A DVERTENCIA PRELIMINAR
E s posible que mucho de lo que se cuenta en este libro resulte sorprendente y difícil de creer a aquellos lectores que no hayan cursado estudios de Filología Clásica.
Fuera del ámbito de nuestras disciplinas, lo normal es pensar que cualquier profesor de latín o griego dominará las lenguas de su especialidad más o menos con la misma soltura que se espera en un profesor de alemán, inglés o chino. Es decir: alguien ajeno al mundo de la Filología Clásica suele dar por supuesto que un buen profesor de Clásicas de instituto (¡y mucho más de la Universidad!) será capaz de hablar latín y griego antiguo con cierta fluidez, escribir en esas mismas lenguas con corrección y, por supuesto, de leer cómodamente cualquier obra en su lengua original. Esto, sin embargo, está muy lejos de ser habitual.
Hace ya algunos años publiqué un pequeño artículo en el que exponía mis impresiones respecto a lo que yo consideraba decepcionantes resultados de mi experiencia como estudiante de latín y griego en el Bachillerato y la Universidad, sobre todo en comparación con mi éxitos en el aprendizaje de otros idiomas a los que, sin embargo, había dedicado mucho menos tiempo y esfuerzo.
Desde entonces han sido muchos los profesores de latín y griego que se han puesto en contacto conmigo para expresarme su total acuerdo con lo contado en ese artículo y felicitarme por el valor demostrado al exponer una verdad tan generalizada como poco admitida: que los licenciados de Clásicas, después de cinco años de esforzados estudios, no sólo solemos ser incapaces de expresarnos con una mínima corrección en latín y griego (y, en general, ni siquiera de escribir un par de líneas sin el temor a cometer quién sabe qué horribles atentados contra las leyes de la gramática) sino, lo que es peor, de leer con comodidad los libros escritos en estas lenguas sin necesidad de echar mano continuamente de un diccionario o de ediciones bilingües.
Algunos justifican este hecho aduciendo que el fin de la Filología Clásica no es hablar ni escribir en latín y griego, sino la traducción rigurosa de los textos antiguos, algo que no se puede tomar a la ligera, sino que debe ser realizado con sumo cuidado, ponderación y esfuerzo. Ante tal objeción yo respondo que si un profesor de ruso se confesase incapaz de improvisar in situ la traducción de una página de Dostoyevski, simplemente nadie le tomaría en serio. Y no veo la razón por la que el ruso deba resultar más fácil de aprender a un español que el griego clásico ni, muchísimo menos, que el latín.
Muchos han sido los profesores de Clásicas con los que he tenido la ocasión de discutir sobre esta cuestión en los últimos años. La mayoría de ellos, ante mi pregunta sobre si podrían expresarse con corrección en latín o griego antiguo o si serían capaces de improvisar una traducción de un texto clásico que no hubieran preparado previamente, han tenido que reconocer simple y llanamente que no. Cierto es que en, algunas ocasiones, sí he encontrado a clasicistas capaces de tales hazañas; la mayoría de ellos habían aprendido con métodos “naturales” (es decir, más o menos como se aprenden las lenguas modernas.) En algún caso rarísimo he llegado a conocer, para mi sorpresa, a profesores con una competencia lectora en latín y griego más que satisfactoria que me han asegurado haber alcanzado exclusivamente mediante el estudio de la gramática y la práctica de la traducción. Este hecho, sin embargo, no me ha llevado en ningún momento a poner en duda mi negativo juicio respecto a los resultados de tal metodología, pero me ha servido de prueba palpable de cómo la perseverancia y el genio de determinados individuos son capaces de alcanzar el éxito, incluso en las circunstancias más adversas imaginables.
E L COLEGIO S IGLO XXI
A ntes de entrar en el asunto principal de este libro me gustaría hacer una breve mención de cómo era la educación que yo recibí en la Enseñanza Primaria, entonces conocida como Enseñanza General Básica o EGB y que duraba ocho años, desde los seis a los trece.
