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Cristina Bajo - En tiempos de Laura Osorio (Saga de los Osorio 02)

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Cristina Bajo En tiempos de Laura Osorio (Saga de los Osorio 02)
  • Libro:
    En tiempos de Laura Osorio (Saga de los Osorio 02)
  • Autor:
  • Editor:
    Sudamericana
  • Genre:
  • Año:
    2005
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En tiempos de Laura Osorio (Saga de los Osorio 02): resumen, descripción y anotación

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Diseño de tapa: Isabel Rodrigué

CRISTINA BAJO

EN TIEMPOS DE LAURA OSORIO

EDITORIAL SUDAMERICANA

BUENOS AIRES

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito

que previene la ley 11.723.

© 2005, Editorial Sudamericana S.A.®

Humberto I 531, Buenos Aires.

ISBN 950 -07-2600-9

www.edsudamericana.com.ar

A mis hermanos, Eduardo, María Eugenia, Pedro, Ramiro y

María de los Ángeles (Nenúfar), por la infancia compartida,

los libros que nos formaron y por el recuerdo de nuestros padres.

CRISTINA

Armas Las propias y puras del linaje De oro con dos lobos pasantes de - photo 1

Armas

Las propias y puras del linaje .

De oro, con dos lobos pasantes de gules, puestos en palo.

Diccionario heráldico y genealógico

de apellidos españoles y americanos,

Alberto y Arturo García Carraffa, tomo LXVI, pág. 45

Con mi afectuoso agradecimiento a Guillermo Barraco

por el valioso aporte de su investigación al linaje de los Osorio.

CRISTINA BAJO

1. DEPOSITARIA DEL PASADO

“ La historia de aquella estirpe estaba ilustrada de más altas proezas

y famosos amores que un libro caballeresco. ”

Enrique Larreta, La gloria de Don Ramiro

CIUDAD DE CÓRDOBA

FINALES DE 1835

O culta por el torno, la portera de las Carmelitas Descalzas anunció a Laura que habían quitado el pasador y podía pasar al locutorio, donde la esperaba su prima Isabel.

La salita era una habitación despojada de adornos salvo por algunas imágenes en nicho y dos cuadros piadosos, malamente iluminada por una lámpara que pendía de la bóveda. Unas sillas que no invitaban a demorarse y una especie de poyo que sostenía el doble enrejado de hierro —tan tramado que apenas podía verse a través de él— completaban cuanto había en ella.

Arrepentida de haber entrado sin su tía, Laura se arrimó al tabique, desde donde llegaba una respiración ansiosa: por los pequeños orificios distinguió, tras un velo, el rostro apenas identificable de su prima. De pronto, sobresaltándola, los dedos de Isabel se aferraron a los huecos y oyó su voz entrecortada.

— ¿Laura? —Ante el asentimiento casi inaudible de la joven, la novicia preguntó con angustia—: ¿Es verdad que se han ido? ¿Se ha ido Luz?

— Sí, hace unos días que ella y su esposo salieron para Buenos Aires —la tranquilizó, asombrada de que Isabel tuviera tanto miedo de su propia hermana—. Las tías te mandan su afecto. —Intentó distraerla—. ¿Cómo estás? ¿Te sientes mejor?

— ¿Mejor? —balbuceó su prima, sin entender. Luego volvió al tema que la obsesionaba—: Entonces, ¿el juicio acabó? ¿No tendré que presentarme ante los jueces?

— Todo está bien —le aseguró Laura, al tiempo que se preguntaba si no sería falta de caridad el no poder dedicarle una palabra afectuosa, llamarla por un apodo familiar—. Me preocupa tu salud. ¿Has mejorado?

— Oh, sí, bastante, pero, ¿sabes? Me cuesta dormir. El padre Eustaquio me ha permitido disciplinarme...

Laura se estremeció al pensar en la flagelación que, sabía, se infligían algunas monjas. El bolso cayó de su falda y cuando se inclinó a recogerlo la mantilla resbaló y descubrió la cabellera de un castaño rojizo.

— ¡Cúbrete la cabeza! —la apremió Isabel, y la joven alcanzó a ver el ojo que se blanqueaba tras el velo—. Ah, Laura, el color de tu pelo indica que Dios te ha señalado. Yo vi esa señal en Luz: es la marca que aparta a la oveja del rebaño. Por eso mi hermana se entregó a la lujuria, por eso...

