Cristina Bajo - La trama del pasado (Saga de los Osorio 03)
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- Libro:La trama del pasado (Saga de los Osorio 03)
- Autor:
- Editor:Sudamericana
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- Año:2006
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La trama del pasado (Saga de los Osorio 03): resumen, descripción y anotación
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Diseño de tapa: Isabel Rodrigué
CRISTINA BAJO
LA TRAMA DEL PASADO
EDITORIAL SUDAMERICANA
BUENOS AIRES
Primera edición: mayo de 2006
Tercera edición: agosto de 2006
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depósito
que previene la ley .723
© 2006, Editorial Sudamericana S.A.
Humberto I 531, Buenos Aires.
ISBN 10: 950-07-2728-5
ISBN 13: 978-950-07-2728-0
www.edsudamericana.com.ar
Menciones y agradecimientos
A los amigos que acudieron en mi ayuda con paciencia y sapiencia, aportando datos históricos poco conocidos, lecturas, críticas y préstamos de obras inhallables. Ellos son en democrático orden alfabético de nombres: Eduardo Arnau, Graciela Fernández, José Ignacio Romero Díaz, Luis Carranza Torres, Nelson Gustavo Specchia, Prudencio Bustos Argañaraz y Teresita Mendiburu.
A San Judas Tadeo, que respondió a mi plegaria en una época difícil.
A Alfredo Franchín, que me prestó uno de los libros sobre halcones.
A Ángel Remón Ruiz, maestro cetrero del Centro Cetrero El Ángel, de Albalate de Cinca (Huesca), España; fue él quien me dio la clave de cómo traer en un largo viaje, desde España al Río de la Plata, en 1840, un halcón peregrino, enseñándome cómo alimentarlo, mantenerlo sano de cuerpo y espíritu, y posteriores actividades de Zegrí, el halcón de Ignacia Arias de Ulloa.
Y muy especialmente, para Julio Torres. Él sabrá por qué.
INTRODUCCIÓN
“ Y si algún día conoces las amarguras de la vida, el caballo primero,
después el perro y el halcón podrán serte compañeros preciosos
que te hagan olvidar un poco.”
Conde Alphons e de Toulouse-Lautrec, dedicatoria
en un libro de cetrería a su hijo Henri, en el día de su nacimiento .
EN EL PAZO DE ZELTIA
V IGO (GALICIA)
ESPAÑA
JUNIO DE 1840
I
I gnacia había dejado la casa de su marido antes del amanecer, a caballo y seguida por una criada en mula, llevándose consigo a Zegrí, un halcón peregrino. Costearon el río hasta el vado, donde las esperaba el hijo del guardabosque de una finca vecina, que justamente tenía que viajar a Vigo por cuestiones de su señor. La criada lo había recomendado por eso, y porque se decía que su familia conocía los senderos olvidados de la región; el padre del muchacho le había aconsejado que evitaran poblados y caminos transitados donde pudieran dar noticias del paso de una joven dama acompañada por dos servidores.
No esperaba Ignacia que su marido fuera a perseguirla de inmediato, pero era mejor hacerle pensar que, en vez de volver con su madre, había pasado a Portugal, para refugiarse en Oporto con su tío, Braz Ramires de Castro, un juez de importancia al que no sería fácil quitarle una parienta de entre las manos.
Cabalgaron bajo la luna de verano que colgaba sobre ellos como una cimitarra, y cuando entraron en la helada profundidad del bosque, Ignacia pensó que el lugar se parecía al vientre de una catedral cuyos pilares y arcos estuvieran formados por árboles altísimos donde algunas rendijas dejaban pasar un parpadeo de luz.
Clareaba cuando salieron de la espesura y vieron ante ellos las ruinas de un monasterio, tan destruido que mal podía darles refugio. Pero el chico, después de observar los signos tranquilizadores del paisaje —los pájaros cantaban sin descanso y varios animales silvestres huyeron al oírlos—, apartó unas matas y les hizo señas para que lo siguieran. En la base de la construcción había una abertura, y entraron, con los animales a tiro, en una especie de cripta. Era un lugar abandonado, pero con ventajas para el peregrino que buscara resguardo, ya fuera de perseguidores, del clima o de la hora: una vertiente natural, leña para hacer fuego, una mesa medio coja, a la que habían nivelado con un ladrillo, rescatada vaya a saberse de qué celda.