Tuve la inmensa fortuna de pasar aquellos primeros y tiernos años en un colegio muy especial: El Siglo XXI, en el madrileño barrio de Moratalaz. Es un colegio creado en los últimos años de la dictadura por un grupo de padres y maestros progresistas que pretendían poner en práctica planteamientos pedagógicos alternativos, herederos de la educación libertaria, las escuelas cooperativas italianas y los métodos de Freinet.
Para que se entiendan las enormes diferencias que existían entre la forma de enseñar del Siglo XXI y la enseñanza normal de aquellos tiempos, comenzaré diciendo que durante los cinco primeros cursos de EGB no recuerdo haber hecho ningún examen ni haber recibido ninguna calificación. Tampoco teníamos libros de texto ni nos mandaban deberes para casa. Todo el trabajo de aquella primera etapa me parecía un juego: hacíamos dibujos, nos contaban cuentos, escribíamos historias, dibujábamos tebeos, aprendíamos canciones, cocinábamos, íbamos de acampada o a una granja-escuela (la Limpia, que fue pionera en España), hacíamos teatro y pasacalles por el barrio (recuerdo dos muñecos gigantes: la rana y el dragón que habían hecho los propios alumnos y eran uno de los símbolos del colegio.) A veces, por las tardes, las clases las daban los padres de los alumnos, que organizaban talleres de lo más diversos: desde cocina hasta cine, jardinería o macramé. Las relaciones entre los niños y con los maestros eran cariñosísimas. Cuando surgían conflictos o algún chico se portaba mal, el problema se resolvía mediante la asamblea de alumnos. No recuerdo que ninguno de nuestros maestros utilizara métodos represivos ni violencia psicológica (¡ni mucho menos física!) contra ninguno de nosotros.
En los cursos de 6º, 7º y 8º empezó a haber notas, algunos deberes y, tímidamente, los primeros exámenes. Supongo que nuestros excelentes maestros (y yo tuve la suerte de tener como tutor de aquella segunda etapa a Jorge Gutiérrez, a quien queríamos con locura) se veían obligados a ir introduciendo aquello más que por convicción, por prepararnos a lo que nos esperaba cuando saliésemos de aquel paraíso y nos tuviésemos que enfrentar al verdadero sistema educativo de la España de la transición. A pesar de todo, las notas no dependían en ningún caso de los exámenes, sino de los distintos trabajos de investigación y creación (siempre elaborados en equipos) que los profesores nos iban planteando sobre los temas más variados: desde los dioses del antiguo Egipto (recuerdo que hicimos unos preciosos murales en forma de recortables de tamaño natural y que a mí me tocó hacer al dios Thot) hasta tareas de tipo tecnológico, como fue construir un levantador de pesos a base de poleas o una catapulta como las de las películas medievales.
Realmente en el Siglo XXI los alumnos no nos dábamos cuenta de la suerte que teníamos de educarnos en un sitio así ni mucho menos del enorme esfuerzo y dedicación que había detrás de aquello por parte de nuestras maestras y maestros. Cuando pienso en el cariño que sentíamos por ellos (y que seguro debían notar), y lo habitual de las visitas llenas de agradecimiento que muchos antiguos alumnos hemos hecho a lo largo de nuestras vidas a nuestros antiguos profes, sé que tantos sacrificios han sido recompensados con creces. Como profesor siempre he tratado de seguir los pasos de aquellos maestros tan locos que me hicieron feliz, y siempre he envidiado a quienes tuvieron y tienen la ocasión de ejercer la docencia en un lugar tan maravilloso.
L OS EXÁMENES “SIN DICCIONARIO”
C apítulo aparte merecen los llamados exámenes “sin diccionario”. Ya he explicado que todo el conocimiento filológico que hasta aquí había adquirido consistía en una técnica bastante imperfecta de descifrar textos con ayuda de un diccionario de unas lenguas de las que lo único que conocía eran unas cuantas reglas de gramática. Pues bien, a esta curiosa