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Simon Schama es catedrático de historia y de historia del arte en la Universidad de Columbia y autor multipremiado de catorce libros de historia traducidos a veinte idiomas. Entre ellos destacan Los ojos de Rembrandt (Plaza y Janés, 2002) y Auge y caída del Imperio británico (2004). Escribe regularmente sobre música, arte, política y gastronomía en le Guardian, Vogue y el New Yorker.
Un especial agradecimiento a Princeton University Press por la autorización para reproducir un extracto de The Dream of the Poem: Hebrew Poetry From Muslim and Christian Spain 959-1492, de Peter Cole; Gefen Publishing House por la autorización para reproducir un extracto de Grand Things to Write a Poem On: A Verse Autobiography of Shmuel Hanagid, de Hillel Halkin; The University of Alabama Press por la autorización para reproducir un extracto de Jewish Prince in Moslem Spain: Selected Poems of Samuel Ibn Nagrela, trad. de Leon J. Weinberger, y Oxford University Press, Inc. por la autorización para reproducir un extracto de Wine, Women and Death: Medieval Hebrew Poems on the Good Life, de Raymond P. Scheindlin
Título original: The Story of the Jews, vol. I: Finding the Words, 1000 BCE – 1492
Edición en formato digital: abril de 2015
© 2013, Simon Schama
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda, por la traducción
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial
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ISBN: 978-84-9992-539-4
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com
La historia de los judíos
Vol. I
En busca de las palabras
1000 a. e. c.-1492
SIMON SCHAMA
Traducción de
Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda
www.megustaleerebooks.com
Para Chaya yAvraham Osea
En memoria
Los ríos van todos a la mar, y la mar no se llena; allá de donde vinieron tornan de nuevo, para volver a correr.
Eclesiastés 1, 7
Prólogo
No puedo decir que no me avisaran. «Hijo mío —amonesta la sabiduría glacial del predicador del Eclesiastés—, el componer libros es cosa sin fin y el demasiado estudio fatiga al hombre.» Cualquiera que se aventure a abordar la historia de los judíos debe ser plenamente consciente de las inmensas montañas de volúmenes de obras eruditas que se elevan a sus espaldas. No obstante, hace cuarenta años acepté completar una historia de los judíos que había quedado inacabada a la muerte de uno de esos eruditos, Cecil Roth, que dedicó toda su vida a este tema. Por aquel entonces, yo estaba trabajando en un libro sobre los Rothschild y Palestina. Junto con un amigo y colega de la Universidad de Cambridge, Nicholas de Lange, estudioso de la filosofía judía de la Antigüedad tardía y traductor al inglés de Amos Oz, había estado estudiando historia posbíblica en un seminario informal celebrado a cuenta de los participantes en mis habitaciones del Christ’s College. Durante unas cuantas horas después de cenar, un grupo de sabios, falsos mesías, poetas y agitadores venía a visitarnos mientras cascábamos nueces y desgranábamos chistes, bebíamos vino y apurábamos la rebosante copa de las palabras judías.
Pero Nicholas y yo habíamos organizado las reuniones por un motivo muy serio. Nos parecía que fuera de las escuelas rabínicas no había ningún otro lugar en el que los estudiantes de historia y literatura se reunieran para debatir sobre la cultura hebraica, y que eso mismo era un claro indicio de cuán al margen de la corriente académica al uso estaba el tema. Cuando llegó la invitación a completar el volumen de Roth, había otras razones acuciantes para querer establecer una relación entre la historia de los judíos y el resto del mundo. Era 1973. Acababa de tener lugar la guerra árabe-israelí del Yom Kippur. A pesar de los éxitos militares cosechados por los israelíes, los ánimos estaban tan serenos como llenos de euforia habían estado siete años antes, tras la guerra de los Seis Días. Este último conflicto había sido muy reñido, especialmente durante el audaz avance de los egipcios sobre el Canal de Suez y la península del Sinaí. Eran como unas arenas movedizas; algo que hasta entonces había parecido seguro ya no lo era. Los años sucesivos verían cómo la historia de los judíos a uno y otro extremo de su milenaria cronología adoptaba una actitud ferozmente autocrítica respecto de su triunfalismo. La arqueología bíblica adoptó una postura radicalmente escéptica. Empezaron a airearse dolorosas verdades acerca de lo que había ocurrido realmente entre judíos y palestinos en 1948. Las realidades de una prolongada ocupación y, en último término, la necesidad de hacer frente a la Primera Intifada empezaron a calar hondo. Era imposible hablar a los no judíos de la historia de los judíos sin que el tema se viera desbordado por el conflicto palestino-israelí. Por encima de todo lo demás, como es comprensible, el humo de los hornos crematorios seguía tendiendo su trágico sudario. La incomparable magnitud de aquella catástrofe parecía exigir silencio ante su enormidad, tanto por parte de los judíos como de los gentiles.
Pero, al margen de lo que pueda costar romperlo, el silencio no es nunca una opción para el historiador. Yo creía que escribiendo una historia posmedieval destinada a un público general, una historia que diera todo el peso debido a la experiencia compartida, y que no fuera invariablemente un relato de persecuciones y matanzas, podría actuar como interlocutor, persuadiendo a los lectores (y a los artífices de los programas de historia) de que no había historia, independientemente de dónde y cuándo fijara su principal foco de estudio, que estuviera completa sin el capítulo correspondiente a los judíos, y de que este era mucho más que pogromos y doctrinas rabínicas, de que era una crónica de antiguas víctimas y modernos conquistadores.
Este fue el instinto con el que yo me había criado. Mi padre estaba obsesionado en igual medida con la historia de los judíos y la de Gran Bretaña, y daba por supuesto que una y otra eran perfectamente compatibles. Cogía el timón de popa de una pequeña barca en medio del Támesis, recorriendo distraídamente el trayecto entre Datchet y Old Windsor, con unas cuantas fresas, unos panecillos y un bote de mermelada en una cesta, y hablando un minuto de Disraeli como si lo hubiera conocido personalmente («¿Bautizado? ¿Y eso qué importaba?») y al siguiente del falso mesías del siglo XVII Shabbetai Zevi, a través del cual mi querido papá (y mis antepasados, los Schama) evidentemente habían visto las cosas. («¡Menudo
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