Pronto la criada la cubrió con un trapo, puso un cuchillo, un jarro y una pieza de queso. El chico aportó el pan que su madre acababa de sacar del horno cuando partiera, mantenido tibio entre su cuerpo y la blusa. Ignacia buscó la bota de vino de la montura y después de tomar el primer trago, sirvió en el jarro y lo pasó a los chicos.
— Hay que dormir —dijo el muchacho con la voz empastada de queso—; nos iremos en cuanto anochezca.
A Ignacia le costó abandonarse al sueño. Se cubri"37" con la capa y fue a ver al halcón, que se mantenía enhiesto y atento en su percha. Poniéndose el guante, le ofreció el puño y salió al exterior con el pájaro encapuchado. Afuera, la claridad echó sobre ella el campo florecido, y la brisa, el olor de los bosques. La embargó una suave melancolía que le hizo dudar del paso que había dado; el corazón de una mujer que escapa del hombre que la hace infeliz es un mundo en sí, pensó, mucho más complejo que el de un corazón enamorado que no se plantea preguntas ni requiere sentencias.
Un golpe de viento le dio en los oídos y le recordó el comportamiento de su esposo una semana atrás: el arrebato de furia cuando ella se negó a entregarle la llave del cofre de las joyas de su dote —ya la había despojado de las que él mismo le regalara—, las frases duras, la frustración de saber que la había relegado de sus favores por una tonadillera de mala muerte.
No era la primera vez que era rudo con ella; al principio era un juego impetuoso que los arrojaba a uno en brazos del otro, consumidos de pasión. No recordaba en qué momento había cambiado el espíritu de aquello, tornándose violento, donde el encuentro amoroso no era el fin, sino el medio. Para entonces, le había advertido que no estaba acostumbrada a tales tratos y no pensaba acostumbrarse, pues bien cierto era que sus padres no la habían criado para mártir.
La última vez que se vieron, ella estaba practicando con su maestro de esgrima y su marido irrumpió en la sala, ordenándole a éste que saliera. Cuando Alfonso le exigió la llave del cofre de joyas, ella le contestó que ni muerta se la daría, cosa que él no tomó a bien, echándosele encima y obligándola a retroceder hasta la mesa, donde había dejado el florete un momento antes. Fue sentir el acero, tomarlo con rapidez y volverse, encarándolo con el arma en la mano. Como él se le acercara riéndose de su atrevimiento, ella, con un golpe en el filo del tablero, hizo saltar el botón de la punta y la dirigió a la garganta de su marido. Todo acabó con ambos temblando: Alfonso, con el chaleco manchado de sangre pues ella no había retirado el acero de su cuello cuando él hizo un intento de acercársele; Ignacia, porque durante un instante sintió el deseo de matarlo, diciéndose que podía argüir que fue un accidente mientras estaban practicando. Sólo el maestro podía atestiguar lo contrario, pero el viejo le era decididamente leal.
Alfonso, embravecido, se retiró al dormitorio, donde causó destrozos. Cuando Ignacia finalmente oyó que partía, se acercó a la ventana y lo vio subir al carruaje con el cofre de sus alhajas.
Pensó en abandonarlo, pero tenía que ser una acción rápida, que él no pudiera detener. El lacayo de Alfonso regresó días después, a buscar ropas y armas para el señor, y contó a las criadas que se iban a Madrid, de juerga con la tonadillera.
Era un buen momento para escapar, pero necesitaba ayuda, y se confió a su doncella, una chiquilla criada en el Pazo de Zeltia, que tenía amores con el hijo del guardabosque; entre la muchacha y el chico planearon la huida. Tomar el halcón había sido una venganza y un placer. Le gustaba el pájaro, que Alfonso usaba cuando salía de cacería —amaba las antiguas artes de cetrería, aunque ya no estuvieran de moda—, pero apoderarse de él fue también un acto de compensación por las joyas perdidas.
Y ahora, mientras huía, más que de él, de ella misma, le pareció que desde las verdes profundidades de junio el verano la envolvía en el olor del romero. Sintió una hermandad extraña con el cautivo y lo nombró “Zegrí, Zegrí”, con un chasquido de los labios; le quitó el lazo, la caperuza y, con un envión, lo dejó volar. “Vete; vete ahora que puedes”, pensó al verlo desplegar las alas.
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