, rincones típicos y viejos edificios han quedado destruidos y arruinados. Debido a ello, restos importantes de arqueología se habrán perdido para siempre.
Manifestaciones de menos fuste, que el arqueólogo y el historiador no toman apenas en cuenta, y, sin embargo, curiosas e interesantes para el costumbrista, iban perdiéndose ya hacía tiempo y acabarán de perderse definitivamente. Entre esas manifestaciones se pueden contar las costumbres y las prácticas de algunos oficios. El fondo de la etiología se renueva porque cambian los usos y procedimientos que probablemente no se podrán convertir en tradicionales, porque lo que se inspira en la ciencia no permite ni la tradición ni la rutina.
Haciendo para mí mismo un cuadro comparativo de usos y costumbres de España desde hace sesenta años, es decir, de la época ya remota en que yo dejaba la adolescencia y comenzaba a fijarme y a darme cuenta de lo que pasaba ante mis ojos, veo lo que ha cambiado y cómo se han transformado los hábitos del país.
En algunas cosas, España ha dado saltos, por ejemplo, en cuestiones de iluminación; en muchos pueblos, no sólo aldeas, sino en pueblos granados, se ha ido del candil y de la tea a la luz eléctrica.
En Madrid, por este tiempo, en algunos barrios más o menos pobres, no había agua en las casas. Existía el aguador, un tipo totalmente desaparecido.
El aguador era un personaje que daba cierto aire campesino a la calle. Casi siempre asturiano o gallego, vestía con calzón corto, chaqueta pequeña, un trozo rectangular de cuero sobre el pantalón en el muslo derecho, para apoyar la cuba antes de echársela al hombro, y una montera en la cabeza. El traje del aguador era de un paño que ya no se ve en ninguna parte: macizo y duro como la piedra. A veces, el hombre llevaba patillas, y a veces, sotabarba; solía estar sentado esperando la vez sobre la cuba, alrededor de las fuentes viejas que se llamaban de los antiguos viajes de Madrid, que eran de agua salina, agua gorda, que se consideraba, por puro misoneísmo, mejor que el agua casi destilada del canal de Lozoya.
Los madrileños siempre han sido catadores y bebedores de agua. Hasta principios del siglo había en Madrid, en verano, puestos de agua, aguaduchos, generalmente en el Prado y en Recoletos. En ellos se bebía agua con azucarillo, servida por una buena moza. Esa costumbre dio origen a una zarzuela, Agua, azucarillos y aguardiente, con una música admirable del maestro Chueca.
Estas fuentes clásicas, que solían estar rodeadas de aguadores sentados sobre sus cubas, eran, entre otras, la de las Descalzas, las de Pontejos, Fuentecilla, etcétera.
Otro tipo desaparecido de la corte, con una desaparición rápida, fue el maragato. El maragato era pescadero. Habitando una región que no tiene costa, no se comprende por qué se había dedicado a esta especialidad marítima. Seguramente alguna relación habría por cuestión del paso de carreteras entre el Cantábrico y Madrid. A la puerta de todas las pescaderías de la villa se le veía al maragato con su traje regional, de aire antiguo. Éste consistía en unos calzones anchos, verdes, a rayas negras, atados con cintas a las polainas, un chaleco de cuero o de ante, un jubón de color con botones de filigrana y un sombrero de alas anchas y copa chata, con dos cintas para atrás. Por sus trazas se parecía un poco a los bretones.
Los maragatos un día se decidieron a abandonar esta indumentaria patriarcal, y de su carácter y de su antigua vestimenta no les quedó más que el peto y un mandil negro y verde. Fue una ruptura violenta de la tradición con su traje, que hubiera podido producir largas reflexiones retóricas en un hombre elocuente y maestro en la materia vestuaria, como Carlyle.
En mi tiempo de chico en Madrid daba sus últimas boqueadas el oficio de memorialista. El memorialista era el escribiente del pueblo ínfimo, el secretario particular de criadas, nodrizas, pinches, cigarreras. Yo recuerdo uno de la calle de la Luna, en un tugurio oscuro, con un cartel blanco escrito con letras negras, y dos o tres en portales estrechos de las proximidades del Rastro, que hace sesenta años, por su confusión, por su abigarramiento y su chulería desgarrada, era cosa seria y pintoresca.
En Barcelona había también memorialistas en el centro de la ciudad, en la Rambla, al lado de una antigua casa barroca llamada de la Virreina.
Mucha de la indumentaria popular lleva el camino de desaparecer, de arrinconarse en los museos etnográficos, lo cual quiere decir que no tiene ya vida. ¿Por qué? No lo sabemos. Algunos piensan: «Es que se va a la sencillez». ¡Ca! Lo más probable es que se cambia sin saber por qué, por variar de postura, como los enfermos. En algunos cambios influye mucho la industria; pero en otros, no.
Un tipo, aunque muy escaso, también desaparecido, es el hombre del tutilimundi. Se llamaba tutilimundi a un cosmorama, casi siempre portátil, como un cajón largo, con techo de madera, que tenía en las paredes laterales varios agujeros redondos de cristal, por donde se veían paisajes, vistas de ciudades y escenas fantásticas iluminadas. Este cajón solía ir tirado por un caballo o un burro.
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