Simon Leys es una singular voz libre, empeñado en desenmascarar lugares comunes, distorsiones morales y ciegos apriorismos. Autor de una docena de libros, en especial sobre arte y cultura chinas, pero también sobre literatura, el mar y la navegación, escribe regularmente para diversas publicaciones, entre las que destacan La Quinzaine Littéraire y el New York Review of Books. Sus paseos literarios, sus reflexiones sobre el arte y sus crónicas de diversa y variopinta consideración que hoy presentamos en lengua española dan siempre cuenta de una afilada inteligencia y una no menos inextinguible curiosidad en las que, en palabras de J.-F. Revel, «la ciencia y la clarividencia se mezclan maravillosamente con la indignación y la sátira».
Simon Leys
La felicidad de los pececillos
Cartas desde las antípodas
ePub r1.1
Yorik 29.10.2014
Título original: Le bonheur des petits poisons
Simon Leys, 2008
Traducción: José Ramón Monreal Salvador
Editor digital: Yorik
ePub base r1.2
Para Hanfang
SIMON LEYS (Bruselas, 1935). Seudónimo de Pierre Ryckmans, estudió derecho en Lovaina y lengua, literatura y arte chinos en Taiwán. En 1970 se estableció en Australia para dar clases de literatura china, primero en la Universidad Nacional australiana y posteriormente en la Universidad de Sidney. En 2004 fue galardonado con el premio Cino Del Duca. Es autor, entre otros, de Los trajes nuevos del presidente Mao, Sombras chinas, El ángel y el cachalote, George Orwell o el horror de la política, así como de una edición de las Analectas de Confucio. Acantilado ha publicado La felicidad de los pececillos (2011) y Los náufragos del «Batavia» (2011). En 2012, esta editorial ha publicado Con Stendhal.
Notas
[1]Avoir l’esprit de l’escalier significa ‘encontrar demasiado tarde las réplicas’. (N. del T.).
[2] Hoy en día resuelto (2007). Ni la víctima ni el asesino eran oriundos de la isla.
[3] L. Wittgenstein, Remarques mélées, París, Flammarion, 2002, p. 154.
[4] Cf. Patrick O’Brian, Les Aventures de Jack Aubrey, París, Presses de la Cité / Omnibus, 1996-2004.
[5] Existe en francés una edición abreviada: Joseph Needham, Science et civilization en Chine. Une introduction, Arlés, Philippe Picquier, 1995.
[6] Referido por Mérimée en sus recuerdos sobre Stendhal, H. B.
[7]Ricardo II, acto segundo, escena primera. (N. del T.).
[8] Escritor irlandés (1923-1964), militante del IRA, por lo que fue encarcelado ocho años. (N. del T.).
[9] Simon Leys, t. 2, París, Plon, 2003.
[10] Simone de Beauvoir; «Entrevistas con Jean-Paul Sartre, agosto-septiembre de 1979», en La ceremonia de los adioses, París, Gallimard, 1981.
[11] «Salía de él un poder que curaba» (Lc 6. 19). (N. del T.).
[12] Hay traducción española: Los cigarrillos son sublimes, Madrid, Ediciones Turner, 2008. (N. del T.).
[13] Comercios tradicionales chinos reconocibles por sus fachadas coloristas. (N. del T.).
[14] Hay edición española: Dos años al pie del mástil, traducción de Francisco Torres Oliver, Barcelona, Alba, 2001. (N. del T.).
[15] Bernard de Fallois, introducción a los Essais de Emmanuel Berl, París, Julliard, 1985, p. 13.
«MEMENTO MORI»
MEDITACIÓN DE CUARESMA
¿ O s afligís ante la idea de tener que dejar esta vida? Las cosas podrían ser peores: bien que lo demostró Swift. Llegado a Luggnagg, Gulliver se entera de la existencia de «inmortales» entre la población local: de vez en cuando nace un niño que lleva en la frente una marca redonda, signo inequívoco de que se trata de un «Struldbrugg», un individuo que no morirá jamás. El fenómeno no es hereditario, sino accidental, y rarísimo. Gulliver está maravillado: ¿así que hay seres humanos que no conocen la angustia inherente a nuestra condición? ¡Qué riquezas morales y materiales —tesoros de saber, de experiencia y de sabiduría— deben de haber acumulado esos Struldbruggs a lo largo de las épocas! Ante su entusiasmo, sus anfitriones no pueden disimular una sonrisa. En efecto, es cierto que los Struldbruggs son inmortales, lo que no les impide envejecer: tras algunos cientos de años, han perdido los dientes, los cabellos, la memoria, apenas si pueden moverse, son sordos y ciegos, son criaturas espantosamente canijas (sobre todo las mujeres), mientras que la evolución natural del lenguaje los priva de toda comunicación con las nuevas generaciones; y así, extranjeros en su propio mundo, abrumados por todas las miserias de la vejez, se sobreviven indefinidamente en un estado de aturdida desolación. Hoy, los avances de la medicina moderna han multiplicado los ejemplos de esta visión profética.
El otro día, volviendo al Diario de Albert Speer, topé por casualidad con un curioso pasaje. En el año decimoséptimo de su encarcelación en Spandau, Speer anota:
Hoy leo en Padres e hijos de Turgueniev una frase que parafrasea mis recientes cálculos [para engañar su abrumador tedio, Speer elaboraba variaciones matemáticas sobre el tiempo que le quedaba por purgar]: «Dicen que en la cárcel el tiempo pasa aún más rápido que en Rusia». ¡Qué lento debía de haberse vuelto el tiempo en Rusia en esa época!
Ahora bien, precisamente yo mismo acababa de releer Padres e hijos: el pasaje en cuestión expresa la idea exactamente opuesta. Turgueniev describe a un hombre de edad madura que, con el corazón roto después de que su amante le haya abandonado, regresa a Rusia; «sin esperar ya gran cosa ni de sí mismo ni de los demás», envejece en medio de la soledad y del hastío; «pasaron diez años, años mortecinos y estériles, pero pasaron con una espantosa rapidez. En ninguna parte el tiempo vuela como en Rusia; dicen que en la cárcel vuela más rápido aún». Turgueniev dice claramente que, en el vacío de los días, el tiempo pasa como una exhalación. Pero para Speer, hombre todavía joven y de una gran vitalidad, la inacción forzada de la cárcel era un tormento; espontáneamente interpreta la frase de Turgueniev como una manera irónica de decir: el tiempo pasa lentamente en Rusia, casi tan lentamente como en la cárcel.
En L’homme, cet inconnu [La incógnita del hombre], Alexis Carrel analiza la distinción entre el tiempo solar de los cronómetros y del calendario, inmutable y exterior al hombre, y el tiempo interior, diferente para cada individuo, y diferente en cada individuo, de una época a otra. Así, en nuestra infancia, un año dura infinitamente, pues desborda de una abundancia de acontecimientos fisiológicos (crecimiento) y psicológicos (absorción ininterrumpida de información y de impresiones nuevas).
Con la edad, esos estímulos se empobrecen (Evelyn Waugh se lamentaba de la dificultad de encontrar nuevas ideas de novela: «Pasados los cuarenta, nada de lo que nos sucede nos deja ya una impresión»), y resulta de ello una aceleración del tiempo, que se abisma en el vacío así creado.
A la edad de setenta y nueve años, Tolstói observaba en su