Paralizada de espanto, Laura oyó los susurros distorsionados por los huecos del enrejado con que la novicia enumeraba los presuntos pecados de Luz. Intentó detenerla, y al fin, disgustada, se puso de pie y se cubrió el pelo con el encaje. Dijo:

— Adiós, Isabel; tengo que irme —y se retiró tras cerrar la puerta con tal nerviosismo que el golpe estremeció el silencio inalterable de los claustros.

Se disponía a abandonar el convento, todavía impresionada, cuando oyó un chistido suave que venía del otro lado del torno: “Las flores... las flores...” y al girar la armazón, apareció un ramo de lirios y azucenas del jardín de las reclusas. Laura murmuró un agradecimiento, lo tomó y se apresuró a salir. Afuera, casi cegada por el resplandor, vio a su tía que venía del templo acompañada por la criada. Al acercarse a ellas, entregó a la morena la brazada de flores.

— ¿Consiguió las velas bendecidas?

Doña Adoración asintió, y enseguida agregó:

— ¿Pudiste verla? ¿Cómo está de semblante?

— ¿Qué supone que pueda haber visto a través del enrejado? —se impacientó la joven—. Parecía mejorada —concedió por no preocuparla más.

La tarde lucía calma y solitaria, pero la ciudad estaba trastornada: el ex gobernador y sus hermanos habían precipitado la política de la provincia al ordenar la matanza de Barranca Yaco, y en medio de las discusiones de la Sala de Representantes se esperaba al nuevo mandatario, don Manuel López, apodado “Quebracho”. Este hombre, propuesto por el gobernador de Santa Fe e impuesto por el de Buenos A ires, llegaría de un momento a otro con las temibles milicias del sur, un ejército de indios y gauchos desharrapados.

— Mejor hubiera sido no salir —rezongó doña Adoración, pues la ciudad, sobresaltada por algún intento de sedición, cerraba los negocios al menor amago y las ventanas al primer rumor—. Tu padre me regañará por haberte acompañado...

— Tía, no exagere —la contuvo Laura.

Era una joven alta, de pelo rojizo, ojos felinos y raras sonrisas. La luz de la tarde se concentraba en su rostro: la vida al aire libre, en la hacienda de las sierras, daba a su tez una vitalidad luminosa. Al oír los cascos de un caballo sobre el empedrado, se volvió y no pudo disimular un gesto de contrariedad.

— Mademoiselle Adoración, Mademoiselle Laura, buenas tardes...

Doña Adoración, que se mostró tan complacida como disgustada su sobrina, exclamó:

— ¡Ay, Huberto!; ¿qué hace que no está con su encantadora madre?

Hubert De Bracy desmontó y se quitó el sombrero con ademán galante; era francés y vestía con chocante elegancia en una sociedad en la que se dignificaba la sobriedad.

— ¿Puedo acompañarlas? No está la calle... hum... muy...

Solía titubear como si no atinara con el término; siendo extranjero, se entendía, pero Laura sospechaba que era, más que nada, afectación.

De Bracy, rubio de un color subido y con ojos del tono de las avellanas, sonreía, la mirada fija en la joven; ella, incómoda, pensó que tenía una tonalidad casi femenina en los labios.

— En fin, quiero decir... con esto de... —y señaló hacia el Cabildo, donde se congregaba una montonera de soldados—. Hay mucha canalla suelta —indicó.

— Nuestros paisanos suelen tener mejor índole que traza —respondió Laura—. Y no se moleste, que estamos a un paso.

— Pero, querida —intervino su tía—, sería prudente que Huberto...

La joven no la escuchó; no quería que ningún conocido viera que se dejaba acompañar por el francés. No quería suspicacias ni chismes ni suposiciones al respecto. A pesar de su inexperiencia, intuía que De Bracy hacía lo posible —en forma muy solapada— por comprometerla, dando pie a que se creyera que había —o podía haber— algo entre ellos.

Como leyéndole el pensamiento, y ante la taimada atención de la criada, el joven levantó los ojos y murmuró:

— ¡ Bonté divine ! —antes de insistir—: En fin, nobleza obliga. Aunque desairado, las escoltaré a distancia.

Laura, fastidiada, se lanzó a la calle, cruzó hacia su casa y traspuso el umbral casi corriendo; su tía, que apenas pudo despedirse de De Bracy, la reprendió mientras la seguía por las galerías.

— ¡Pero, Laurita! ¡Qué te costaría ser un poco más urbana con él! Huberto sólo tiene atenciones para contigo. No sé por qué tú...

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