El atroz encanto de ser argentinos responde a una contradicción: ¿cómo puede ser atroz un encanto? Y es que ser argentino es una empresa cada vez más difícil. Emociona serlo, pero se sufre por ello.
Hemos atravesado momentos duros, y siempre los hemos superado. El nuevo milenio nos encuentra con las esperanzas debilitadas, y nuestra sensación de incertidumbre ante el futuro está en su punto más alto. Para muchos, la emigración se ha convertido en el único recurso posible para progresar. Sin embargo, no dejamos de sentir orgullo por haber nacido en esta tierra.
La condición contradictoria del ser argentino es abordada con maestría por Marcos Aguinis en estas páginas. Crítico y optimista a la vez, analiza los defectos que arrastramos de generación en generación, desnuda a los corruptos, denuncia el facilismo, el doble discurso y la queja estéril, y no se detiene ante los tabúes ni las ideologías. Nos cautiva con su inteligencia al describir las razones por las que debemos apostar por la esperanza.
La Argentina no esta desahuciada. Puede recuperarse y alcanzar el nivel de vida de países que hoy se muestran como destinos deseables de nuestra juventud. El camino por recorrer es sinuoso y está lleno de obstáculos, pero pueden vencerse tomando conciencia de nuestros defectos y potenciando nuestras virtudes. La lectura de este libro brillante y emotivo invita a hacer el esfuerzo, porque Aguinis nos demuestra que vale la pena.
Marcos Aguinis
El atroz encanto de ser argentinos
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VERAJUAN 15.12.14
Título original: El atroz encanto de ser argentinos
Marcos Aguinis, 2001
Diseño de cubierta: Mario Blanco y María Inés Linares
Editor digital: VERAJUAN
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MARCOS AGUINIS (Río Cuarto, Córdoba, Argentina, 13 de enero de 1935) es un escritor que se formó en diversas áreas que incluyen la medicina, el psicoanálisis, el arte y la historia. Su obra y pensamiento se centran en la independencia, la democracia y el rechazo al autoritarismo.
CAPÍTULO I
Conflictos agridulces
Hace algunos años escribí Un país de novela, cuyo subtítulo era Viaje hacia la mentalidad de los argentinos. Incorporé como epígrafe una elocuente afirmación de Enrique Santos Discépolo que decía: «El nuestro es un país que tiene que salir de gira»… Nos habíamos convertido en un espectáculo. Nuestros éxitos y fracasos eran motivo de extrañeza, podíamos provocar lágrimas y carcajadas. Asombro. También admiración, curiosidad, odio. De entrada confesé que las ideas me venían persiguiendo de manera implacable, interferían mis otros trabajos, trastornaban mis sueños y se convertían en un huésped de plomo. Escribir ese libro me generó un doloroso placer, lo cual favorecía la atmósfera de disparar verdades a menudo hirientes o buscar interpretaciones a menudo esquivas.
Era una aventura plagada de flancos vulnerables, por cierto. Me impulsaba el ansia de entender al pueblo argentino (entenderme a mí mismo, como parte de este pueblo). Utilizaba el género ensayo —consagrado por Miguel de Montaigne— porque era el que me permitía verter mi subjetividad sin la mediación de personajes, como ocurre en la ficción. Esto llevó a que Bernardo Ezequiel Koremblit dijese que «el ensayo Un país de novela podía haber sido una novela llamada Un país de ensayo», lo cual no hubiese estado lejos de la realidad.
Ahora me monto sobre lo mismo, pero dispuesto a dar otra vuelta de tuerca, apasionado, alerta, y con toques de humor. Quiero aplicarle a la situación un pellizco enérgico y actual.
La poeta Esther de Izaguirre descubrió que yo, sin darme cuenta, invento títulos paradójicos para la mayoría de mis obras. Me dejó turbado, pero luego reconocí que era verdad. El del presente libro lo ratifica. ¿Cómo puede ser atroz un encanto? ¿Cómo pueden asociarse elementos tan contradictorios? Pues en algo así —contradictoria, masoquista y atormentada— se ha convertido la condición argentina. Nos emociona ser argentinos y también sufrimos por ello. Nos gusta, pero ¡qué difícil es! En los últimos tiempos se ha elevado a rango de deporte nacional quejarnos en forma perpetua, mucho más que en los años en que el sufriente tango atravesaba sus avenidas de oro. Suspiramos, maldecimos, protestamos, analizamos… y, no obstante, seguimos queriendo a este país terrible.
¿Terrible, dije? Sí, terrible. Un país que recibió oleadas de inmigrantes y se había convertido en El Dorado de media Europa, ahora expulsa gente que se va por no conseguir trabajo. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cómo pudo convertirse en terrible un país henchido de riquezas, alejado de los grandes conflictos mundiales, donde casi no hay terremotos ni ciclones? ¿Por qué es terrible un país donde su población carece de conflictos raciales estructurales, no supo de hambrunas ni de guerras devastadoras? ¿Por qué es terrible un país habitado por gente cuyo nivel cultural y cuyas reservas morales —pese a todo— siguen siendo vastas?
Nos duele la Argentina y su pueblo. Por eso es atroz nuestro querer.
Hasta hace apenas medio siglo figuraba entre los países más ricos del mundo y su presupuesto educativo era tan grande que equivalía a la suma de los presupuestos educativos del resto de América latina. Gestó científicos, artistas, escritores, deportistas, humoristas, héroes y políticos trascendentales. Estuvo a la vanguardia del arte y de la moda. Absorbía como esponja lo mejor del mundo.
Sin embargo, ahora nuestra república parece extraviada. Peor aún: ajada, maltratada y al borde de la agonía. Se tiene la sensación de que se ha deslizado a un laberinto donde reina la penumbra. En varias oportunidades empezamos a correr con la esperanza de encontrar la salida redentora. Los pórticos tenían colores diversos y hasta antagónicos en algunos casos. En cada oportunidad avanzamos felices, ahítos de esperanzas, encendidos por las expectativas que blasonaba la dirigencia de turno, hasta que nos dábamos de narices. Y buscábamos entonces otra ruta, pero sumando la fatiga de anteriores fracasos. Sentimos que nos asfixiamos dentro de ese laberinto en cuyas hondas cavernas estamos metidos hasta las verijas. Todo laberinto, no obstante, tiene una salida. Eso no se cuestiona. Pero cuesta llegar a ella.
No aflojemos en el intento.
El economista Paul Samuelson fue quien —hace un par de décadas— propuso clasificar los países en cinco categorías mientras se acariciaba los cabellos de la sien derecha: «Están los países capitalistas, los de la órbita socialista y los del muy heterogéneo Tercer Mundo; pero eso no es suficiente, porque en realidad son cinco los sistemas: hay dos países más a tener en cuenta en forma separada: Japón y la Argentina. ¿Por qué? Y, porque no calzan en ninguna sistematización. Son tan peculiares y tan impredecibles que deben ser ubicados aparte».
Luego se difundió una actualización que los reducía a cuatro tipos: los opulentos, los miserables, Japón y la Argentina. Cualquiera sabe qué es un país opulento y qué es uno miserable. En cambio pocos saben por qué a Japón le ha ido tan bien y a la Argentina le va tan mal.